Candidato Donald Trump: la resiliencia de un líder al que ni el descrédito ni las condenas hacen mella
El aspirante republicano ha convertido cada revés judicial, empresarial o mediático y las polémicas por insultos racistas en sus mítines en una oportunidad de oro para recaudar dinero y votos
Aunque lograra su propósito y fuera reelegido, Donald Trump volvería a la Casa Blanca con una espinita clavada. Nueva York, la ciudad de sus amores, la sede de su imperio, el banquillo en el que se le ha juzgado y condenado, le sigue viendo como un cuerpo, más que extraño, extemporáneo. El recelo quedó patente tras el mitin del republicano el domingo pasado en el Madison Square Garden, con el que pretendía poner un broche de oro a la campaña. La catarata de insultos racistas que desgranaron sus teloneros —una treintena, con Trump todo es a lo grande— le robó el show y el magnate, que se jacta de haber contribuido al fulgor de la ciudad que le desdeña, vio cómo el estruendo de la polémica acallaba su mensaje.
Lo describía bien a la salida del mitin Katherine, políticamente independiente: “Trump ha pasado toda su vida tratando de ser aceptado como un tipo rico y con clase en Nueva York. Le fastidia mucho que siempre lo hayan visto como lo que realmente es: un delincuente. Por eso se empeñó en dar un mitin aquí, pero ha salido escaldado”. Llamarle delincuente no es una exageración, solo una definición: es el primer exmandatario y candidato presidencial convicto desde que en mayo fuera declarado culpable de los 34 delitos que se le imputaban en el caso Stormy Daniels, el pago de dinero negro a la actriz porno para comprar su silencio por una aventura extramatrimonial.
Este es el personaje que el martes puede convertirse, de nuevo, en presidente de EE UU. El prototipo de triunfador en la hoguera de las vanidades de la Gran Manzana de los años ochenta y noventa, el showman que repartía carnés de perdedor —a su juicio, el peor de los insultos— entre los concursantes de su programa de telerrealidad El aprendiz, cuenta con el apoyo de aproximadamente la mitad del electorado, incluidos muchos hispanos, aun agraviados por el insulto a Puerto Rico que capitalizó los titulares del mitin (proferido por un cómico al que Trump aseguró después no conocer). El artífice de la transformación del viejo Partido Republicano en un movimiento a su imagen y semejanza sabe que desde 2016 casi cualquier cosa que diga o haga —los insultos, las amenazas, los amaños— le sale gratis.
Como gratis le ha salido, de momento, la cuenta de la justicia, a excepción de las millonarias sanciones impuestas en dos casos civiles: por acoso y difamación a la columnista E. Jean Carroll y por fraude empresarial, por los que fue condenado en 2023. El candidato republicano ha logrado que la sentencia del caso Stormy Daniels se aplace hasta después de las elecciones. Las otras dos imputaciones que pesan sobre él, por su papel en el asalto al Capitolio y el intento de pucherazo en Georgia —una tercera, por los papeles clasificados de Mar-a-Lago, fue más tarde desestimada por la jueza—, ni siquiera tienen fecha, ni es previsible que la tengan si es reelegido. En retrospectiva, también salió indemne de dos juicios políticos, o impeachment, el primero durante su mandato por la llamada trama rusa, el segundo recién salido de la Casa Blanca, en febrero de 2021, por incitar a la insurrección del Capitolio. Parece como si Trump tuviera la suerte —y un carísimo bufete de abogados— de cara.
La capacidad de convertir, cual bumerán, los reveses en oportunidades, mediante la siempre eficaz herramienta del victimismo, es una de sus características. “Si me hacen esto a mí, qué no os harán a vosotros”, dijo tras ser condenado en Nueva York. En el lenguaje de los votantes comunes, la traducción es clara: si esto le sucede a todo un expresidente, qué no puede pasarle a un obrero metalúrgico de Pensilvania, un jubilado de Florida o un granjero de Wisconsin, algunos de sus votantes tipo. La ofensiva judicial que ha afrontado en los últimos meses habría tumbado al político más bragado; a él, gracias a esa identificación personal con sus votantes, parece haberle dado alas, tanto en dólares —las cifras de recaudación de su campaña se disparaban tras cada imputación— como en intención de voto.
En su ficha biográfica hay detalles jugosos, por contradictorios. Nació en Queens (Nueva York) en junio de 1946, en una familia inmigrante de origen alemán apellidada Drumpf (as de la baraja, toda una premonición). Heredó de su padre un negocio inmobiliario —y algún que otro pufo— y sobre él edificó su emporio, la Organización Trump, su trampolín a la fama, la televisión y, por último, la política.
Pese a su discurso abiertamente xenófobo, en privado ha vivido rodeado de inmigrantes: su primera esposa, Ivana, y la tercera y actual, Melania. Su tumultuosa vida privada, y sus líos de alcoba —con la actriz porno Daniels y una exmodelo cuyo silencio también compró— discurría en secreto al amparo de una imagen intachable forjada entre las páginas salmón y las del papel cuché. A los viñedos, campos de golf, hoteles y promociones residenciales que, entre otros activos, han constituido el núcleo de operaciones de su emporio, quiso añadir la honorabilidad del conocimiento al lanzar la Trump University. Pero el centro fue denunciado por la ciudad de Nueva York por expedir títulos no homologados. En 2018, ya en la Casa Blanca, acabó pagando 25 millones de dólares a los estafados estudiantes. Otra vez la piedra en el zapato de Nueva York, el escenario repetido de su ascenso y su caída. Y de su resurrección cuando todos le daban por perdedor.
Las vicisitudes de esta extraña campaña han proyectado una versión corregida y aumentada de Trump: primero, por simultanear durante meses su actividad política y las largas vistas judiciales; segundo, porque a su condición de víctima de la justicia, como suele presentarse, añade el halo de superviviente de los dos atentados perpetrados contra él, en julio y septiembre. No pocos votantes vieron la intervención divina en la salvación de Trump, la baraka. La guinda para los más crédulos de sus votantes.
En 2016, contra todo pronóstico —de los sondeos y de la opinión pública, que le miraba por encima del hombro—, llegó a la Casa Blanca surfeando el escándalo de la difusión de un audio en el que se jactaba de poder magrear a las mujeres por ser famoso, por lo que es probable que el episodio de Puerto Rico del mitin de Nueva York no le haga ni siquiera mella. No es más que otra muesca del Trump faltón de siempre, del matón de la clase: el mismo que en la campaña de 2016 criminalizó a los mexicanos llamándoles bad hombres, en esta ha asegurado que los extranjeros contaminan la sangre de EE UU.
Referirse al rosario de insultos contra minorías del mitin del Madison como “festival del amor” es una gota más en un vaso de insolencia que nunca acaba de colmarse: abundan los ejemplos, pero ninguno más grave que calificar a los demócratas de “enemigo interno” contra el que se dice dispuesto a recurrir al Ejército. Si acaso, aquella dudosa chanza en la que amenazó con “ser un dictador, pero solo el primer día” si vuelve a la Casa Blanca.
La amenaza de que la figura más divisiva de la historia reciente de EE UU salde agravios personales con esos enemigos internos desde el Despacho Oval ha alarmado tanto a algunos de sus antiguos asesores que lo han calificado de fascista. Su rival, Kamala Harris, ha coincidido en dos ocasiones, sin pronunciar el adjetivo, en que es esa la ideología que le describe. Los críticos de Trump advierten que las barreras que lo mantuvieron a raya —asesores y funcionarios que ignoraron órdenes potencialmente ilegales o lo alejaron de ideas problemáticas— brillarán por su ausencia en un segundo mandato, mientras su equipo de transición estudia cómo dinamitar las instituciones. Si se sustancia el anuncio del excandidato independiente y conspicuo antivacunas Robert F. Kennedy de que Trump le ha prometido las competencias de Sanidad si es reelegido, no será una demolición, sino una voladura descontrolada.
Porque sobre las elecciones del martes planea el elemento más definitorio de su carrera política, así como del mal perder del personaje: su negativa a aceptar la derrota en noviembre de 2020; su denuncia, espuria, de que le robaron la victoria y la incitación a sus partidarios para que tomaran el Capitolio por la fuerza y frustraran el habitualmente tranquilo traspaso de poder en la Casa Blanca. De aquel intento de golpe de Estado —que le costó la retirada de su nombre de varios edificios de Nueva York, para no verse contaminados por el oprobio—, agita ahora el fantasma del caos si el resultado electoral le es adverso. Cómo alguien tan desacreditado, que instigó una insurrección y puso al borde del abismo a un país del que declara sentirse gran patriota, goza del apoyo de la mitad del electorado seguirá siendo no la pregunta, sino la respuesta del millón.
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