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Columna
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Olvidar la pandemia

Echarse los muertos a la cabeza ya se ha normalizado como otra operación de rutina en la lucha política a la española

Enrique Gil Calvo
Protesta del pasado miércoles en la calle de Núñez de Balboa en Madrid.
Protesta del pasado miércoles en la calle de Núñez de Balboa en Madrid.Rodrigo Jiménez (EFE)

Cuando me preguntan por mi origen me envanezco de que mi abuelo da nombre a una calle de mi ciudad natal. La razón es que fue el único médico de la provincia que sobrevivió en la lucha contra la gripe española de 1918. Por eso, igual que hoy aplaudimos a los sanitarios como héroes civiles, también entonces la Corona otorgó una medalla a mi abuelo en honor a su esfuerzo. Lástima que yo no lo pudiera conocer, pues murió de otra gripe benigna diez años después. Una anécdota que viene a cuento por el paralelo que hay entre aquella pandemia y esta otra. Y no me refiero al triste protagonismo de dar nombre a la gripe del 18 y alcanzar la mayor letalidad de la pandemia actual sino a otro hecho más significativo. El domingo 10 de mayo se publicó en este diario un reportaje que revelaba el olvido en que cayó aquella gripe para la conciencia de los españoles que, a pesar de las 200.000 muertes, una vez superada pronto la borraron de su memoria. Y ahora bien podría pasar igual, si lo que más recordamos tras su incierto final es la crisis política y el derrumbe económico causados.

De hecho, tras la inicial sorpresa de su catastrófica irrupción, la pandemia ya se ha convertido en otro motivo más de bronca nacional. El cierre inicial de filas contra la emergencia pronto se disipó, en cuanto unos y otros advirtieron que podían utilizarla con fines políticos, ya fuera para reforzar la adhesión de los tibios o para esgrimirla como prueba de cargo contra el contrario. Así, echarse los muertos a la cabeza ya se ha normalizado como otra operación de rutina en la lucha política a la española, adicta al discurso del odio que busca cualquier excusa, trágica o cómica, para difamar y humillar al rival. Y para eso todo vale, ya sea la Covid-19 o la casa de Díaz Ayuso.

¿A qué se debe esta compulsión nacional, que banaliza cualquier problema real para disputarlo como otra pieza de caza a cobrar en su recurrente juego de poder? En parte es efecto de la autonomía de la política, que se desvincula de sus referentes sociales para encerrarse en la burbuja autosuficiente de la lucha por el poder, donde todos juegan el mismo juego de ganarle la apuesta al contrario al precio que sea, pagado como siempre por la ciudadanía. Pero en España ocurre algo más, y es que nuestra cultura política sólo funciona como confrontación excluyente, que se desborda del antagonismo Gobierno-oposición para desviarse del Parlamento hacia los cauces judiciales y territoriales que hoy actúan como frenos y contrapesos del Gobierno. Por eso Isabel Díaz Ayuso (o su pigmalión Miguel Ángel Rodríguez, MAR) hace ahora lo mismo que hacía el president Quim Torra antes de reciclarse como gestor antivirus: tapar sus propias carencias y fallos con alegatos victimistas contra su enemigo designado, que no es el virus sino La Moncloa. No por odio personal, solo por ventajismo político.

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Y en cuanto cesen los últimos coletazos del coronavirus la pandemia bien podría caer en el olvido, cuando la contienda política ya se dispute en otro juego de poder diferente, ya sea culpar al contrario de la ruina económica que se avecina o llevarle a los tribunales para cargarle los muertos habidos. Un nuevo collar para la misma marmota de siempre.

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