El peligro de medicalizar y sobrediagnosticar la infancia
Si los profesionales se centran solo en los síntomas, el panorama es desolador: diagnósticos por el simple hecho de no cumplir con las expectativas o por confundir algo normal y sano con algo patológico que se debe señalar y corregir


Pongamos un ejemplo: Raúl acude con sus padres a la consulta de su pediatra porque ya no pueden más. Le explican que Raúl, de 5 años, no para quieto ni un momento, es incapaz de estar más de unos pocos minutos centrado en una tarea y se muestra impulsivo y agresivo con sus compañeros de clase. Sus profesores también están preocupados. Con esta superficial descripción que hacen sus progenitores, el pequeño se lleva en una consulta de apenas cinco minutos el diagnóstico de Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad, más conocido como TDAH. En otra consulta de psicología, Silvia le acaban de diagnosticar, en una única sesión. Silvia, una adolescente de 13 años, le comenta a la especialista que cualquier actividad de su vida diaria le inquieta y le pone nerviosa, ya sea ir al instituto, hacer un examen, salir con sus amigas o estar en casa con sus padres viendo una película. La psicóloga, sin ahondar más en su sufrimiento, le diagnostica de Trastorno de Ansiedad Generalizada. Y todos tan contentos (aparentemente).
Quiero aprovechar que mañana, 10 de octubre, es el Día Mundial de la Salud Mental, una jornada para reivindicar la infancia y la adolescencia, para denunciar la cantidad de diagnósticos que les colgamos a nuestros hijos y pacientes por el simple hecho de no cumplir con nuestras expectativas o por desconocer su desarrollo evolutivo y confundir algo normal y sano con algo patológico que se debe señalar y corregir.
Además, una gran cantidad de trastornos en la etapa infanto-juvenil están asociados a un tratamiento farmacológico. No me cansaré de repetir que yo soy psicólogo y, por lo tanto, no puedo medicar. No estoy en contra de la farmacología, estoy a favor del menor. Si Raúl, que todos podemos conocer, seguramente con otro nombre, necesitase medicación para controlar sus impulsos, estaría a favor de que se la administrasen, siempre y cuando fuese buena para él, no para su trastorno.
Uno de los grandes problemas que tenemos es que los profesionales de la salud mental estamos diagnosticando a niños y adolescentes de trastornos clínicos sin evaluar en profundidad la raíz que hay debajo de los síntomas. Parece que a la mayoría de los profesionales solo le interesa poner una etiqueta diagnóstica a los síntomas que trae el paciente a consulta, ya sea menor o adulto, para, a continuación, poner en marcha un tratamiento estandarizado y, a poder ser, con inclinaciones medicamentosas.
Con este modus operandi, lo único que hacemos es invisibilizar al paciente y su sufrimiento. Por otro lado, ponemos de relieve que tiene un trastorno y le señalamos como erróneo en esta sociedad donde, supuestamente, todo el mundo está bien, salvo él. Como dice Hilarie Cash, experta en adicción a internet, “si la cultura de la que formas parte no es sana, vas a acabar siendo un individuo enfermo”. Por este motivo, la prevalencia de trastornos como el TDAH y los trastornos de ansiedad generalizada, por no hablar de la depresión infantil y adicciones tecnológicas, están disparadas. Y como lo poco que hacemos los profesionales es centrarnos en sus síntomas y medicar, tenemos un panorama desolador: diagnósticos que parecen que los regalan en las tapas de los yogures y una preocupante sobremedicalización que retraumatiza cada vez más al paciente haciéndole sentir solo y señalado.

¿Y qué decir de esa moda tan frecuente y que lleva tantos años instaurada en los profesionales de la salud en la que convertimos emociones sanas y normales en trastornos que se recogen en manuales psiquiátricos como el DSM-5, la guía de clasificación de trastornos mentales publicada por la American Psychiatric Association? Por ejemplo, decir que un chiquitín de 3-4 años que tiene rabietas frecuentes debe ser diagnosticado de trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo, en vez de considerar que su conducta es completamente normal y adaptativa, me parece una aberración.
Otro ejemplo es convertir la tristeza que siente un adolescente por haberse mudado de barrio y haber cambiado de instituto y de amigos y que los profesionales de la salud llamamos depresión y curamos con antidepresivos. En mi opinión, no debería llamarse depresión, sino tristeza. La diferencia es grande. La tristeza es una emoción sana y normal que se debe a la situación que uno está viviendo (muerte, despido, separación, mudanza, etcétera) y que nada tiene que ver con una problemática química como nos han hecho creer. Sin embargo, la depresión es un trastorno, que te señala y te deja sin ningún tipo de margen de maniobra. Ya se irá la depresión, pero si es con ayuda de antidepresivos, mejor.
En conclusión, hasta que no asumamos que para comprender a los pacientes debemos dedicarles tiempo, cariño y bucear en la raíz de su actual sufrimiento, nada de esto cambiará. Seguimos centrándonos en los síntomas, en la punta del iceberg del problema, pero sin atender a lo que realmente lo provoca. Los síntomas son muy fáciles de ver. Todo el mundo los ve: insomnio, ansiedad, estrés, tristeza, conflictos en la pareja o en el trabajo, vacío, rabia, hiperactividad… Le preguntas al paciente “¿Qué te pasa?”, y te responde con los síntomas de la punta del iceberg. Fácil. No es necesario estar formado en nada. Sin embargo, entender por qué el paciente tiene insomnio, está triste o tiene taquicardias no es nada sencillo. Hay que bucear en las gélidas aguas del iceberg que pocos están dispuestos a entender. Por eso, como bien dice Bruce Perry, psiquiatra infantil y neurocientífico estadounidense, debemos cambiar la pregunta “¿Qué te pasa?” por “¿Qué te pasó?”. Solo cambia una letra, pero cambia la vida por completo del paciente.
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