La hoguera de Moria
La UE tiene la capacidad para obligar, como hace sobradamente en otros terrenos, a los Estados miembros a asumir y aplicar reglas comunes para atender a la demanda migratoria
Un nuevo grito desesperado y confinado en uno de los centros críticos de recepción de refugiados más masificados en Europa desde la crisis humanitaria de 2015. El de Moria, en la isla griega de Lesbos, con capacidad para 3.000, parecía concebirse como destino final de unos 13.000 solicitantes de asilo que, el 9 de septiembre, volvieron a ser víctimas de las llamas. En el anterior incendio, en marzo, murió una niña de seis años. En aquel lugar insalubre, más de 4.000 son menores. La reacción de la población autóctona de la isla ha sido siempre tajante: organizar milicias para impedir nuevas construcciones. Ahora, esa humanidad forzadamente errante vaga sin techo, sin sus pocas pertenencias, y entre los escombros. Mientras tanto, la reacción en Europa se viste de promesas. Una vez más, se proclama su raquítica intención de acoger, entre Francia y Alemania, a los 407 menores no acompañados, ¡países que representan a más de 146 millones de habitantes!
Esta situación no es, desde luego, coyuntural, es estructural sobre una Europa que ha discurrido preeminentemente en la semántica de la libertad de circulación de capitales y mercancías. Los asuntos relacionados con la covid-19 han postergado, de nuevo, un necesario debate sobre la política migratoria común. La Comisión Europea dice preparar, para fin de mes, un “pacto” ad hoc sobre las migraciones, que no afectará a los postulados mismos del proyecto de construcción europea. Porque hay decenas de campos de refugiados en Europa; solicitantes de asilo tratados a menudo con dureza por los países de tránsito y como esclavos por las mafias que se aprovechan de su miseria.
Ante esa dramática situación, es imposible no estallar de indignación y gritar: ¡basta, basta ya! Europa no puede, aunque las posturas reaccionarias así lo anhelaran, blindarse ante la realidad humana, porque no puede escapar de ella. Europa no puede encerrarse como una fortaleza guerrera ante su entorno extracomunitario. Es la hora del inmenso mestizaje cultural, de Estados que se desagregan en sus puertas, y de la (imposible de detener) voluntad de circulación de las personas ante una real y exponencial desigualdad estructural mundial. Las migraciones son consecuencia directa de esta situación, en la que Europa también es responsable.
Es cierto que la UE no puede solucionar en soledad todos esos graves desafíos, pero sí tiene capacidad para obligar, como hace sobradamente en otros terrenos, a los Estados miembros a asumir y aplicar reglas comunes para atender a la demanda migratoria; es hora de abrir la reflexión sobre la reconfiguración de los conceptos de refugiado y de inmigrante económico, flexibilizar los criterios de acogida, y gestionar, en el respeto de la dignidad humana, la reubicación de los solicitantes rechazados. Asimismo, la UE tiene capacidad económica y política para suscribir acuerdos estratégicos de cooperación migratoria con los países fronterizos. Porque el espectáculo de la hoguera de Moria no se desvanecerá fácilmente de la identidad europea.
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