Alemania tensa la política migratoria y la unidad de una UE acechada por la extrema derecha
El restablecimiento temporal del control de fronteras solicitado por Berlín da alas a las fuerzas ultras y pone a prueba a los Veintisiete
“Bienvenido al club”. El primer ministro húngaro, el ultranacionalista Viktor Orbán, rezumaba schadenfreude, regodeo sumo a la germana, al saludar la controvertida decisión del Gobierno del socialdemócrata Olaf Scholz de imponer, a partir de este lunes, controles temporales en todas sus fronteras, alegando la presión migratoria que sufre Alemania y la necesidad de protegerse del terrorismo islamista.
El anuncio ha desatado las alarmas de varios de sus vecinos, como Polonia o Austria, que ven peligrar una de las piedras angulares de la integración europea, la libre circulación en el espacio Schengen, y de otros como Grecia, que temen que redoble la presión migratoria en los países de entrada. Además, pone a prueba la unidad de la UE, mientras la cada vez más extendida extrema derecha europea lo celebra como una reivindicación de sus posiciones antiinmigración. Y considera que la decisión del Gobierno tripartito de Scholz (socialdemócratas, verdes y liberales), tomada tras el auge del partido ultra Alternativa para Alemania (AfD), que venció a principios de mes en las regionales de Turingia y quedó segundo en Sajonia, es otra muestra de que el recién aprobado Pacto Europeo de Migración y Asilo, que ya había sido endurecido en un intento de frenar a las fuerzas más extremas, nació supuestamente desfasado.
La líder del Reagrupamiento Nacional (RN), Marine Le Pen, no tardó en recordar que fue su formación la que, durante las elecciones europeas de junio, reclamó el principio de “doble frontera” (comunitaria y nacional) contra los flujos migratorios irregulares. “Nos explicaban, con una cierta arrogancia, que era imposible. Pero hoy Alemania la instaura y demuestra que, con un poco de voluntad política y un poco de valor, es posible controlar nuestras fronteras”, escribió en X con no menos regodeo que su colega Orbán, con el que acaba de constituir el grupo parlamentario europeo ultra Patriotas por Europa, que también acoge a Vox.
Orbán, que esta semana participará en el pleno de la Eurocámara en Estrasburgo para defender la accidentada presidencia húngara del Consejo de la UE, lleva semanas amenazando con enviar a Bruselas autobuses llenos de inmigrantes irregulares. “Si Bruselas quiere migrantes, se los daremos. Los enviaremos con un billete solo de ida”, promete Budapest. Hungría rechaza, además, una multa de 200 millones de euros impuesta por el Tribunal de Justicia de la UE por vulnerar el derecho de asilo durante la crisis de los refugiados de 2015 y 2016 y ha contraatacado reclamando a Bruselas una compensación por los 2.000 millones de euros que asegura que ha gastado en “proteger la frontera exterior del espacio Schengen”.
La Comisión ha condenado sin ambages la “inaceptable” amenaza húngara y ha advertido de consecuencias si la lleva a cabo. Frente a la dureza ante Budapest, el Ejecutivo europeo, que debe supervisar cada petición de cierre temporal de fronteras del espacio Schengen, ha sido muy cauteloso con Alemania y ha evitado cualquier comentario que pueda sonar a crítica a Berlín, una de las capitales europeas con más peso en Bruselas. Tampoco ha querido “especular” sobre un potencial efecto dominó en otros países. Algo que, sin embargo, parece haber empezado ya.
Aunque Países Bajos ha sido uno de los países que ha protestado por la decisión alemana, días después, el Gobierno en el que participa como grupo mayoritario el partido del ultra Geert Wilders ha dado un paso más en su proclamada intención de lograr “la política de asilo más estricta que haya existido”: pretende declarar, esta misma semana y durante dos años, una crisis de asilo, lo que le permitirá tomar decisiones extraordinarias sin pedir consentimiento previo al Parlamento. Y pedirá formalmente la exclusión voluntaria holandesa de la política migratoria común, algo que promete otro choque frontal con Bruselas: tal como ha recordado varias veces la Comisión, en materia migratoria, los tratados europeos no contemplan una cláusula para salirse. En línea con Berlín, La Haya también defenderá reforzar los controles fronterizos.
Mientras, Le Pen, que tiene en su mano la llave del frágil Gobierno del nuevo primer ministro francés, el conservador Michel Barnier, ya ha dejado claro que espera gestos contundentes en materia migratoria. El propio Barnier, pese a su larga experiencia en Bruselas (fue comisario y negociador europeo del Brexit), ya propuso durante su frustrada campaña presidencial en 2022 una controvertida moratoria a la acogida de inmigrantes y hasta promover un referéndum nacional para recuperar la “libertad de maniobra” en esta materia, como recordaba estos días la prensa gala. Ahora valora volver a crear la cartera de Inmigración.
El control temporal de las fronteras dentro del espacio Schengen no es inusual: actualmente, hay ocho países con controles fronterizos temporales (Alemania, Austria, Dinamarca, Eslovenia, Francia, Italia, Noruega y Suecia). Y desde 2006, la Comisión Europea ha registrado un total de 442 peticiones de esta medida que, subraya Bruselas, debe ser de “último recurso” y para “situaciones excepcionales”.
Con todo, Alberto Alemanno, profesor Jean Monnet de Derecho y Políticas Europeas de la Escuela de Estudios Superiores de Comercio de París, considera que la petición germana es “cualitativa y cuantitativamente” diferente, porque “se extiende a todas sus fronteras y no está vinculada a una amenaza específica como el terrorismo o una pandemia”.
Lo más grave, indica, es que esta “salida de Schengen” no ha sido empleada como último recurso, tal como establecen las reglas, sino “como otra opción política a su disposición, como si el código Schengen no obligara al país”. Y encima la ha realizado, recuerda por correo electrónico, un país como Alemania, situado en el centro de la UE y dirigido por un Gobierno compuesto de fuerzas políticas “históricamente más abiertas que la derecha a la libertad de movimientos y la migración”.
La paradoja es que fue una cristianodemócrata, Angela Merkel, la que abrió las fronteras en 2015 por la guerra en Siria, llevando a Alemania a acoger a más de un millón de inmigrantes, y que ha sido un socialdemócrata el que se atrinchera ahora, acosado por la extrema derecha. Todo ello cuando la afluencia de migrantes irregulares es más una percepción que una realidad: según Frontex, la cifra de entradas irregulares en la UE cayó un 39% en los primeros ocho meses del año, con bajadas récord en la ruta de los Balcanes Occidentales (77%) y el Mediterráneo central (64%).
La arriesgada maniobra de Berlín tiene otro ingrediente más preocupante aún, agrega Alemanno: pone en “riesgo” la unidad europea por su capacidad de trastocar los equilibrios de poder internos de la UE y las relaciones entre los Estados miembros. Porque motivaciones políticas aparte, señala, tras el cierre de fronteras “hay algo más profundo en juego: la falta de confianza entre los Estados miembros de la UE”. La decisión viene a decir que “la coalición de gobierno alemana ya no confía en la capacidad de sus nueve países vecinos de vigilar sus fronteras”, por lo que “decidió suspender el libre movimiento a su territorio”. El propio Scholz afirmó el sábado en un acto en Brandeburgo que “desafortunadamente” Alemania no puede confiar que todos sus vecinos “hagan las cosas como deberían”, informó Efe.
La reacción de vecinos como Polonia —su primer ministro, Donald Tusk, ha calificado de “inaceptable” la decisión— o Austria, que ya ha dejado claro que no va a aceptar a los migrantes que rechace Alemania en sus fronteras, demuestra que estos países “no están dispuestos a pagar el precio de la decisión alemana y que están dispuestos a tomar represalias”. Una “lógica de reciprocidad”, señala Alemanno, “completamente ajena al funcionamiento de la UE y que corre el riesgo de poner su unidad en peligro”. Algo especialmente grave en estos tiempos de auge de las fuerzas más euroescépticas.
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