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Literatura
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Novelista ejemplar (autor de novelas ejemplares)

Incólume e intacto, vuelve Don Quijote y todo su universo en tinta, luego de padecer la injuria y la infamia de haber sido secuestrado en una versión apócrifa

QUIJOTE
JORGE F. HERNÁNDEZ

Incólume e intacto. Vuelve Don Quijote y todo su universo en tinta, luego de padecer la injuria y la infamia de haber sido secuestrado en la versión apócrifa firmada por un tal Alonso Fernández de Avellaneda que sólo logró malograr la infinita Literatura con mayúscula al caricaturizar sin ingenio y babear sin talento, pero con ira y engaño, la imaginación pura de Miguel de Cervantes Saavedra, novelista ejemplar, autor de novelas ejemplares.

Si con lo anterior no bastare para ponerle una estatua a Cervantes en cada ciudad del mundo, pero sobre todo en las que usamos la Eñe como Equis en la frente, habría que añadir el soberbio y grande ejemplo de grandeza que firma al escribir el prólogo a la Segunda Parte (quinta salida) del Quijote como cachetada con guante blanco al tal Avellanada —cobarde anónimo y quizá plural— que al plagiar la historia del Caballero de la Triste Figura sólo aseguró su trascendencia en el estiércol.

En dicho Prólogo, Cervantes —incólume e intacto, tal como su Don Quijote— saluda a los lectores (que ya sabe serán millones al paso de los siglos) intuyendo que la inmensa mayoría esperamos venganza verbal y vituperios como dardos para clavarlos en la yugular de los Avellanada, en particular contra el supuesto autor apócrifo que dícese engendro de Tordesillas y nacido en Tarragona.

Lo mismo da: nazcan donde sea y lleven los apellidos que fardan, los Avellanedas de todos los días no merecen ni una sola sílaba y sin embargo, Cervantes pone el ejemplo de cómo apuntillarlos con fría grandeza y paciencia de años, a pesar de la convencida conciencia de “los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción a esta regla”. Sabe que deseamos que le llame asno al cerdo que lo usurpó con su baba apócrifa, pero Cervantes como Quijote; intacto e incólume se resigna a declarar que “no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya”.

Intento imitarlo ante el recuerdo intacto de tres o cuatro mandriles, un orangután decrépito y el otro cara de rata en una alcantarilla de Varsovia, pero también ante otros dos advenedizos incurables: el prófugo preferencial y pretencioso que “no osa parecer en campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad” y el jovenzuelo trepador e ingrato que si acaso “llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado, que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer e imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros y tantos dineros cuanta fama…” pero publicadas tesinas o cuartillas al vuelo ocultan la saliva de la traición y el silencio imbécil de los culpables.

Desahogado lo anterior, abro lo que queda de abril con la enésima lectura por primera vez de la llamada Segunda Parte del Quijote de Cervantes como celebración de una elegantísima venganza: se esperó el autor a que amainara la ebullición necia del Quijote de Avellaneda y quitándose el guante de la mano diestra, afiladas las plumas de ganso, mojó en tinta las primeras palabras de verdadera continuación de la mejor invención jamás contada, sabedor del inevitable deber de que ha de matar al protagonista al término de su nueva aventura editorial para que no surja otro pendejo, gilipollas o advenedizo sin adjetivo que pretenda una versión apócrifa, otra aberración advenediza, trepadora y aprovechada. Lo hace con la mano tullida silente y enguantada en terciopelo como ejemplar metáfora de que no ha de vengarse a chingadazos con las dos manos, ni con guantazos a diestra y siniestra, pues ya queda claro que la aberración apócrifa de la vera historia no merece ni destila sombra digna de lectura.

Se lee entonces la segunda quincena de un abril con el eco premonitorio de que antes de un mayo habrá de morir el caballero andante y su escudero infalible volverá a llorar como cada año desde hace siglos y exactamente 37 años el inmenso y doloroso vacío de dar por terminada la aventura española que se volvió universal. Se lee entonces la segunda quincena de abril con la admiración multiplicada por esa sombra luminosa de un caballero andante que cabalga intacto e incólume, sobre la pluma en ristre de un autor igual de inmaculado e infinito, tanto como el escudero aquijotado en la medida en que su señor Don Quijote se ha ensanchado… porque de esa pulpa están hechos los sueños de veras, la grandeza inmarcesible y la sabrosa cachetada de la venganza.

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