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PARAÍSOS FISCALES
Columna
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Sin impuestos no hay paraíso

Un verdadero paraíso fiscal es un país donde el Estado cobra suficientes impuestos para redistribuir la riqueza

Declaración anual 2022
Las puertas de una oficina del SAT.Notimex

Una de las maneras más efectivas para normalizar comportamientos criminales o éticamente cuestionables es crear narrativas “positivas” en torno a ellos. Ese entendimiento colectivo se construye a través de los medios de comunicación, los libros de texto, los comentarios en las familias o las valoraciones laborales. Ahí, el lenguaje tiene un papel prioritario y se ha convertido en el campo de muchas batallas: el primer paso para normalizar o para difundir o afianzar una idea es nombrarla. El lenguaje no es solo ortografía y gramática. También es una herramienta política que crea posibilidades o que las elimina, que valida comportamientos o señala conductas inaceptables.

Hace unos meses, la Plataforma por la Reforma Fiscal en España pidió a la Real Academia Española que cambiara la definición de paraíso fiscal, ya que, argumentaron, la actual definición no es crítica, sino complaciente, de las medidas que constituyen los nombrados “paraísos fiscales”. Pareciera que, al asociar esas políticas de no tributación a la palabra “paraíso”, las celebran o legitiman. Concuerdo con la Plataforma: es pertinente que la RAE revise el término y lo cambie. Sin embargo, creo que hay otras razones por las cuales este tema merece una amplia discusión.

El mundo de la fiscalidad es complejo. Cuando se habla de la necesidad de una reforma fiscal profunda para que paguen más quienes más tienen o de la importancia de un pacto global para evitar la elusión, surgen preguntas razonables sobre los mecanismos y políticas más adecuadas y efectivas para lograrlo. A partir de ello, las discusiones se vuelven demasiado técnicas, a un nivel que puede hacerse incomprensible para casi toda la ciudadanía. No obstante, es un campo profundamente político, que podría incluso determinar el destino de un país.

Hasta este momento, la conversación sobre una reforma fiscal progresiva y profunda en México es casi un tabú. Hay quienes se oponen incluso a discutir su pertinencia porque consideran que no se debe dar al Gobierno los recursos que necesita para hacer su trabajo. “Se lo roban”, “lo malgastan”, “ve nomás lo que hacen con lo que tienen” son reacciones frecuentes. La gran pregunta es: si el Estado es el garante de los derechos y no tiene los recursos para cumplir con esa misión, ¿quiénes salen perdiendo?

Hay quienes perciben a la fiscalidad como el juego de suma cero por excelencia: si el Estado recauda, la sociedad pierde recursos. Se asume que el Estado es incapaz de crear riqueza, por lo que esta se tiene que crear y distribuir en el mercado. Se ha establecido la narrativa peligrosa por la que la ciudadanía debe esperar poco del Gobierno y se da por hecho que cualquier servicio público será deficiente e insuficiente, mientras que las alternativas privadas son consideradas mejores por definición.

En realidad, sin embargo, si el Estado recauda y gasta bien, ganamos todos. Las enormes barreras estructurales que enfrentan las personas, familias y comunidades que han permanecido en pobreza por generaciones solo pueden ser removidas por políticas gubernamentales. Aunque es innegable que la corrupción y la impunidad persisten, los servicios públicos y sistemas de protección social necesarios para que una sociedad ejerza plenamente sus derechos requieren que el Estado cuente con recursos para sostenerlos.

He oído decir que México es un “paraíso” fiscal. Según las estimaciones del SAT, aquí las grandes empresas pagan tasas efectivas de impuestos de menos del 8%, los ultrarricos contribuyen con el 0,03 % de la recaudación y en total, somos uno de los países con recaudación de impuestos más baja en América Latina, con poco más de 17% del Producto Interno Bruto, 5 puntos porcentuales por debajo del promedio regional.

Sin embargo, de paraíso tenemos muy poco. Los miles de kilómetros de playa o la calidez de la gente no bastan para que podamos llamarnos así. De acuerdo con el Coneval, aun con la reducción reciente de la pobreza, en México hay 46,8 millones de pobres y carencias serias en salud y educación. Todo ello no va a mejorar si no recaudamos más y mejor.

Todas las personas tenemos derechos y esos derechos se realizan primordialmente gracias al Estado, pero un Estado que no tiene dinero es un Estado sin herramientas para asegurar derechos. Por eso, un verdadero paraíso fiscal es un país donde el Estado cobra suficientes impuestos para redistribuir la riqueza. Un paraíso fiscal es aquel en el que le alcanza al Estado para cumplir con su función. Un paraíso fiscal es aquel en el que no solo no es tabú hablar de impuestos, sino que es socialmente aceptado y ampliamente reconocido que cualquier reforma fiscal requiere de una deliberación amplia.

Por eso, sin impuestos no hay paraíso. Esa es mi propuesta para la RAE: que cambie su definición de paraíso fiscal. Los paraísos sí existen, pero no están aquí.

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