Un mes disparando junto al cadáver de un enemigo para liberar Staromayorske
EL PAÍS acompaña a la 35ª brigada de infantería de marina de Ucrania poco antes de que sus soldados retomen esa localidad en el frente sur de Donetsk
Un mes lleva el cadáver de un militar ruso a media docena de metros de un mortero de 120 milímetros del ejército ucranio. Un mes lleva un grupo de hombres de la 35ª brigada de infantería de marina en estas mismas posiciones al sur de la región de Donetsk y a las puertas de la de Zaporiyia. Su insistencia ha sido premiada con la liberación este jueves de Staromayorske, dos días después de que el enviado especial de EL PAÍS les acompañara en el frente. Hacía semanas que Kiev no conseguía recuperar el control de enclaves en esta zona.
El olor a descomposición de los restos del soldado y la nube de moscas que revolotea sobre ellos no son lo más incómodo de un lugar donde apenas trascurre un minuto sin que una explosión de entrada o salida rompa el aire. Tirado en el suelo junto a su casco, vestido con el uniforme y el chaleco antibalas, no supone ningún peligro comparado con la intensa actividad que, en forma de munición de artillería y misiles, ejercen sus compañeros desde las posiciones que trataban de defender un poco más al sur, en Staromayorske.
El presidente ucranio, Volodímir Zelenski, celebró la recuperación de ese enclave compartiendo en sus redes sociales el vídeo de los primeros militares que, bandera nacional en mano, retomaron el control. Informó de ello también la viceministra de Defensa, Hanna Maliar. Sobre el terreno, ese cadáver ruso no inquieta lo más mínimo al jefe de la unidad de morteros, Maxim (ninguno de los entrevistados da su apellido). Tampoco a sus subordinados. “No es nuestro trabajo lidiar con ellos. No tenemos órdenes de los comandantes de hacer nada con esos cuerpos…”, afirma bajo el tupido entramado de ramas que conforma una larga hilera de árboles y que les sirve de parapeto.
“Tenemos que respetar al enemigo. Está aprendiendo”, comenta sentando en una caja de municiones Maxim, de 25 años. Justifica así las complicaciones para superar el muro ruso. A un par de metros, un improvisado polvorín con decenas de proyectiles de mortero. “La situación es difícil en todos los frentes, pero nosotros trabajamos lenta y calmadamente. La victoria llegará pronto”, asegura siguiendo el carril de las declaraciones oficiales y sin desvelar datos estratégicos que se consideran secretos o dejar entrever que están a punto de liberar un nuevo pueblo, Staromayorske.
El principal objetivo a corto plazo, comenta Maxim, es “expulsar a los rusos de las líneas de árboles” que también ellos emplean como fortaleza y “donde han cavado muy buenas trincheras”. Del mismo modo, hay que echarlos de las poblaciones que siguen teniendo ocupadas y donde han horadado túneles que les permiten moverse por debajo de tierra de un edificio a otro, añade.
Sin ofrecer detalles, Zelenski ya celebró el miércoles en su discurso diario “muy buenos resultados” en la contraofensiva, que las tropas locales llevan a cabo desde principios de junio en un intento de liberar territorio invadido por los rusos. Los integrantes de la 35ª brigada participaron desde el principio en esa gran operación militar y, en aquellos primeros días, lograron liberar de la ocupación localidades al sur de Velika Novosilka como Storozheve o Mararivka. Pero ese impulso se frenó entonces a las puertas de Staromayorske.
El ejército ucranio ha estado todo este tiempo chocando con el enorme despliegue de las tropas enemigas. Los rusos han forjado un extenso entramado de defensas y trincheras de cientos de kilómetros que apoyan con la actividad de sus aviones de combate, sus drones y, sobre todo, los mortíferos campos de minas antipersona y anticarro. Más allá de conquistas como la de Staromayorske, salvo un gran hundimiento de los militares del Kremlin en sus actuales posiciones, el avance local se prevé que siga siendo largo y doloroso, como así está siendo, pese a que Kiev no ofrece cifras de muertos, heridos o desaparecidos.
Maxim y sus hombres se encuentran todavía a un centenar de kilómetros en línea recta de Mariupol, gran ciudad a orillas del mar de Azov, uno de los principales objetivos de la contraofensiva. Los ucranios tienen por delante decenas de puntos como Staromayorske entre enormes planicies que dificultan el avance, pues al atacar están muy expuestos a las posiciones defensivas rusas. Las líneas de árboles forman casi los únicos escudos que la naturaleza ofrece en campo abierto. Muchos de esos ejemplares presentan heridas de los combates. Están medio chamuscados, les faltan ramas o, directamente, han sucumbido.
En el terreno, entre los huecos que dejan los troncos, hay cavadas zanjas, trincheras y agujeros que sirven de protección a los soldados. “Cuando hablamos de guerra urbana, aunque sea en pueblos pequeños, se puede buscar protección detrás de las paredes, en las construcciones, pero aquí lo que se logre excavar es lo que hay de protección”, comenta Maxim en referencia a esas características del terreno llano y casi siempre abierto, que acaban jugando en su contra.
“Este es mi apartamento de lujo”, comenta irónico Andrei, de 22 años, mientras enseña el agujero donde apenas cabe su cuerpo. Lo emplea para protegerse durante los ataques con bombas de fósforo o munición de racimo. Afirma que ya se lo encontró hecho cuando llegó a esta posición y que lo único que ha tenido que hacer es “mejorarlo un poco”. Mientras habla, es constante el silbido de los proyectiles que llegan desde posiciones rusas o que pasan por encima de la hilera de árboles. Algunos de los integrantes de la 35 brigada, cuando el sonido es amenazantemente cercano, aprovechan la fracción de dos o tres segundos para tirarse al suelo por si acaso. Otros, ni se inmutan.
“Nos atacan muchas veces al día” con artillería y aviación, confirma militar apodado Chechen. Tiene 22 años, es originario de Odesa y padre de una hija. “Nos disparan sin parar, especialmente cuando ven un tanque o un vehículo de transporte blindado. Esto confirma que tienen mucha artillería aquí”, concluye. Chechen cree que tras la persistencia de los rusos hay una motivación económica. “Creo que lo hacen por dinero. Los que pelean son pobres”, comenta apoyado en los testimonios recogidos de algunos prisioneros de guerra capturados que “dicen que solo están aquí por dinero”. El militar añade que algunos de los que apresan es porque sus compañeros los abandonan y “no tienen otra opción que entregarse”.
El responsable de la unidad no oculta que, en el plano personal, lo más duro es estar alejado de la familia. De hecho, cuenta que la última vez que vio a su mujer fue el mes pasado y porque resultó herido por metralla en el costado izquierdo.
Los caminos que conducen hasta este frente están salpicados por algún que otro hito bélico destruido en la batalla, como un tanque, un blindado que parece un modelo Kosak de fabricación ucrania o un vehículo de transporte de tropas. La devastación y la soledad son patentes desde Velika Novosilka hacia el sur, atravesando pequeños pueblos como Vremivka, que no cayeron en manos rusas, pero que durante meses eran la línea divisoria de los dos ejércitos. Todavía hoy las detonaciones son constantes, pues los ucranios disponen de posiciones en los alrededores de esta localidad que acoge solo a 14 personas, menos del 1% de los 1.500 habitantes con que contaba antes de la guerra.
El matrimonio formado por Sergi Boichenko, de 56 años, y Alla Pohrebniak, de 52, celebran que los aviones de combate que vuelan ahora sobre sus cabezas son ucranios y no rusos. Agradecen la visita con toda la hospitalidad que permiten los pocos medios de los que disponen. Tan pronto muestran el misil grad que cayó el año pasado en su jardín y que sigue ahí sin detonar como dan a probar el exquisito pan de molde casero que preparan. Junto a la puerta, lonas de Naciones Unidas para cubrir los desperfectos en los tejados y maderas para tapar las ventanas sin cristales. Serán indispensables cuando el invierno les golpee de nuevo sin piedad. Esa será otra batalla, la del frío en estos pequeños pueblos sin agua, gas o luz.
Su vecino Viktor Pohrebniak, de 55 años, recuerda los días en los que colaboraba con los militares mostrándoles los caminos. “Vi muertos, heridos… La guerra es la guerra, pero ahora que les hemos hecho retroceder me dedico a reparar tejados”, comenta delante de la casa de unos conocidos que, como la inmensa mayoría, siguen lejos de Vremivka. Una bocanada de espeso humo blanco sale de su boca al aspirar el cigarro que se acaba de liar con el único papel que tiene, el de un periódico.
Carretera adelante, siguiendo los pasos de las tropas en dirección de la contraofensiva, se encuentra Neskuchne, liberado de los rusos en junio. Un monumento a la II Guerra Mundial, cuya placa luce medio descolgada, da la bienvenida en lo que se ha convertido en un paraíso donde reina la naturaleza silvestre. La destrucción se ha apoderado de todo en medio del rastro dejado por los invasores en forma de letra Z pintada sobre los muros y las cancelas de algunas viviendas. Sobre el terreno, amasijos de lo que fueron coches, granadas de mortero incrustadas sin explotar y hasta una mina antitanque medio chamuscada en el arcén sin que llegara a saltar por los aires. El único ser vivo que se cruza por el camino en este pueblo, ahora un infierno inhabitable, es un gato.
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