Aviones, bombas y bomberos en Orijiv: “¡Todos a cubierto!”
La localidad de la región de Zaporiyia es hoy uno de los resortes desde donde el ejército ucranio lanza su contraofensiva hacia el sur
El zumbido del motor del avión sobrevolando Orijiv desata el pánico. Más incluso que los impactos de los proyectiles de artillería que llevan un rato castigando esta localidad de la sureña región de Zaporiyia. Tras unos segundos, con los presentes mirando al cielo y agudizando los oídos para confirmar los peores presagios, se desata una carrera generalizada al sótano más próximo. “¡Todos a cubierto!”, se escucha. Orijiv, ciudad en disputa durante meses entre los ejércitos de Ucrania y Rusia, es hoy uno de los resortes desde donde las tropas locales lanzan su contraofensiva hacia el sur. La tiene Kiev en sus manos, pero no para de ser castigada por Moscú.
El presidente Volodímir Zelenski visitó a principios de semana las regiones de Donetsk y Zaporiyia e informó de que sus tropas habían avanzado en “todas las direcciones”. “Es un día feliz. Deseo a los chavales más días como este”, señaló. El miércoles, la viceministra de Defensa, Hanna Maliar, cuantificó los avances, que son de entre 1.200 y 1.500 metros al sur de Bajmut (Donetsk) y en torno a 1.300 metros en dirección a Berdiansk (Zaporiyia).
El ruido en el cielo de Orijiv cual moscardón amenazante interrumpe el trabajo de un grupo de bomberos que vacían de documentación administrativa un edificio oficial al que no le queda una ventana viva. Han colocado el camión rojo para, directamente, desde la altura del primer piso, extraer decenas de cajas de cartón con papeles y documentos que integran el archivo junto a algo de material de oficina. Las trasladan a la ciudad de Zaporiyia antes de que otro bombazo eche todo a perder.
Instantes después, en las profundidades protectoras del refugio, los bomberos coinciden con un grupo de soldados. El militar al cargo se enerva ante la posibilidad de que la presencia de dos cámaras, una de los servicios de emergencias ucranios y otra de EL PAÍS, sirvan para detectar las coordenadas de su posición. En un principio, dominado por los nervios del momento, le cuesta atender a las explicaciones de que todos los presentes se hallan con la cobertura restringida. Pide que se borren las imágenes, pero, pasados unos minutos, da marcha atrás. Activar el modo avión en los móviles es preceptivo cuando se accede a zonas del frente o próximas. Es la manera de poner un cortafuego a la tecnología, que trabaja para localizar al enemigo mediante la detección de sus teléfonos.
La operación militar puesta en marcha por el ejército de Ucrania para arrebatar la iniciativa a los invasores tiene la vista puesta en dos lugares estratégicos y relativamente próximos a Orijiv y que mantienen los rusos bajo su control. Por un lado, la central de Zaporiyia; por otro, el corredor a orillas del mar de Azov que facilita la logística a las fuerzas de ocupación del Kremlin. Uno de los objetivos a medio camino entre Orijiv y ese pasillo estratégico costero es la localidad de Tokmak.
Allí ejercía como jefe del parque de Bomberos hasta el pasado septiembre Vitali Chorni, de 34 años, que ocupa ese puesto en la actualidad en Orijiv, donde desde hace meses no hay suministro de agua ni de luz. Reconoce que los siete meses que trabajó en el cuerpo de emergencias bajo la ocupación rusa no tuvo problemas, pero llegó el día en que, vestido de civil, escapó junto a otros vecinos. Aquí, “la situación es dura y complicada, especialmente las tres últimas semanas”, afirma describiendo las hostilidades desatadas tras el comienzo de la contraofensiva ucrania en la primera semana de junio. El turno de Chorni consiste en trabajar días alternos.
En la carretera principal de Orijiv, como en muchas de las localidades que se asoman al frente de batalla, un colmado que depende de un generador para seguir abierto hace las veces de centro de reunión y punto de información y abastecimiento. Mientras los bomberos rellenan dos grandes depósitos de agua potable para el vecindario, la mujer de uno de ellos, Anastasia Bolous, de 26 años, atiende a varios militares desde detrás del mostrador. Los uniformados conforman el grueso de la clientela, señala esta mujer que, además de por su trabajo en la tienda, se queda porque acompaña a sus padres, que siguen viviendo en Orijiv. Aquí queda aproximadamente el 10% de los 14.000 habitantes previos a la invasión rusa. El pan llega a la localidad procedente de Zaporiyia dos veces en semana y es distribuido por los servicios de emergencia entre los ciudadanos.
“No nos queda otra que seguir aquí”, sostiene resignado Roman Semenovic, de 46 años y con su familia exiliada en Polonia. Es otro empleado del mismo comercio y, en chanclas, bermudas y camiseta de tirantes, sigue con sus labores mientras varios proyectiles silban cortando el aire antes de impactar a unos centenares de metros. La noción de miedo y peligro parece alterada entre los que llevan meses viviendo en Orijiv y localidades como esta en las que la guerra ha echado raíces.
Cuesta relatarla enorme sensación de inseguridad ante la pasividad reinante en medio del ataque. El manual de autoprotección dicta que hay que tirarse al suelo de inmediato, aprovechando ese intervalo de dos o tres segundos entre el silbido y el impacto, pero ninguno de los presentes lo hace. Se pasarían el día arrastrándose.
Es como si tuvieran asumido que nada impedirá al destino ser el elegido en la lotería que supone vivir en un lugar sobre el que hay bombardeos diarios. Anastasia no deja de despachar a los soldados mientras se ríe al ser preguntada si no entra en pánico. “A veces tengo miedo”, señala sin darle mayor importancia. Fuera, deambulan varios perros callejeros. Algunos se inquietan. Otros, ni se inmutan. Coches calcinados, edificios y casas destruidas y escombros jalonan las calles por las que, más allá de los militares, apenas se ve de vez en cuando a algún civil a pie o en bicicleta.
Uno de los proyectiles impacta junto a varias viviendas. La columna de humo del incendio de una de ellas alerta a los bomberos, que enfilan su vehículo en esa dirección. Es el mismo con el que descargan las cajas del archivo, distribuyen pan o reparten agua. Ahora cumple su función de camión bomba. Rápidamente, desenrollan la manguera y extraen las escaleras de mano.
El impacto solo ha causado un herido, que cuando ellos llegan ya ha sido evacuado. Un grupo de vecinos observan las llamas devorando la construcción en medio de una espesa nube que, por segundos, alterna el blanco y el negro. En su interior saltan algunas detonaciones al contacto con el agua a presión. Bajo los pies de los testigos, la característica alfombra de hojas verdes que suelen saltar por los aires con el impacto y que cubren el terreno. A unos metros, en mitad del camino, el cráter.
“Solo temo a dios”, exclama dicharachero Viacheslav Koutun, artista jubilado de 72 años, que acude a recoger pan y una caja con ayuda humanitaria a unas dependencias municipales. Observa con pena el edificio, una construcción de finales del siglo XIX salpicada de boquetes en todas sus fachadas y con el hueco vacío del tejado medio cubierto por una lona azul de la ONU. A la conversación se une su mujer, Tamara, de 66 años: “Estoy cansada. A ver si ganamos ya la guerra”. “Queremos celebrar nuestra victoria aquí, en casa, en Orijiv. Comer carne y beber cerveza… una fiesta de productos locales”, añade el hombre apuntando la vista al cielo. Hacia arriba se mira no solo cuando se sienten el avión y los misiles rusos. También cuando hay que implorar, como en este caso, para que todo acabe de una vez.
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