Mirada de microhistoria
Luis González y González inició su eternidad al morir hace exactamente veinte años. Veinte años de que no caducan sus libros, así como los que recomendaba leer y releer
Luis González y González inició su eternidad al morir hace exactamente veinte años. No pasa un solo día sin que lo piense e intente estar a la altura de la elevada honra de saberme su discípulo, aunque sólo habite la clara sombra de releerlo a menudo y escuchar en silencio su voz de consejos y sabiduría pura. Mi Maestro con mayúsculas enseñaba andando y hablaba siempre con una sutil alegría, no exenta de rigor intelectual y erudición, exentos de pedantería o postureos; Mi Maestro se unió en feliz pareja con Doña Armida que merece un bronce aparte por ser extraordinaria escritora y como editora, la mejor peluquera de prosa y la editora de libros de texto ahora aún más importantes y ejemplares debido al estiercolero que ha publicado lo que quedó de la Secretaría de Educación Pública. Pienso estas líneas como un apretado abrazo para sus hijas Josefina y Armida (que ya se reunieron con sus padres en algún pueblo izado en vilo entre las nubes) y para los otros hijos y nietas, hija y amigos y otros muchos alumnos deudores de sus respectivas grandezas.
Don Luis saludaba con la pregunta “¿qué novedades nievas?”, ya en Ciudad de México o bien y por lo general en el primer patio de su hermosa casona en el pueblo de San José de Gracia, Michoacán (hoy mancillado por balazos y grupos endemoniados). Al recibir la respuesta de alumnos, amigos o discípulo, D. Luis proponía entonces una caminata cuya duración en tiempo y kilómetro dependía de la sustancia o materia que quedaba inquieta en la respuesta del aprendiz o aspirante a historiador.
En no pocas ocasiones D. Luis me honró con escucharme mientras caminábamos sin rumbos por la antigua Ciudad de los Palacios e incluso en Madrid cuando intenté doctorarme en materia de pretéritos, pero sobre todo atesoro las muchas ocasiones en que mi Maestro me dejó exponer posibles proyectos de ensayos, crónicas incipientes e incluso los primeros pasos de mi tesis como microhistoriador que, a la postre, se convirtió en La soledad del silencio, mi primer libro cuyas mejores páginas pertenecen al prólogo con el que Don Luis me bautizó como historiador como quien concede una alternativa en pleno ruedo de la Maestranza de Sevilla. Caminábamos de su casa hasta la punta del Cerro de Larios en San José, ya casi montaña rebautizada por Juan Rulfo como “Luvina” y de ida dejaba que uno se soltara la lengua y las ilusiones para —de vuelta— mantener al pupilo en silencio mientras lo iluminaba, corregía y enderezaba verbalmente todo el proyecto que aún no se convertía en prosa.
El más grande historiador que ha dado México queda ya eternizado como el Padre de la Microhistoria y consta la carta del gran Carlo Ginzburg donde le declara admiración por ello y consta el legado ejemplar que dejó como estudiante en París a la sombra de Fernand Braudel y el elevado respeto que le creció a sus propios maestros cuando empezaron a codearse con él como pares: Don Daniel Cosío Villegas, Don Silvio Zavala y toda la pléyade ancha y amplia que aparece esfumada en un primer plano de un mural aún por pintarse donde deberán observarse los rostros de Enrique Krauza, Héctor Aguilar Camín, Andrés Lira, Jean Meyer y otros sabios alumnos y apóstoles que le tomaron respeto y admiración desde la primera vez que lo vimos ya en caminata o en pupitre, frente a pizarrón con un gis blanco bajo el bigote o en las sábanas de papel milimétricamente cuadriculado donde armaba cuadros sinópticos donde llaves como claves de Sol se multiplicaban en subtemas u otras palabras y así escribía sus conferencias y sus cátedras y sus ensayos y sus libros… y la vida misma.
Es doloroso pensar que hoy son dos décadas desde que la presencia de mi Maestro (como la de mi padre y abuelo) solo se contacta en sueños o al cerrar los párpados para no seguir lloviznando mares. Veinte años de que casi cada semana pienso que le vendría bien a México tenerlo nuevamente en la opinión pública, soñando que pondría en su lugar a quienes han instalado el imperio descarado de la mentira y el oprobioso magisterio de los engaños. Veinte años de que no caducan sus libros, así como los que recomendaba leer y releer; la generosa sonrisa de negarse a leer novelas que no fuesen de Cervantes o cuentos que no fueran de Chesterton o de Borges… y veinte años de música callada mientras se arrulla la tarde en una vieja casona de un pueblo que parece ahora fantasma done se yergue la Torre Morada de sus miles de libros en biblioteca y el tercer patio con limonero, duraznero, nopal y demás frutales.
Don Luis González y González legó la historia universal de un pueblito mexicano que hace medio siglo no aparecía ni en los mapas más escrupulosos. Su libro Pueblo en vilo es un clásico que no solo debería ser lectura obligatoria en toda Hispanoamérica (junto a Cien años de soledad, por ejemplo), sino también gloria eterna en los estantes de la mejor literatura posible (cuya primera reseña celebratoria fue publicada por Jorge Ibargüngoitia) y añado las varias Invitaciones a la Microhistoria donde mi Maestro nos enseña la monumentalidad de lo minúsculo, la trascendencia de lo efímero, el sabor del café y la magia del silencio cuando lo rompe una carcajada de nubes o el oleaje de una parvadita de moscos.
Por allá rueda una guayaba por debajo de la mesa del comedor y se percibe que mi Maestro está moliendo granos de café en una maquinilla que parece reloj o artilugio de alquimista en su mano; levanta el rostro y me mira sonriendo con el único ojo que le dejó el cáncer con el que parcharon el otro… Allí está intacta la mirada de mi Maestro: el ojo con el que supo viajar para ver y narrar todos los pretéritos bajo el amoroso lente —lupa o telescopio— de quien historia por placer… la misma mirada con la que miró como profeta los horrores de un presente que parecían imposibles y la misma mirada con la que —leyéndolo— seremos capaces de otear un mejor futuro para las generaciones venideras que hoy mismo deberían empezar a leerlo.
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