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Un hospital a prueba de bombas en el frente de Pokrovsk

El ejército de Ucrania construye clínicas a varios metros bajo tierra para atender de forma más segura a militares evacuados del campo de batalla

Guerra Ucrania
Luis de Vega

Aviones rusos descargan tres bombas guiadas sobre el hospital militar ucranio construido a siete metros bajo tierra en el frente de Pokrovsk, en el este del país. Las instalaciones, inauguradas el pasado verano, cumplen su misión y quedan intactas, pero el ataque, ocurrido a finales de septiembre, acaba con la vida de Stanislav, un anestesista de 32 años. El cigarrillo que salió a fumar a la superficie resulta mortal. El ejército trata de mantener oculta la localización de estos centros financiados por el empresario más rico del país, Rinat Ajmétov, que funcionan como puntos de evacuación y estabilización de soldados heridos. El goteo de entradas es incesante durante las 24 horas, por eso “los rusos saben perfectamente” dónde están, reconoce Roman Kuziv, de 36 años y comandante de las Fuerzas Médicas. El trasiego de vehículos y la constante vigilancia mediante drones hace que ambos contendientes se sigan de cerca.

La evolución de la guerra ha llevado a que los aparatos no tripulados ganen protagonismo tanto en acciones de ataque como de inteligencia. Eso ha tenido también un impacto en las víctimas. Si hace dos años llegaba a estos centros sanitarios un alto porcentaje de heridos por culpa de las minas antipersona, ahora más de la mitad de los heridos se producen por drones, seguidos de artillería o bombas aéreas, frente a solo un 2% por herida de bala, detalla Kuziv. Lo corrobora Ievgenii (no da su apellido), de 35 años, cirujano y jefe del hospital subterráneo, poco antes de que la rampa de una treintena de metros que desciende hacia las instalaciones en el subsuelo vea entrar a tres nuevos heridos.

Son los números 12, 13 y 14 de esa jornada. Los marcan con rotulador sobre un esparadrapo que les pegan en lugar visible mientras sus pertenencias y uniformes ―a menudo hay que rasgarlos con tijeras para que puedan ser atendidos― se guardan en sacos que se les devuelven al salir de las instalaciones. Al mismo tiempo, los datos de cada paciente son anotados en tabletas electrónicas en un ritual que la veintena larga de empleados tiene bien aprendido. Algunos de los militares gritan y se quejan, otros, casi inconscientes, no tienen fuerza. Les toman muestras de sangre que se analizan sobre la marcha o les realizan radiografías. Si es necesario, son intervenidos rápidamente. No hay pérdida de tiempo.

El más grave de los tres, el identificado con el número 14, sufre una herida importante en el interior del brazo izquierdo junto a la axila con fractura del húmero, precisamente por el impacto de un dron. Tiene, además, impactos de metralla en diferentes partes del cuerpo. Pronto, una decena de sanitarios lo rodean sobre la camilla para estabilizarlo. “Le hemos salvado el brazo empalmando las arterias con unos tubos de plástico para que llegue bien al hospital” de la ciudad de Dnipró, a unas dos horas en coche, señala al rato el cirujano jefe. Añade que el soldado ha perdido bastante sangre hasta que ha podido ser evacuado, pese al torniquete que traía colocado.

Durante un receso, Ievgenii recuerda casos que le han tocado la fibra y nunca podrá olvidar, como los pacientes que se le han muerto entre las manos. Pese a todo, este facultativo, que dio el salto a la medicina militar tras alistarse 2022, asegura que “nunca” ha pensado “en dejar de ser cirujano”. “Esta es mi vida”, subraya. Eso sí, reconoce que estos tres años y medio han hecho de él una persona “más fría” y que trabaja “más en automático”.

Durante la guerra, los primeros que realizan sobre el terreno una atención lo más inmediata posible son los médicos de combate que acompañan a los militares. Pero “evacuar heridos desde el frente sigue siendo un problema”, comenta Kuziv, que agrega que “hay además muchos heridos que se producen entrando y saliendo de posiciones” por la actividad de los drones, que han ensanchado en gran medida lo que se conoce como kill zone (zona de máximo peligro o de riesgo de muerte). Sacar a las víctimas de primera línea es a veces complicado y puede llevar horas o incluso días, pese a que de ello depende que se le pueda salvar la vida.

Los heridos 12 y 13 se han producido precisamente en esas circunstancias, como explica el segundo de ellos, Serguéi, de 25 años. Sentado en una silla de ruedas con la pierna escayolada, cuenta tras ser atendido que un disparo de artillería les alcanzó en un vehículo cerca de la disputada ciudad de Pokrovsk cuando estaban realizando una rotación de personal y, a la vez, evacuando al herido 12, con una lesión en la mano.

Los ataques con drones han cambiado la atención a las víctimas sobre el terreno, pero también la forma como los propios militares se despliegan en el campo de batalla. Ahora lo hacen en grupos más pequeños y dispersos, lo que hace que los médicos de combate no puedan estar con cada uno de ellos, afirma Kuziv. Por eso, entiende que hay que ampliar la formación médica o de primeros auxilios de los soldados. Al mismo tiempo, los sanitarios tienen que adaptarse a curar menos heridas de bala y más impacto de drones. “Es una estupidez enseñarles solo a matar y no a salvar vidas”, argumenta el comandante.

Kuziv, facultativo del ejército desde hace ocho años, está detrás de la idea de construir estas clínicas subterráneas, de las que ya hay dos. Además, desde que Rusia lanzó la gran invasión en 2022 ha ideado un sistema de comunicación actualizado a través de tablets al instante. Saca del bolsillo su móvil y muestra todo un listado de heridos, lugares a los que han sido evacuados, horas de traslado… Esto le ha llevado al final a convertirse en el responsable médico de las cinco regiones del este: Járkov, Lugansk, Donetsk, Zaporiyia y Dnipró. En estos momentos tiene a su cargo 10.000 efectivos y un centenar de puntos de estabilización de heridos. Su vida es un constante ir y venir sobre el terreno a bordo de un coche blindado y suele cambiar con frecuencia de residencia.

“Mi gente tiene que trabajar bien”, comenta Kuziv durante una visita a las instalaciones del hospital, una fortaleza de vigas de madera de 350 metros cuadrados. Está dotado con siete salidas de emergencia hacia la superficie y un sistema de agua que se extrae de un pozo a 37 metros de profundidad. El personal permanente entre médicos, enfermeros, conductores y seguridad es de unas 25 personas. Kuziv muestra los baños, las duchas, las literas en las que duerme el personal, la zona de café y el comedor… Todo antes de llegar a los quirófanos en medio de una construcción de troncos de pino. Un equipo de una veintena de trabajadores dedicó dos meses para montar el centro. “Si tengo todo lo necesario disponible a nivel de maquinaria, organizo tres turnos a lo largo de 24 horas y en una semana o diez días somos capaces de terminar una de estas clínicas”, asegura el comandante médico.

En la sala de recepción, una pantalla permite observar la llegada de vehículos a la superficie. Otra, de la que no quita ojo el responsable de seguridad, presenta un mapa de la zona tanto controlada por Ucrania como por Rusia en la que aparecen todos los movimientos de drones del invasor. “Hemos llegado a atender a un centenar de personas en un solo día y podemos absorber hasta 150”, añade orgulloso. Las instalaciones las ha financiado Metinvest, el mayor grupo empresarial de Ucrania, cuyo mayor accionista es Ajmétov. El coste, sin contar los equipos, es de unos 12 millones de grivnas (unos 250.000 euros), “nada comparado con la vida de un soldado”, concluye Kuziv.

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Sobre la firma

Luis de Vega
Ha trabajado como periodista y fotógrafo en más de 30 países durante 25 años. Llegó a la sección de Internacional de EL PAÍS tras reportear en la sección de Madrid. Antes trabajó en el diario Abc, donde entre otras cosas fue corresponsal en el norte de África. En 2024 ganó el Premio Cirilo Rodríguez para corresponsales y enviados especiales.
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