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Fotogramas de Alcira Soust: la memoria de la poeta vagabunda que venció al Ejército en el 68

Sus amigos la recuerdan en la proyección de ‘Alcira en el campo de espigas’, de Agustín Fernández, sobrino nieto de la escritora: una leyenda de carne y hueso retratada por Bolaño que sobrevivió 12 días a los militares en un baño de la UNAM

Imagen del documental 'Alcira en el campo de espigas', sobre la poeta uruguaya Alcira Soust Scaffo, del director Agustín Fernández Gabard.
Imagen del documental 'Alcira en el campo de espigas', sobre la poeta uruguaya Alcira Soust Scaffo, del director Agustín Fernández Gabard.Agustín Fernández Gabard
Alejandro Santos Cid

Llegaban los tanques oruga y los militares, en blanco y negro, por la avenida Universidad, desfilando. 18 de septiembre de 1968. Ha muerto en México León Felipe, gran poeta del exilio español, tan lejos de casa, el mismo día maldito que los milicos se atreven a violar la autonomía, a mancillar con sus botas los pasillos de la UNAM, a arrestar centenares de estudiantes. Alcira Soust, poeta vagabunda uruguaya autoexiliada sin papeles, recibe al Ejército con poemas de su querido Felipe que resuenan por megafonía. Los versos no pueden con los soldados. Soust se esconderá en un baño del octavo piso de la Torre de Humanidades. Allí nace la leyenda más real del 68 mexicano. Doce días después, Alfredo López Austin, aquel historiador amable que hablaba con los dioses prehispánicos, amigo de Soust, recorre la facultad de Filosofía, comprueba los destrozos. Alguien grita: “Hay una mujer en el lavabo”. Ha sobrevivido a la ocupación militar a base de traguitos de agua del grifo y bocados de papel higiénico que a veces también usa para escribir. Se tambalea, no reconoce a nadie, pero sale por su propio pie.

Debajo de la piel de la leyenda, la carne y el hueso. Dos dimensiones que son una en Alcira. A por la historia tras la Historia se lanzó durante 14 años su sobrino nieto, Agustín Fernández Gabard (42 años), que amasó todas las facetas de la autora en el documental Alcira y el campo de espigas (2022), proyectado esta semana, en el centenario de su nacimiento, en su casa, siempre la UNAM, durante la Feria del Libro Universitario. Un delicado retrato a partir de la gente que la quiso, personalidades del mundo intelectual mexicano, de una mujer tierna y agresiva, solitaria, intempestiva, imprevisible, exquisita.

(Memoria uno. Lo recuerda López Austin. Alcira, en las manifestaciones de aquel 68 anterior a la masacre de Tlatelolco, reparte flores y poemas entre los policías, ante la mirada aterrorizada de los estudiantes).

La Alcira de las mil caras: la maestra rural que aterriza en Pátzcuaro, en la atrasada Michoacán de 1952, procedente de Uruguay gracias a una beca de la Unesco, y pasa 37 años sin volver a poner un pie fuera de México. Vida convencional, pareja estable. A finales de la década, un accidente algo borroso que implica un coche —poco más se sabe con certeza—, lo cambia todo. Nace la Alcira vagabunda, que nunca más tendría hogar propio y sobrevive de prestado en casas de amigos, en las calles, los cafés, las cantinas, la facultad. Un día llega a la UNAM y ya no sale, aunque nunca estudia ni trabaja legalmente allí.

Imagen de la poeta uruguaya Alcira Soust Scaffo.
Imagen de la poeta uruguaya Alcira Soust Scaffo.Agustín Fernández Gabard

Conoce a León Felipe, Pedro Garfias, “esos españoles universales” —que escribiría Bolaño— refugiados del franquismo en la gran casa de estudios mexicana. Se hace su amiga, su asistenta informal (también del pintor Rufino Tamayo). Recorre los pasillos, escribe poemas, traduce otros, lee en voz alta a extraños poetas francesas, reparte papeles con versos a los estudiantes. Los llama Poesía en Armas, su gran legado; nunca edita un libro. Vive del aire.

(Memoria dos. Cultiva su propio jardín en la facultad de Filosofía. Lo llama Jardín Cerrado Emiliano Zapata. Cuando los estudiantes se tumban en el césped, los echa con una manguera).

Forma parte de la fauna que puebla esos años de lucha estudiantil naciente. Su hábitat es la facultad de Filosofía y los bares, las tertulias políticas, las asambleas, la larga noche del DF, las huelgas, la bohemia, las marchas, los mítines, los partidos de los Pumas. Y luego, el 68, la Alcira del baño que delira con que su abuelo le trae patatas hervidas con mantequilla mientras resiste la ocupación militar en aquel retrete, el capítulo que la cimienta como mito palpable, y los francotiradores del Ejército, la jovencísima sangre esparcida sobre los adoquines de la plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre.

Bromea su sobrino nieto: “Yo le pregunté a López Austin: ‘Che, ¿cambió mucho Alcira después de lo del baño?’. Dijo: ‘No, solo se puso un poco más intensa’. Pero porque era una leyenda viviente y reciente, todo el mundo conocía lo que había pasado. ‘Mirá, es esa que va ahí’”.

(Memoria tres. El periodista Carlos Landeros y Alcira, de camino a la casa de León Felipe. La uruguaya roba los claveles de las coronas de una funeraria cercana, como regalo para el poeta).

Hay un muchacho chileno que quiere ser escritor. Se llama Roberto, se apellida Bolaño. Se obsesiona con ella, la invita a casa, le presenta a su familia. Muchos años después, cuando aquel aspirante a poeta se decida por la prosa, muy lejos de México, escribirá dos libros desde su nuevo hogar frente al Mediterráneo catalán. Uno se llamará Los detectives salvajes (1998) y tendrá un capítulo en el que Alcira se llamará Auxilio Lacouture. “La leyenda se esparció en el viento del DF y en el viento del 68, se fundió con los muertos y con los sobrevivientes y ahora todo el mundo sabe que una mujer permaneció en la universidad cuando fue violada la autonomía en aquel año hermoso y aciago”. Un año después, publicará Amuleto, también sobre Auxilio, Alcira. La encumbra para la posteridad.

(Memoria cuatro. Alcira y Salomé, hermana de Roberto, comparten un piso en la avenida Bucareli. Es 1973. Leen en el periódico sobre el golpe de Estado contra Allende, allá en el Chile natal de Salomé, el mismo al que Roberto se ha ido para hacer la revolución y del que saldrá por la puerta de atrás. Escuchan en onda corta la radio cubana, “territorio libre de América Latina”. Alcira lee poemas en francés).

Los estudiantes van y vienen, Alcira se queda: no quiere dejar la burbuja de la vida universitaria, su lugar en el mundo. Busca trabajitos que le costeen unos tacos, una comida corrida. Nunca tiene dinero. Consume la década de los setenta. Su salud mental cada vez está más deteriorada. No se recupera del todo de aquel misterioso accidente de finales de los cincuenta. Tampoco de sus días en ese baño de la octava planta.

La poeta Alcira Soust Scaffo en su juventud y en su vejez, en imágenes proporcionadas por la familia Gabard Soust.
La poeta Alcira Soust Scaffo en su juventud y en su vejez, en imágenes proporcionadas por la familia Gabard Soust.Cortesía (Archivo Familiar)

Conoce a una joven en la UNAM, Marisol Schulz, que la acoge en su casa por temporadas. Alcira cocina pizza y ñoquis, le enseña por primera vez los poetas franceses, su debilidad, a Schulz, que con los años editará a Saramago, a Vargas Llosa, dirigirá la FIL de Guadalajara. Schulz, de habitual rostro serio y porte institucional, tiene que aguantar las lágrimas durante la presentación del documental.

(Memoria cinco. El subcomandante Marcos escribe una carta a Juan Villoro. En ella, menciona a la poeta con nombre y apellidos completos, Alcira Élida Soust Scaffo, como un viejo amigo, junto a una lista de grandes de la literatura. Antes de ser el líder del EZLN, cuando todavía se llamaba Rafael Sebastián Guillén Vicente, Marcos fue alumno y profesor de filosofía en la UNAM. Hay quien le recuerda hablando con Alcira en los pasillos de la facultad).

En marzo de 1983 seis hombres secuestran a la poeta en la universidad. La internan contra su voluntad en el Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez. Alguien ve el rapto, reconoce a Alcira, da la voz de alerta. Sus amigos tardan días en encontrarla. Se presentan en el manicomio con un megáfono. Recitan poemas y cantan las canciones que le gustan, como La marsellesa. Logran liberarla, pero su amigo Antonio Santos tiene que firmar un papel que acredita que se la están llevando en contra de la opinión médica. Los ataques, las crisis, aumentan. Un día la encuentran desnuda y temblando en una de las casas en las que se queda. La vuelven a internar. Ella no lo perdona.

(Memoria seis. Una mujer acude a la proyección de la película. Uruguaya, se exilió a México durante la dictadura militar, trabajó en la UNAM. “Ahí viene tu compatriota”, le decían sus compañeros cuando veían llegar a Alcira. Intercambiaban quesadillas y gorditas por poemas).

En 1989, regresa a Uruguay. La montan en el avión hasta las cejas de pastillas. Su familia, al principio, no la reconoce. “Era la alumna brillante que se va a México con honores, preciosa ella, las fotos eran como de una actriz de la época, y cuando vuelve aparentaba tener la edad de su madre”, narra Agustín Fernández Gabard, que la conoce en esos años.

En su país natal no deja la vida errática. Acude a manifestaciones e insulta a los soldados en mexicano: “Milicos hijos de la gran chingada”. Reparte poemas. Transita por casas de familiares hasta que se pelea con ellos, pensiones de mala muerte, la última que le conocen, “casi carcelaria”, lamenta su sobrino nieto. En el 94 desaparece. Pasa más de una década sin noticias suyas. Alguien dice que quizá esté en Buenos Aires. Cuando la familia se cruza con alguna vagabunda de su edad, busca en su cara los rasgos de Alcira.

Imagen de la poeta uruguaya Alcira Soust Scaffo.
Imagen de la poeta uruguaya Alcira Soust Scaffo.Agustín Fernández Gabard

(Memoria siete. Alcira en Uruguay, jugando con el hermano pequeño de Fernández Gabard, cantándole Las mañanitas. Después, en la cocina, bebiendo cerveza con los padres del documentalista, hablando de política y de México, siempre México).

2007-2008. El compañero de piso de Fernández Gabard en Montevideo trabaja en la universidad. Un día, un grupo de teatro pasa por las facultades pidiendo financiación para una obra sobre Alcira. Fernández Gabard contacta al director, descubre que el guión está basado en el capítulo de un libro del que no ha oído hablar, Los detectives salvajes. Corre a comprarlo. De paso, también se hace con Amuleto.

Él ya conocía las leyendas, el 68, la poesía, pero no es consciente de la magnitud. Queda fascinado con el retrato de Bolaño. Decide que tras la vida de Alcira hay una historia todavía por contar. Uno de los primeros descubrimientos es un certificado de defunción. Alcira lleva muerta desde 1997, tres años después de su desaparición. Le cubre el polvo de una fosa común desde hace más de una década cuando su familia se entera.

Un día, mientras el equipo de Fernández Gabard rueda en la UNAM, un vendedor ambulante protesta porque graben allí. Le explican que es un documental sobre Alcira. “Ah, la loca del 68″, responde el hombre. Su sobrino nieto piensa que tiene que mostrar a su tía más allá de aquel episodio. “Es un acto de justicia contar su historia de forma más íntegra, más humana. Después también me di cuenta de que fue muy necesario para mi familia y para los amigos, que le dieron un cierre a la historia, fue como un duelo, cuando alguien está desaparecido siempre queda esa ausencia. Todo el mundo hizo lo que pudo y después se quedó con el sentimiento de culpa, los amigos por haberla mandado para acá, la familia porque perdimos rastro. Después de eso lo vieron compartido en el documental y fue muy sanador”.

(Memoria ocho. Todos los 26 de abril, el aniversario del día que la aviación nazi bombardeó el pueblo vasco de Guernica, los padres de Agustín conducen a Alcira hasta la oficina de correos. La poeta envía a España un telegrama con versos contra Franco. “Todos los años, religiosamente”.).

Miércoles, 28 de agosto de 2024. Un pequeño auditorio en la UNAM se llena para ver Alcira y el campo de espigas. La película ya se ha estrenado antes en el país, pero no importa. Alcira también tuvo su propia exposición en el Museo Universitario Arte Contemporáneo, el MUAC. La universidad reclama a la poeta como suya. La uruguaya vuelve a casa. Cuando acaba la proyección, muchos asistentes intervienen. Todos los que superan cierta edad hablan de cómo la conocieron.

Una mujer, una de tantas que en aquellos años recibió volantes en forma de flores con los poemas de Alcira en los pasillos de la facultad, recuerda: la UNAM era un hervidero en aquellos años; comunistas, trotskistas, todas las tribus de -istas. “Alcira no era tan extraña para nosotros”, suelta. “Fue Alcira, pero fue todo lo demás”. Las caras lagrimosas, la huella de una poeta errante tantos años después, los compañeros de lucha, la literatura. Es un ritual catártico, un velatorio en diferido. No tuvo tumba, pero Bolaño dejó escrito el epitafio de Alcira, de Auxilio: “Yo soy la madre de la poesía mexicana”.

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Alejandro Santos Cid
Reportero en El País México desde 2021. Es licenciado en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid y máster por la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Cubre la actualidad mexicana con especial interés por temas migratorios, derechos humanos, violencia política y cultura.
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