Los niños sufren depresión y a veces sus consecuencias son devastadoras
El acoso escolar, el ciberacoso y un ambiente familiar inestable son las principales causas de este transtorno en menores
En 2016, el último año del que existen datos, en España murieron por suicidio y autolesiones 12 menores de entre 10 y 14 años. La cifra, con la excepción de 2015 (8), no ha dejado de aumentar desde que en 2011 se registrasen dos muertes por este motivo, el pico más bajo desde 1980, año del que datan los primeros registros del Instituto Nacional de Estadística. No obstante, y pese al notable incremento, las cifras están lejos de las que se manejaban a finales de los años ochenta y principios de los noventa, cuando en un solo año, 1986, llegaron a contabilizarse 28 suicidios en esta franja de edad.
Casos recientes de niños quitándose la vida han vuelto a poner sobre la mesa un tema tabú y muchas veces estigmatizado. También ha dejado en el aire una pregunta retórica que todos nos hacemos ante la imposibilidad de comprender que un menor de tan corta edad decida optar por este camino: ¿Por qué se suicida un niño?
“El triángulo más peligroso que hay para que un adolescente pueda tener ideaciones suicidas, según un estudio de la Comunidad de Madrid, es el que conforman los iguales, la pareja y la familia. No tiene por qué ser siempre así, pero el porcentaje más alto de intentos de suicidios coincidía con problemas en alguno de estos ámbitos. En el caso de niños de 10 o 12 años igual lo dejaría en dos causas: los problemas con iguales o con la familia. Seguramente sean los dos pilares básicos”, afirma Javier Jiménez Pietropaolo, psicólogo clínico y presidente de la Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio (AIPIS), que añade que, si bien el suicidio es multifactorial, “el desencadenante último suele tener que ver con los ámbitos en los que se mueve y que rodean al joven, pudiendo estos conllevar a desarrollar un trastorno psicológico”.
La doctora Azucena Díez, especialista del Departamento de Psiquiatría y Psicología Médica de la Clínica Universidad de Navarra y presidenta de la Sociedad de Psiquiatría Infantil de la Asociación Española de Pediatría, por su parte, remite a los estudios científicos, según los cuales más del 75% de las personas que se suicidan, incluidos menores, tienen una psicopatología, un diagnóstico psiquiátrico reconocido. “Y es muy probable que ese otro 25% restante no lo tenga diagnosticado, pero también lo padezca”, añade.
Afirma la experta en psiquiatría infantil que la enfermedad principal asociada al suicidio es, “con diferencia”, la depresión, una enfermedad que, sin embargo, nos cuesta asociar a un niño, por ejemplo, de 12 años, una edad en la que suponemos que todo es felicidad, ausencia de responsabilidades y diversión. La imagen que hemos creado de la infancia: “Asociamos las posibilidades de depresión con la garantía de bienestar social que tenga una determinada persona. Entonces uno puede entender una depresión, un trastorno adaptativo o un suicidio en una persona anciana, al final de la vida, que está sola; pero es más difícil entender que la vida de un niño de 12 años sea dura, que tenga un ambiente adverso”.
Factores ambientales
Sin embargo, la vida de un niño sí que puede ser dura. Y transcurrir en un ambiente adverso. No en vano, confirma Azucena Díez, los síntomas depresivos de muchos niños están muy relacionados con lo ambiental. Y dentro de lo ambiental, como explica la psiquiatra infantil, “hay asuntos muy serios como un maltrato, una situación de acoso, un abuso, una adversidad económica muy importante…”.
Javier Jiménez hace especial incidencia en el factor del acoso escolar, multiplicado hoy en su alcance y sus consecuencias por su versión online, el ciberacoso. Afirma el presidente de AIPIS que en la asociación cada vez reciben más consultas de padres vinculadas con este aspecto. “Hoy con las redes sociales el acoso es permanente. Son 24 horas al día, siete días a la semana, y esto es extremadamente lacerante. A lo mejor un niño puede tener empatía con otro al que tiene delante al ver el sufrimiento que le está causando, pero a través de Whatsapp es más difícil empatizar. Y el problema es que muchos niños no son capaces de salirse de esas redes y siguen aguantando el bullying durante mucho tiempo”, reflexiona.
Pero la depresión no solo deriva de estos factores ambientales. Hay niños que la padecen sin vivir una situación ambiental adversa ya que, según Díez, “la vulnerabilidad genética constituye un factor de riesgo, como demuestra el hecho de que la gran mayoría de los niños que tienen depresión, tienen padres o familiares que también la han padecido”. Se trata por tanto de niños más vulnerables, con cierta tendencia a distorsionar la realidad, a ver el mundo con lo que la presidenta de la Sociedad de Psiquiatría Infantil llama “gafas negras”, unas gafas que dotan al mundo de un halo de pesimismo y de negatividad: “Hay niños a los que cualquier estímulo ambiental, por ejemplo una broma o una comparación que a otro niño se le olvidarían a los tres segundos, se les hacen un mundo a consecuencia de esas distorsiones cognitivas”.
La importancia de una paternidad presente
Las probabilidades de suicidio se incrementan en la adolescencia y los primeros años de adultez (146 suicidios en 2016 de jóvenes entre los 15 y los 24 años), lo que hace que los padres estemos más atentos e incluso valoremos la posibilidad del suicidio como algo real. Sin embargo entre los 10 y los 14 años no pensamos en ello, dejando de esta forma a los niños, en cierto modo, más desprotegidos. Especialmente ahora, cuando según Azucena Díez existe una tendencia a que los roles de adolescentes se adelanten. “Los desarrollos puberales tienden a ser más precoces que antes. Todo ello, unido a la escasa supervisión familiar y que a un niño de 10 o 12 años le estamos adjudicando roles de adolescentes, como entrar a casa de forma independiente con su llave o tener un móvil sin supervisión donde pueden tener su vida secreta, puede llevar a que los padres infravaloren un determinado malestar”, argumenta la experta.
Lo cierto es que hoy, debido a la ausencia de conciliación y a la presencia permanente de los móviles y de las redes sociales en nuestras vidas, los padres estamos menos presentes en la vida de nuestros hijos y también nos comunicamos menos con ellos. Y aunque Díez matiza que “no se puede atribuir el auge de los suicidios al hecho de que los padres estén menos presentes y que los niños tengan un móvil”, sí que añade que existen estudios que demuestran “que la buena comunicación familiar y el hecho de que los padres pasen tiempo con sus hijos, es un factor protector de depresión, de ansiedad y de determinadas conductas alimentarias”. Por eso considera que lo mejor que pueden hacer los padres con carácter preventivo es “estar presentes”: “coincidir con ellos, hablarles, compartir experiencias... Todo ello favorece la comunicación. Y esto es válido para el suicidio, pero también para otros temas delicados, como las relaciones sexuales. Y a cualquier edad, ya que aunque en la adolescencia pueda parecer que rechazan estar con nosotros, sí quieren estarlo, aunque su forma de manifestarse sea gruñir o aparentemente rechazar la compañía de sus padres”.
A ese “estar” también se refiere Jiménez Pietropaolo, ya que la presencia activa permite apreciar con mayor facilidad “los cambios repentinos en el carácter” de nuestros hijos. Cambios que los lleven a mostrarse desesperanzados, tristes, apáticos, sin apetito o dispersos y que son “sintomatología propia de un trastorno depresivo”. Añade el presidente de AIPIS otros comportamientos que pueden hacer que sospechemos de que nuestro hijo tiene ideaciones suicidas, como el que hecho de que “empiece a regalar pertenencias suyas, aunque aparentemente no sean muy importantes, porque es una forma de despedida”; o el que haga preguntas recurrentes sobre su muerte como “Si yo no estuviese algún día, ¿qué pasaría?”. “Esas cosas nos deberían poner alerta”, afirma.
Llegados a ese punto ambos expertos insisten en la necesidad de romper con el tabú, con el mito de que hablar sobre la muerte y el suicidio alienta a la persona que esté barajando esta salida a llevarla a cabo. “En la última guía española para el tratamiento de la depresión ya se aconseja hacer preguntas acerca su prevención en las consultas de pediatría y en los colegios. Lo mismo habría que trasladarlo a la familia. Cuando uno ve a un hijo triste debe apagar el móvil, sentarse cara a cara y hablar. Los padres deberíamos tener menos pudor a la hora de preguntar a nuestros hijos. Aunque resulte difícil preguntarle a tu hijo si alguna vez ha pensado en morirse, con ese gesto ya se podría prevenir una muerte”, apunta Azucena Díez.
Su opinión la corrobora Javier Jiménez (“Preguntar no induce al suicidio, todo lo contrario, puede ayudar a prevenir”), que destaca también la importancia de la conversación padres-hijo, algo a lo que pueden ayudar guías para la prevención como la desarrollada por la Comunidad de Madrid; aunque concluye que una vez cumplida nuestra parte como progenitores “hay que dejar el tema en manos de expertos en salud mental y en conductas suicidas, que son los que deben hacer la parte más compleja del trabajo”.
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