Más pobres, más traumatizados y de más lejos: la metamorfosis del éxodo ucranio
El perfil de los refugiados ha ido cambiando con el paso de las semanas. Huyen bastantes menos, pero han sufrido directamente los bombardeos y el impacto de la guerra
Cuatro días después de comenzar la guerra, Viktoria Zelenina, de 27 años, cruzaba de Ucrania a Rumania por el paso fronterizo de Siret con un abrigo de estilo francés, un bolso de marca y una manicura impecable. “Amo mi país, no quería dejarlo, pero en esta situación teníamos que decidir”, lamentaba. Era parte de una riada de refugiados ucranios, casi todos mujeres con hijos, que llegaban en su propio coche ―o a los que acercaban hasta el atasco en la frontera― desde ciudades cercanas que no habían sido bombardeadas, como Chernivtsi o Ivano-Frankivsk. Las tropas rusas avanzaban entonces rápido y se veían evacuaciones colectivas organizadas por empresas (cuyos empleados pasarían a teletrabajar desde Bucarest), Embajadas o redes de apoyo, como las de estudiantes extranjeros, judíos ucranios fletados a Israel o fieles de algunas iglesias. No huían de la guerra en sí misma, sino de un país en guerra, y las marcas de sus ropas, coches y maletas denotaban que, en bastantes casos, eran de los primeros en escapar porque podían. Con más contactos, habilidades digitales y lenguas extranjeras, la mayoría tenía claro al menos su próximo paso.
Un mes más tarde y con casi uno de cada cuatro ucranios desplazados de sus hogares por la guerra, Liudmila Yulinska, de 60 años, toma té en vaso de cartón en una carpa frente a la estación central de tren de Varsovia en la que los refugiados pueden comer gratis. Viene de las afueras de la ciudad de Horlivka, en el Donbás, la parte oriental de Ucrania inmersa desde 2014 en una guerra que ha causado más de 14.000 muertos. Una ofensiva de las fuerzas ucranias a principios de marzo para recuperar su ciudad, situada en la provincia separatista de Donetsk y en manos rusas desde 2014, puso de nuevo su casa en medio del fuego cruzado. “Para nosotros era normal escuchar disparos, porque no conocemos otra vida. Pero ahora mismo no hay un solo sitio en el que sentirse seguro allí”, asegura.
Tanto ella como su marido y sus tres hijos ―obligados a permanecer en Ucrania por la ley marcial― trabajaban en una de las 121 minas de carbón (solo un tercio de ellas controladas por Ucrania) que hoy pugnan por permanecer abiertas en Donetsk, sinónimo de minería e industria en la época soviética. “La mina es muy peligrosa y ahora mismo allí no funcionan ni las ambulancias para lo que no sea la guerra”, justifica nerviosa por su madre, que se ha quedado en Donetsk, y su casa, que teme encontrar destruida. Ha venido con su hija, recién empleada en un hotel-restaurante, y las acoge temporalmente una familia polaca que no conocían. “Para mí es tan difícil encontrar trabajo aquí con 60 años… Pero al menos tenemos salud. Y tranquilidad”, resume.
Las historias de Zeleniza y Yulinska simbolizan cómo el éxodo ucranio, el mayor en Europa desde la II Guerra Mundial, ha ido mudando de piel en 40 días de guerra en línea con anteriores crisis de refugiados. Grosso modo, los ucranios (mujeres y niños en un 90%) llegan hoy de zonas más castigadas por las Fuerzas Armadas rusas, desde más lejos y con menos dinero y contactos para desenvolverse en su repentina nueva vida. En las estaciones de trenes y autobuses, en los centros de recepción de refugiados o en los pasos fronterizos se ven con más frecuencia ahora colectivos vulnerables como grupos de romaníes, personas en silla de ruedas o con discapacidad o ancianos con dificultades para moverse.
Los atascos de hasta 30 kilómetros que se formaron en los primeros días a la entrada del puesto fronterizo con Polonia de Shehyni tenían algo de engañoso. No era entonces cuando más ucranios huían, sino más tarde, cuando se recrudecieron los bombardeos en zonas civiles y los trenes y autobuses llegaban a la frontera (o la cruzaban) a reventar. El pico fue el 6 de marzo, con 200.000 salidas. Desde entonces han ido descendiendo hasta estabilizarse últimamente en las 40.000 diarias, en parte a causa del repliegue ruso, del respiro que vive Kiev e, importante, de las trabas para escapar que aún sufren hasta 13 millones de personas, según la ONU.
Rafal Trzaskowski es el alcalde de la ciudad europea con más refugiados ucranios, Varsovia, unos 300.000, así que ha ido viendo cómo cambiaban su perfil y necesidades. “Al principio tenían un plan, y familiares o amigos, o estaban en contacto con gente que quería acogerlos. Solo unos centenares se quedaban a hablar con nosotros. El resto desaparecía o seguía hacia Berlín. No estaban traumatizados por la guerra en sí misma, sino por huir de su país, como todo el mundo lo estaría, pero no estaban escapando de las bombas. Y algunos traían dinero”, explica en una entrevista en el Ayuntamiento. “Ahora huyen más de las bombas, sin dinero, de Mariupol, Járkov, Odesa… y cada vez más del este. La gente que venía al principio estaba más en contacto con el mundo, así que confiaba más; ahora recibimos gente que no confía tanto en las autoridades públicas”.
La agencia de la ONU encargada de los refugiados, ACNUR, percibe un patrón similar: una primera ola de ucranios en la que “era más probable que supiesen adónde iban y tuviesen los medios para llegar allá” y, con el paso de las semanas, “más personas sin plan ni lugar al que ir y, en muchos casos, con menos medios”. “Muchos parecen más traumatizados y desorientados, probablemente por haber vivido más directamente el impacto de la guerra y llegar a comunidades de acogida ya sobrepasadas”, explica su portavoz Matt Saltmarsh.
“Las madres llegan cansadísimas; los adolescentes, algo traumatizados; y los niños, jugando porque no se enteran muy bien de la película […] Se nota que han metido todo a toda prisa y a veces no llevan ni maleta, solo bolsas de plástico”, explica Kristo Kaljuvee, voluntario estonio de 35 años en el enorme centro de congresos Ptak, a las afueras de la capital polaca, parcialmente dedicado a acoger refugiados y organizar su transporte a otras partes de Europa. Y necesitan trabajar: “Es muy difícil que lo primero por lo que pregunten no sean las posibilidades de trabajo y, luego, la escuela para los niños”. Anastasia Pustovalova, una joven de la asediada Mariupol que residía en Estonia cuando comenzó la guerra y ha venido a ayudar, cuenta que algunos habitantes de la ciudad allí albergados tuvieron que andar 30 kilómetros para escapar.
Entre los que han vivido la guerra más de cerca está Angelika Dremliuna, de 29 años. Fue esquivando alarmas antiaéreas de ciudad en ciudad ucrania hasta acabar en la plaza Chopin de Varsovia, donde se manifiesta con su amiga Anna Popkova y otras decenas de ucranios frente a la Embajada de Hungría, el país de la UE con una postura más tibia ante Rusia. Cuenta que vivía en Kiev el 24 de febrero, cuando comenzó la invasión. Esa misma madrugada corrió en coche a una gasolinera con la intención de salir del país, pero la enorme cola para repostar y la que se empezaba a formar a la salida de la ciudad le hicieron temer quedarse varada en medio de la carretera. “No tengo experiencia en la guerra, así que no sabía cómo actuar, pero entendía que, al ser la capital, iban a querer tomarla y derribar el Gobierno”, explica ataviada con una diadema de flores con el azul y amarillo de la bandera de su país.
Al día siguiente, cuando la Fuerza Aérea rusa bombardeó la urbe, eligió huir a su localidad natal, Kropivnitski, porque “está justo en el centro [del país] y no tiene bases militares cerca”. La situación era allí más tranquila, pero el sonido de las sirenas antiaéreas, el empuje ruso por el sur y las historias que contaban los desplazados de Járkov (“ahora está lleno de gente de Mariupol”, matiza) le llevaron a entender en los días siguientes que tampoco allí estaba segura. También su amiga Popkova estaba asustada: “Cada vez que sonaban las sirenas bajaba al refugio. No me atrevía ni a ducharme”. A Dremliuna su hermano le avisó el 8 de marzo de que en hora y media salía un tren hacia Lviv. “Hablamos ―dice señalando a su amiga―, cogimos una maleta pequeña y fuimos a la estación. Tardamos 18 horas en llegar y otras 13 en cruzar. Todo el mundo en el tren apagó el móvil porque teníamos miedo de que la señal diese pistas a los rusos”, recuerda.
Popkova ―de 31 años, envuelta en la bandera ucrania y con las uñas pintadas de azul y amarillo― mandó una semana más tarde un mensaje de texto a su exnovio, que está combatiendo en Mariupol. Aún no le figura como recibido. Ella acaba de pedir asilo en Canadá. Su amiga duda qué hacer. Al marcharse, terminada ya la protesta, quedan frente a la Embajada decenas de zapatos y velas que simbolizan el éxodo ucranio y un cartel dirigido al primer ministro húngaro, Viktor Orbán: “Es hora de decidir con quién estás”.
Por las mismas fechas en las que estas dos amigas cruzaban en tren a Polonia, un anciano con bastón se esforzaba por alcanzar a otros 25 ucranios que lo hacían a pie, de noche y con temperaturas bajo cero por el puesto fronterizo de Dolhobyczow-Uhryniv, 140 kilómetros más al norte. Hablaban por lo general en ruso, más extendido en la mitad oriental del país, y sus teléfonos móviles parecían antiguos. Muchas maletas eran de piel deteriorada, sin ruedas, e iban acompañadas de bolsas de supermercado de plástico o rafia repletas y con las asas anudadas.
Media hora antes, Natalya Duk les había ofrecido café en el lado ucranio del paso. Guiada por su fe pentecostalista, se plantó allí desde la cercana Chervonograd el mismo día que empezó la guerra. Se instaló en una humilde autocaravana con su marido, su cuñado y sus dos hijos frente al puesto fronterizo para ayudar a quienes cruzan y no se movieron desde entonces. “Los primeros días era más gente con dinero y en sus propios coches, ahora es más gente pobre que viene del este del país. Vienen con hambre, así que les damos de comer. Y están asustados, todavía con la tensión de que están estallando bombas en sus lugares. Ahora hay más gente que no sabe dónde va”, asegura. Cuenta que suelen llegar desde Járkov, Mariupol, Kiev, Odesa “y hasta Lugansk”, la otra provincia separatista prorrusa, junto a Donetsk. Ese mismo día pasaron tres autobuses procedentes de la castigada Sumi, ya muy cerca de Rusia, agrega en una carpa calentada con una antigua caldera de leña. Está pensada sobre todo para que los hombres que han llevado a sus familiares hasta la frontera puedan entrar en calor y tomar un café antes de dar media vuelta, en algunos casos para combatir. Es un lugar de abrazos, besos, ojos enrojecidos y llamadas de despedida.
Justo de Odesa procede Kate Glukova. Tiene 21 años, lleva dos semanas en Polonia y acompaña a una amiga en la espera de un tren en la estación central de Varsovia. “Mis padres me dijeron ‘hija, vete ahora; luego va a ser más difícil”, relata mientras juguetea con una chapa en su jersey con el lema Wolna Ukraina (Ucrania libre). “Ahora no es tan peligroso, pero en su momento lo era. Recuerdo las explosiones. Nos despertábamos varias veces por la noche y teníamos que bajar todo el tiempo al refugio”.
También el iraní Mohammad Javad Abjaushak (estudiante de medicina y fotoperiodista) y su esposa ucrania Natalia, enfermera, de 25 y 28 años respectivamente, se cansaron de esperar a que la situación mejorara. La noche que estalló la guerra huyeron de Kiev a la casa de la familia de Natalia en Jmelnitski, en el sudoeste. Natalia se quedó allí mientras él iba y volvía con cajas. “Iba viendo cómo la situación en Kiev se deterioraba y sentí que solo podía ir a peor”, explica recién llegado a Varsovia, antes de empalmar hacia Alemania, donde tiene amigos. “No sabemos nada sobre nuestro futuro ni lo que sucederá la próxima semana. Aquí [en Polonia] al menos no hemos tenido que pagar nada de momento. Y en Alemania nos dan trescientos y pico euros”. Su mujer rompe a llorar al oír la cifra y él añade: “Espero que la guerra acabe pronto”.
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