Un escritor ilustrado en un mundo abandonado
En la tarea de explorar el sentido del pasado pueden coincidir el entusiasmo con el escepticismo
El 26 de mayo de 1789 hubo bastante alboroto en Jena. Friedrich Schiller, que entonces era ya un escritor famoso, iba a dictar la lección inaugural del curso en el que se estrenaba allí como profesor de Historia. El auditorio se llenó desde muy pronto, y estaban repletos de estudiantes también el vestíbulo, el pasillo y las escaleras. Desde la ventana se veía como en la calle había “un tropel de personas, sin que el aluvión tuviera fin”, como le contó Schiller en una carta a su amigo Körner unos días después. El asunto se estaba poniendo complicado, así que sobre la marcha se buscó un lugar que fuera más amplio. “Todos se precipitaron afuera, y en un santiamén la Joannisstrasse, que era una de las más largas de Jena, se vio completamente llena de estudiantes en dirección hacia abajo”. Schiller tuvo un éxito tan rotundo que poco después no se hablaba de otra cosa en Hamburgo, Fráncfort, Stuttgart y Viena. Trató del significado de la historia universal y se preguntó por el sentido que podía tener ocuparse de ella.
Jena no era todavía la capital de la filosofía en Alemania, pero ya apuntaba maneras. Las resonancias de lo que se estaba gestando en Francia en esos días llegaban además con intensidad a aquel rincón universitario, justo en el momento en que ese escritor de salud frágil y quebradiza tomaba la palabra para reivindicar el estudio de la historia. Ahora que las protestas contra el racismo que se han producido en todo el mundo terminaron en algunas partes convirtiéndose en un abierto repudio del pasado colonial y esclavista de Occidente, quizá sea bueno acordarse de lo que explicó Schiller en aquella ocasión tan notable.
Cuenta Rüdiger Safranski en la biografía que escribió de aquella enorme figura de la cultura alemana que Schiller quiso que su lección sirviera para agitar algunas viejas preguntas: “¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos?, ¿para qué está ahí la totalidad de las cosas?”. Y que lo que reclamaba de aquellos jóvenes era entusiasmo por la verdad y que no se dejaran adiestrar tan solo como “laboriosos instrumentos de trabajo”. No creía, como Rousseau, que hubiera existido antes un paraíso previo donde todos fuimos iguales y bondadosos, y entendía más bien que veníamos de una condición “despreciable”, atrapados por instintos irrefrenables, tendencias brutas, miedos irracionales. Sostenía, sin embargo, que poco a poco las cosas podían cambiarse y que las sociedades entraban en un lento y duradero proceso de civilización. Para eso hacía falta ampliar cada vez más nuestra libertad de conciencia y la búsqueda de la verdad era uno de los caminos.
El optimismo ilustrado de la lección inaugural choca, curiosamente, con las ideas que Schiller expresó en El visionario, un ensayo que escribió justo por aquellos días y donde da cuenta de un mundo abandonado, carente de sentido, hecho trizas, atomizado, donde solo es posible atrapar un presente confuso y en el que no somos nada más que un “un surco que el soplo del viento lleva hacia la superficie del mar”. Rascamos en el pasado con una razón que solo cavila, y detrás no hay nada. ¿Merece entonces la pena volver la vista atrás? En ese complejo trato con aquello que sucedió hace tiempo, Safranski encuentra en la fórmula del “hacer como si” el puente que conecta al Schiller escéptico con el ilustrado entusiasta. Hace falta coraje para ver que todo es realmente negro y alimentar después ese otro coraje, el de hacer como si pudiéramos cambiarlo. Y cambiarlo.
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