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La guerra les cambió la vida: de dirigir un colegio a cocinar para los soldados

La historia de cuatro ucranios que dejaron sus trabajos para luchar contra el invasor ruso muestra un país movilizado con su ejército en las calles y en las trincheras

Fábrica de Kiev donde se elaboran chalecos y material militar de forma gratuita para el ejército ucranio.Foto: OLEKSANDR RATUSHNIA | Vídeo: EPV
Jacobo García (enviado especial)

Ninguno intuía que una decisión tomada a 888 kilómetros, los que separan Moscú de Kiev, alteraría tanto sus vidas. No se trata de una subida de la gasolina, el cierre de supermercados o un par de puentes destruidos. Sin trabajo y con el corazón encogido por las noticias que llegan del frente de la guerra de Ucrania y por el miedo que pasaron metidos en un refugio, un fabricante de piraguas, un actor de teatro, la directora de un colegio y una maestra de infantil han cambiado radicalmente de oficio desde el inicio de la invasión. Volcados en ayudar a su ejército, ahora se dedican a fabricar chalecos militares, organizar las donaciones, cocinar para los soldados o elaborar telas de camuflaje para tratar de equipar a cientos de miles de militares y voluntarios.

Las suyas son historias como las de casi 44 millones de ucranios, cuya vida cambió radicalmente el 24 de febrero, cuando el presidente ruso, Vladímir Putin, inició el ataque a Ucrania. Pendientes de las noticias, las redes sociales o la aplicación de su teléfono que avisa sobre el comienzo de la alerta antiaérea, una frase de Napoleón parece contagiar la vida del país entre aquellos que ven el frente por televisión, pero se sienten parte de la retaguardia: “Quien no da de comer a su ejército, dará de comer a su enemigo”. Todos ellos han dejado sus profesiones sin fecha de vuelta, una señal de que la guerra ha llegado a Ucrania para quedarse una larga temporada.

Konstantin Abramov (44 años), que era fabricante de piraguas y organizador de viajes de aventuras, el 28 de abril en el taller donde ahora elabora material militar.
Konstantin Abramov (44 años), que era fabricante de piraguas y organizador de viajes de aventuras, el 28 de abril en el taller donde ahora elabora material militar.Oleksandr Ratushniak

Konstantin Abramov, de las piraguas a los chalecos para soldados: “Mi padre me dijo que era más útil en la fábrica que en el frente”

Hasta los primeros días de abril, Konstantin Abramov (44 años) organizaba viajes de aventura por todo el mundo y era un exitoso fabricante de kayaks. Había conseguido la patente de algo novedoso, una piragua que se desmonta y cabe en una bolsa de deportes. Gracias a su profesión, organizaba viajes en ríos y glaciares por Chile o Groenlandia con clientes de toda Europa. Hasta que llegó la guerra y los proyectiles comenzaron a caer cerca de su fábrica. Por aquel entonces, tenía 20 trabajadores, pero poco a poco dejaron de ir a trabajar. “Unos se fueron del país, otros no tenían cómo llegar y otros más tenían demasiados problemas en su vida como para llegar a la fábrica”, explica. Su recuerdo más oscuro es de cuando tuvo que sacar la maquinaria de la fábrica mientras sonaban los proyectiles y la alerta antiaérea. Fue el día en el que dijo “basta ya” y detuvo su producción.

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Como muchos hombres ucranios, lo primero que hizo fue subir a sus dos hijas y a su esposa a un tren. Después llamó a un amigo militar y le preguntó: “¿Qué puedo hacer?”. Muchos ucranios reconocen en voz baja que había que vestir a un ejército mal equipado y a los 200.000 hombres que se unieron de forma voluntaria. “Nos hacen falta chalecos antibalas y chalecos para llevar las municiones, las armas, los walkie-talkies...”, contestó su amigo. Abramov logró entonces el modelo que utiliza la OTAN y sacó el patrón. Puso un anuncio en Facebook y rápidamente se unieron decenas de mujeres que, en cuestión de días, comenzaron a trabajar en un local prestado donde se elabora el modelo que hoy le llena de orgullo.

¿Pensó en alistarse? “Sí, pero soy hijo y nieto de militares. Mi padre me tomó del brazo y me dijo: la guerra es una cosa muy seria y no durarás más de cinco minutos. Serás más útil en otro lado”, responde el hombre que ayuda a vestirse a un ejército con más entusiasmo que medios.

Baitler Yujim (37 años), actor de teatro, el 27 de abril en la ONG a la que se ha unido para canalizar la ayuda a las tropas ucranias.
Baitler Yujim (37 años), actor de teatro, el 27 de abril en la ONG a la que se ha unido para canalizar la ayuda a las tropas ucranias.Oleksandr Ratushniak

Baitler Yujim, de actor de teatro a organizar ayuda: “La guerra es catártica. Moviliza a la gente”

Hasta el 24 de febrero, Baitler Yujim, de 37 años, era uno más de los actores de la escena alternativa que animaban la intensa vida cultural de Kiev, una capital con más de 60 teatros. Pero el día que empezaron a sonar los misiles se detuvo todo: el arte, la cultura, los actores, los tramoyistas, iluminadores... Todo. Yujim se acercó entonces a la organización La Jauría, fundada por algunos de los jóvenes que protagonizaron el Euromaidán de 2014, el movimiento sofocado a tiros desde el poder y que exigía en las calles una Ucrania más europea y menos rusa.

Aquel ilusionante movimiento, que terminó con la muerte de más de un centenar de personas, siguió en pie canalizando las ayudas de la sociedad civil a su ejército, que a partir de ese año empezó a luchar contra los separatistas prorrusos de la región oriental de Donbás. Hasta finales de febrero, los ucranios de las grandes ciudades veían esa guerra como algo que sucedía en provincias remotas en medio de una apatía bastante generalizada. Un problema enquistado que nadie sabía cómo resolver. Todo aquello cambió cuando Putin decidió dar un paso más allá y extender el conflicto a todo el país. Hasta en la capital se sintió el impacto de los misiles, los dos últimos el jueves contra una zona residencial.

Desde entonces, Yujim pasa 10 horas diarias en un almacén de Lukianivka, un barrio de Kiev junto a la vanguardia cultural y alternativa de Ucrania. Su grupo de voluntarios incluye a músicos, actores, diseñadores gráficos, informáticos o a Anastasia, una prometedora directora de cine que ha interrumpido la grabación de su última película. Todos ellos dedican muchas horas al día a recibir, clasificar y enviar al frente cajas de ropa, medicamentos o alimentos. “La guerra tiene algo de catártico, mueve a mucha gente que no se había movilizado por nada”, dice entre jóvenes que van y vienen sin descanso.

Desde que comenzó la guerra, Yujim ha dejado los escenarios. Ahora clasifica guantes, ordena pasamontañas, compra botas de montaña o completa kits de primeros auxilios. “Los torniquetes chinos no sirven”, dice junto a las estanterías del almacén mientras embala medicamentos con todo lo que un soldado debe tener en el frente. De los 2.500 voluntarios, hay más de 300 conductores que han puesto al servicio de la asociación sus coches para llevar cada día nuevas cajas de material a los puntos calientes del país.

¿Por qué haces esto? “Por patriotismo”. ¿Odias a los rusos? “Nada que se haga con odio sale bien”, responde.

Kristina Bessolova (37 años), directora de un colegio en Vishgoro (afueras de Kiev), en un aula que sirve ahora de almacén.
Kristina Bessolova (37 años), directora de un colegio en Vishgoro (afueras de Kiev), en un aula que sirve ahora de almacén.Oleksandr Ratushniak

Kristina Bessolova, de directora de colegio a cocinera para el frente: “Ahora, las aulas sirven para almacenar los alimentos”

Kristina Bessolova jamás pensó que en solo dos meses dejaría de dar de comer a sus alumnos para hacerlo a los soldados de su ejército. Hasta entonces, esta mujer de 37 años dirigía un colegio con más de 150 niños en Vishgoro, a una hora de Kiev. Ahora prepara 600 raciones diarias para el frente. Hoy hay sopa y carne de cerdo en salsa.

El colegio respira silencio desde que el 90% de los niños dejó de venir y solo siete mantienen la rutina de acudir al aula. “El resto se fue a su pueblo o del país. Incluso hay cuatro alumnos que están en España con sus familias”, dice Bessolova. Lo mismo sucede con los profesores. De los 35 que había, apenas quedan dos que llegan regularmente. “Ahora las aulas sirven para almacenar los alimentos. Y el gimnasio es el almacén de patatas, porque es la zona más fresca”, dice abatida mientras abre puertas de clases vacías o un comedor desolado al que solo llegan las cocineras.

“Los niños están nerviosos y tristes. Saben que faltan sus compañeros, y aunque tratamos de no hablar demasiado sobre lo que está pasando, son ellos los que nos preguntan sobre la guerra o quieren cantar las canciones patrióticas que oyen en casa y en la televisión”, explica. “La pandemia nos ayudó a estar preparados y hemos podido continuar las clases a distancia”, dice en un edificio con eco en el que los únicos alumnos son sus hijos. “Todo esto ha creado una nueva generación con una conciencia distinta. Antes todo parecía dado y heredado. Que nos lo merecíamos por el hecho de nacer aquí. Pero ahora saldrán sabiendo que hay que pelear por cada cosa que tenemos”, explica en un despacho frío y silencioso donde los dibujos infantiles se combinan con las banderas azul y amarillo.

“No me imaginaba hace tres meses que estaría haciendo comidas para soldados y no para niños, pero es lo que nos toca hacer a quienes estamos aquí”, concluye.

Olena Rohovenko (63 años), profesora en una guardería, en el garaje a las afueras de Kiev donde se tejen redes de camuflaje para tanques e instalaciones militares.
Olena Rohovenko (63 años), profesora en una guardería, en el garaje a las afueras de Kiev donde se tejen redes de camuflaje para tanques e instalaciones militares.Oleksandr Ratushniak

Olena Rohovenko, de profesora de infantil a tejer redes para camuflaje: “Ya dijo Napoleón que quien no da de comer a su ejército, dará de comer a su enemigo”

Es raro detenerse junto a uno de los cientos de puntos de control que hay en la capital ucrania y no encontrarse con un tanque o una trinchera cubierta por las redes de Olena Rohovenko y sus amigas. Y ella no puede estar más orgullosa. Hasta el 24 de febrero, esta mujer de 63 años ejercía como maestra de infantil en Kiev. Tenía la costumbre de leer poesía a los niños, llevarlos a museos poco habituales o contarles fábulas que dejaban con la boca abierta a los pequeños. Pero el día que todo cambió se hizo urgente ocultar en cuestión de horas la artillería, los edificios oficiales y las barricadas que los proyectiles rusos estaban destrozando.

Un grupo de mujeres que había creado la asociación Bereginia (amparo), de apoyo a los militares de la guerra de Donbás, comenzó entonces a tejer sin descanso redes de camuflaje en un garaje de las afueras de la capital. Esposas de pescadores, desplazadas de las zonas castigadas o madres de soldados, desde entonces han fabricado casi 200 redes de camuflaje formadas por cientos de pequeños trozos de tela que sirven para ocultar cualquier objeto visto desde arriba. Entre risas, cánticos, algún rezo y buen humor, las mujeres de Vishgoro se reparten un trabajo muy exigente.

La cadena de montaje se ha distribuido de tal manera que un grupo recibe las telas y ropas de las donaciones. Tras separarlas, a un lado colocan el forro, en otro las cremalleras, en otro los adornos de pelo sintético y más allá los que tienen colores que son desechados. Acto seguido, otro grupo, tijera en mano, trocea las telas en pequeños rectángulos. Y un tercer grupo, con gran paciencia, los anuda uno a uno en los orificios del nailon. “Tenemos tecnologías patentadas”, bromea Rohovenko sobre el tipo de nudo o color que viste cada lona: “Así que cuando voy por la ciudad sé perfectamente cuándo ha salido de este taller”. “Para las mallas de camuflaje se utiliza material no inflamable y colores ocres, marrones o negro, pero para las zonas de frío y nieve se hacen en colores blancos”, aclara.

“Esta vez nos dimos cuenta de que había una guerra de verdad. Por suerte no llegaron a entrar los rusos en Kiev, pero toca estar organizados”. “Quien no da de comer a su ejército, dará de comer a su enemigo”, dijo Napoleón y lo repite Olena con las gafas a media nariz y un puñado de retales en la mano.

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Sobre la firma

Jacobo García (enviado especial)
Antes de llegar a la redacción de EL PAÍS en Madrid fue corresponsal en México, Centroamérica y Caribe durante más de 20 años. Ha trabajado en El Mundo y la agencia Associated Press en Colombia. Editor Premio Gabo’17 en Innovación y Premio Gabo’21 a la mejor cobertura. Ganador True Story Award 20/21.

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