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Ya se fueron los dioses

Muere el gran historiador Alfredo López Austin, traductor de la cosmovisión mesoamericana al mundo moderno

Pablo Ferri
El historiador mexicano Alfredo López Austin.
El historiador mexicano Alfredo López Austin.INAH

En medio del caos de sabiduría que irradia la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), un ser amable trabajó durante décadas explicando el orden de los antiguos. Un semestre al año, los miércoles de ocho a 11, Alfredo López Austin impartía La construcción de una visión del mundo, un curso acerca del pensamiento de los habitantes de la vieja Mesoamérica, los nahuas, mayas, otomíes, zapotecos… Su relación con lo sagrado y lo imperceptible, lo magnífico y lo terrible, el paso del tiempo. Era un faro, una guía, una puerta de entrada al conocimiento que ahora se cierra. López Austin ha muerto este viernes en Ciudad de México a los 85 años.

Contemporáneo del gran filósofo Miguel León-Portilla, López Austin fue un excepcional traductor de épocas. Si el primero puso en valor la producción literaria de los mexicas, el segundo detalló la cosmovisión de los pueblos de la región, concepto que definía como el aspecto mental de la cultura, acepción que completaba exhaustivamente como “la diversidad de actos mentales que producen o inhiben, dirigen, configuran, condicionan, intensifican o disminuyen, inducen o modifican la acción humana”.

Pocas ideas le atrajeron tanto como lo sagrado, esencia, para él, de todas las criaturas. En una versión de su curso universitario publicada en tres tandas en la revista Arqueología Mexicana, escribió: “No puede olvidarse que lo sagrado penetra en todas las criaturas en forma de ente anímico que constituye su esencia y así distribuye en todo el mundo el poder del movimiento interno”. A continuación cita al poeta japonés Matsuo Bashō: “La hojarasca se apila. / Ya se han ido los dioses. / Triunfa el vacío”.

Familiares y amigos le velaron este viernes por la tarde en la funeraria García López, en la avenida San Jerónimo, a pocos pasos de su alma mater. En la entrada, su hijo, Leonardo López Luján, recibía saludos y abrazos. No había cruces ni rezos, unos músicos preparaban unos instrumentos para cantarle un adiós. López Luján contestaba preguntas a periodistas y amigos: el cáncer, la metástasis, la vida. Doctor en historia, prolífico escritor, su padre mantuvo la enfermedad en segundo plano. Aún hace un mes dio una entrevista a la televisión de la UNAM desde su casa. Su expresión era tan brillante como siempre.

López Luján cuenta habitualmente que su casa de infancia parecía una zona arqueológica. No es que tuviera forma de pirámide o que los marcos de las puertas recordaran el movimiento de serpientes emplumadas. Era cosa del ambiente. Su padre era un pilar de la conversación nacional sobre el pasado precolonial. Y su madre fue asistente del gran arqueólogo de la zona maya, Alberto Ruz. En una entrevista hace unos meses, López Luján decía que a los ocho años, entre juegos de canicas y partidos de fútbol, empezó a recoger tepalcates, trozos de cerámicas antiguas.

El diálogo paternofilial se mantuvo hasta el final. La pasión por la historia y la arqueología unía a la familia. De hecho, el padre llevó al hijo, cuando este aún no había cumplido los 18 años, a trabajar en el rescate del Templo Mayor de la vetusta Tenochtitlan, a finales de la década de 1970. Ahora, el hijo dirige las excavaciones. Los dos compartieron una biblioteca de la que se enorgullecían y que servía de escenario para sus discusiones.

Hace unos meses, el epigrafista Gordon Whittaker recordaba en una entrevista la extrema amabilidad de López Austin con él, décadas atrás. Obsesionado con el Códice Florentino, el adolescente Whittaker trataba de traducir los párrafos en náhuatl del manuscrito. “Imagínate que incluso le escribí a Ángel Garibay, eminencia en la época, con traducciones de mi propia cosecha preguntándole si estaban bien”, decía. Por desgracia, el mexicano Garibay había muerto poco antes, pero su discípulo, Alfredo López Austin, le contestó en una extensa carta corrigiendo errores y confusiones en sus traducciones. No tenía por qué hacerlo, pero lo hizo. “Mi padre es amable y paciente… A mí, que soy de lento aprendizaje, me tuvo mucha paciencia. Y se lo agradezco”, dijo López Luján en unos mensajes de celular.

Aunque Alfredo López Austin no volverá a la UNAM, su legado está a salvo. No solo por libros como El Conejo en la Cara de la Luna o Los Mitos del Tlacuache, grandes éxitos de su librero; ni tampoco por la versión en papel de sus clases de la UNAM. Tampoco por la cantidad de entrevistas, clases magistrales y diálogos que pueblan las selvas del saber en Youtube. López Austin convirtió sus teorías en parte del pensamiento, de tal forma que lo que se dice o razona sobre lo mesoamericano tiene que ver con lo que alguna vez dijo o escribió.

En la versión de sus clases publicada en Arqueología Mexicana, López Austin inicia de la nada, plantando las semillas de sus propios conceptos. Dice, por ejemplo: “Le herencia memoriosa producida por nuestras interrelaciones sociales, unida inseparablemente a nuestra herencia molecular, genética, es el motor de nuestra acción en el mundo”. O también: “Es frecuente encontrar que las concepciones de naturaleza y cultura se presentan como una dicotomía que se enfrenta. No hay tal. Somos naturaleza y actuamos en la naturaleza”. Sus párrafos parecen a veces delicados alumbramientos vegetales.

Metido ya en materia, presentada y detallada la red de conceptos, cosmovisión, abstracción, concreción, apunta a la mente del labriego nahua de hace 800 años. Se lo imagina como un ser perceptivo: “Nada tiene estabilidad absoluta. Los montes se deslavan en el lodo que se explaya en los valles; el agua que arrastra el lodo va rompiendo las piedras del camino. Todo lo transforma el tiempo. ¿De dónde viene el tiempo? ¿A dónde va cuando completa su obra? (..) La Luna, el gran recipiente, riega el mundo cada noche; pero la luz del agua que contiene va menguando hasta desaparecer, y reaparece pausadamente hasta que alcanza nuevamente el borde: el paso del renacer y remorir tiene siempre igual medida. ¿Quién mide el paso?”.

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Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).

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