Hospitales en el frente de guerra: “Lo más difícil es evacuar rápido a heridos de campos minados”
Entre amputaciones, metralla, balazos o quemaduras, EL PAÍS visita la red de puntos médicos que jalona la línea de combate de Zaporiyia, donde se estabiliza y opera a cientos de heridos cada día
Con la noche echada, el rugido del movimiento de carros de combate en la oscuridad se intensifica en la retaguardia del frente de Zaporiyia (sur de Ucrania). Sus sombras se intuyen entre los árboles mientras, sin prestarles atención apenas, varios sanitarios militares de un puesto avanzado médico se disponen a disfrutar de una película a la espera de faena en forma de balazos, metralla, amputaciones o quemaduras. Saben que, como fruta madura, los pacientes caerán más pronto que tarde. Por eso, en el momento de presionar el play, las miradas entre ellos recogen apuestas sobre el minuto del largometraje en que llegará el siguiente camarada herido.
Nada de romanticismo, ni comedia, ni policiaca, ni siquiera Una de romanos en paredón de cine de verano, como canta Joaquín Sabina. Han escogido El pacto (2023), la obra bélica dirigida por Guy Ritchie ambientada en Afganistán, cuyo escenario es en realidad Alicante. En efecto, con los talibanes friendo a balazos al sargento John Kinley (Jake Gyllenhaal) y a Ahmed (Dar Salim), el intérprete al que trata de salvar y sacar del país, los focos de una furgoneta anuncian el momento de darle al botón de pausa. Como estaba escrito de antemano en el guion de esta guerra, realidad y ficción se entrecruzan. El tiroteado, ahora, no está en la pantalla.
Acaba de ser evacuado a este hospital de campaña, uno de los que jalonan la línea de combate de la región de Zaporiyia, que forma parte de una red móvil de alrededor de una decena que reciben soporte de otros muchos de menor entidad. “Después de año y medio me cuesta decir qué es lo que siento. Ya me he acostumbrado a la sangre, las heridas, las piernas y las manos cortadas… Es una pena que ocurra esto a los chavales que están defendiendo Ucrania”, reflexiona Mikola, sanitario de 33 años (como el resto de entrevistados, no da el apellido), tras la llegada de un amputado. Rusia mantiene bajo su control el 66% de la región de Zaporiyia y este es uno de los frentes más activos donde el ejército local mantiene abierta desde principios de junio una contraofensiva que ponga fin a esa ocupación.
El joven que llega en camilla y obliga a congelar la imagen de los yihadistas afganos en la pantalla ha recibido un disparo que le ha entrado entre los glúteos y le ha salido por la ingle dejándole rota la pelvis. Los cirujanos empiezan a trabajar al mismo tiempo que los anestesistas, que en pocos minutos logran calmarlo y dormirlo. Un enjambre de manos se mueve en torno al cuerpo desnudo salpicado de tatuajes. Varias veces cambian los empapadores de sangre. Pasada la medianoche, la intervención ha concluido y disponen de los resultados de los rayos X.
Con la llegada desde la zona de combate de ese herido, arranca una velada lejos de la ficción cinematográfica. Una verdadera película de terror en directo con tintes gore. Otra más desde que hace casi año y medio Rusia emprendió la gran invasión de Ucrania. Todo en sesión continua, porque las interrupciones apenas existen.
EL PAÍS ha visitado a lo largo de tres días casi una decena de los puntos de atención sanitaria de la zona sur de Ucrania. La línea de hostilidades que cubren los responsables de este área va desde la zona de Kamianske (Zaporiyia), localidad que separa a rusos y ucranios junto a la curva del río Dniéper, al entorno de Velika Novosilka (Donetsk). Desde este escenario, las tropas locales han conseguido ganar algo de terreno hacia el sur y recapturar el jueves el pueblo de Staromayorske.
El reportero no está autorizado a informar de la ubicación de los puntos en los que ha estado ni a realizar fotografías que sirvan para identificarlos. Algunos han sido atacados en varias ocasiones. Uno de ellos fue bombardeado por décima vez dos días después de esta visita. No hubo víctimas, pero sirve como recordatorio de que el enemigo acecha. Las autoridades de Kiev no ofrecen estadísticas de víctimas en los hospitales de campaña.
Antes de que arranque el día ya hay listo un relevo dispuesto a afrontar la jornada. El amanecer es una hora con intensa actividad, advierten. Tania es enfermera de quirófano de 38 años y se halla bajo el paraguas del ejército desde que comenzó la gran invasión. Atrás dejó marido y dos hijos. Afirma con una sonrisa que en breve será abuela. “Lo más duro es estar tan cerca del dolor”, reconoce. Forma parte de la improvisada tertulia mañanera junto a otros sanitarios sentados sobre las sillas de ruedas que sirven para trasladar a los pacientes. En ese instante, un todoterreno irrumpe a toda prisa.
De la parte de atrás sacan a un militar que no deja de gritar de dolor al tiempo que aprieta con fuerza los párpados y contrae los músculos del rostro. El soldado ha sido víctima de uno de los mayores peligros tendidos por los rusos en la contraofensiva: las minas. Avanzando junto a sus compañeros por un campo ha pisado una y ha perdido el pie izquierdo. Los restos de parte de la bota y del pie cuelgan todavía de la pierna dejando un reguero de sangre hasta el quirófano.
A los pocos segundos, dos cirujanos rodeados del equipo trabajan ya sobre la carnicería. Lo hacen iluminados por focos tipo led que les permiten limpiar, cortar, suturar y coser la pierna. Hasta una decena de personas se mueve en medio del caos controlado de la sala de operaciones, cuyas ventanas están cegadas por sacos terreros.
Fuera, Mikola se encarga de otra ceremonia rodeada de dolor. Tiene el protocolo bien aprendido. Primero saca las pertenencias y la documentación del amputado de su uniforme. Antes de tirar a la basura las prendas que son ya inservibles, arranca de un tirón del velcro el emblema de la brigada a la que pertenece para devolvérselo después al herido. A continuación, procede a pegar un manguerazo al rastro dejado por la sangre y a la camilla empleada antes de que se coagule.
“Asumo que podríamos ser cualquiera de nosotros los que podríamos estar en su lugar. Cada uno de los que nos llega es un héroe”, defiende Mikola. De inmediato sigue preparando el siguiente saco de rafia con el número del paciente escrito en rotulador negro donde se van metiendo sus pertenencias. Una pizarra blanca marca con esa numeración en la puerta del improvisado hospital el ritmo de pacientes del día. Hay jornadas en las que en estos hospitales del frente superan de largo el centenar. Muchos de ellos son los considerados pacientes rojos, es decir, los más graves, por encima de los verdes (leves) y amarillos (medios).
Vadim, un psicólogo de 30 años responsable de uno de los puestos médicos del frente de Zaporiyia, explica que hace año y medio que no va a su ciudad. Como si se tratara de una visita turística, muestra los tres quirófanos y las dos camas de UCI habilitadas en una antigua guardería. “Aquí nos llegan de 60 a 100 heridos al día, de los que entre un 10% o 15% son rojos. Este es un sitio tranquilo”, explica. Junto a él, uno de sus hombres luce un tatuaje a lo largo del brazo con un mensaje claro en latín: Si vis pacem, para bellum (si quieres la paz, prepárate para la guerra).
La estructura médica en esta región sigue cuatro niveles, detalla Eugene, de 41 años, que hasta el comienzo de la gran invasión dirigía una clínica privada y ahora está al frente de otro de estos hospitales para militares. Primero están los médicos de combate, aquellos que se encuentran en el frente con sus compañeros; después, puestos avanzados como los que él dirige y que se conocen como FST (siglas en inglés de Forward Surgical Team), un tercer nivel lo ocuparían los hospitales de Zaporiyia y, el cuarto, el gran centro hospitalario de Dnipró, la cuarta ciudad en población del país.
A veces les llega el aviso con unos minutos de antelación. “Dos verdes y un amarillo en 15 minutos”, alerta el walkie-talkie. Otras, es solo el motor de una furgoneta o un coche entrando lo que anuncia, sobre la marcha, que hay lío. Puede haber un goteo de heridos con pequeños intervalos entre medias o un aluvión de coches con muchos al mismo tiempo.
El objetivo, detalla Eugene, es estabilizar, operar y evacuar al tercer nivel de Zaporiyia en cuanto sea posible para tener siempre camas y quirófanos disponibles. El ritmo de vehículos y ambulancias que llegan del frente es casi el mismo que el de las que sacan por la parte de atrás del edificio a los que son trasladados a la capital regional.
Los zambombazos de fondo recuerdan que algunas de las posiciones del ejército no están lejos. Tampoco los objetivos que tratan de alcanzar los rusos. Del frente llega Oleksi, de 40 años y jefe de médicos de combate en una brigada. “Lo más complicado”, cuenta, “es organizar las evacuaciones con tantos campos minados, pues hay que hacerlas rápido y a pie”. Esos terrenos plantados de explosivos obligan a sacar a los heridos y amputados andando por sus propios compañeros ante la imposibilidad de que los coches se adentren porque pueden salir por los aires.
“A veces tardan en llegarnos hasta seis horas”, lamenta Eugene tras haber supervisado la operación al amputado de la mañana. “Este ha llegado aquí solo hora y media después (de la explosión). En Jersón la contraofensiva fue más accesible porque los rusos no tuvieron tanto tiempo de plantar minas”, comenta. Eugene ya hizo un parón al frente de la clínica que dirige entre 2014 y 2015 para incorporarse al ejército en la guerra contra los separatistas de Donbás, que sacude el este de Ucrania desde hace nueve años. “Llevo sin operar desde 2015. Es imposible ser a la vez cirujano y jefe de hospital”, afirma. El equipo militar que encabeza ahora, la inmensa mayoría personal civil hasta comienzos de 2022, pasó un periodo de formación de un mes bajo estándares de la OTAN en Estonia.
En torno a las diez de la mañana el frente pega un apretón. Varios vehículos empiezan a llegar con heridos en pocos minutos. Llama la atención que casi todos llegan conmocionados y con grandes quemaduras, incluso en la cabeza y el rostro. El personal médico mantiene la calma. En pocos minutos algunos están ya cubiertos de cicatrizante, vendados cual momias y con las esquirlas de la metralla extraídas. Para ello, los sanitarios introducen sin reparos los dedos a través de las heridas y perforaciones. Al sacar los trozos de metal se los ofrecen por si los quieren de recuerdo. No es todavía mediodía y ya han llegado unos 40. “Es un día fácil, tranquilo”, zanja Eugene en medio del trasiego.
Un rato después, algunos de los soldados que llegaron abrasados esperan ya en la parte de atrás del edificio su evacuación a un hospital de Zaporiyia. Hay dispuesta para ellos una mesa construida con madera de palés en la que se ofrece agua, café, dulces y cigarrillos. En un encuentro de aspecto fantasmagórico en el que agradecen estar vivos, varios de ellos cuentan que iban en un blindado cuando un misil anticarro ruso les impactó “de lleno”.
Uno de ellos, Iurii, de 30 años, ayuda a uno de sus compañeros a beber agua por el pequeño agujero que le permite sacar la lengua y los labios entre las vendas. Él se enciende un pitillo, saca el móvil y empieza a observar fotos en la pantalla que muestra al reportero: “Mira, esta es mi hija Natacha, de siete años. Y mi mujer está embarazada”.
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