Netanyahu vuelve a ser el más popular en Israel
Famoso por su capacidad de supervivencia, el primer ministro se rehace en los sondeos tras año y medio de grave crisis de prestigio, pese a que el país que gobierna es hoy menos seguro y la invasión de Gaza sigue sin lograr sus objetivos
Mayo de 2023. Apenas medio año después de ganar las elecciones, el primer ministro Benjamín Netanyahu pierde popularidad a raudales por su reforma judicial, que divide Israel y motiva manifestaciones multitudinarias para la historia. Unidad Nacional, el partido del exministro de Defensa Benny Gantz, triplica sus escaños en los sondeos y reemplaza como primera fuerza al Likud de Netanyahu, que se deja un tercio de los votos.
Diciembre de 2023. Israel ha vivido la jornada más letal de su historia dos meses antes, el 7 de octubre, cuando una milicia sin grandes medios (Hamás) en una Gaza bloqueada y amurallada ha sorprendido a uno de los mejores servicios de inteligencia del mundo y los soldados han tardado horas en llegar. A las puertas del año nuevo, la imagen de Netanyahu como “señor seguridad” no puede estar más resquebrajada. El Likud pierde la mitad de sus votantes y apenas araña ya en las encuestas 17 de los 120 diputados. Gantz conquista hasta un tercio del Parlamento.
Agosto de 2024. Netanyahu sigue en el poder y el sol dista de brillar en Israel. La invasión de Gaza es la guerra más larga de la historia del país: diez meses sin “victoria total” a la vista y con los dos objetivos inmediatos pendientes: “destruir totalmente” a Hamás (sus milicianos han matado soldados casi a diario esta semana, tres este viernes) y recuperar a los rehenes: quedan 109 y los últimos seis acaban de regresar en ataúdes. Solo un 26% de la población se muestra optimista sobre la seguridad nacional (la mitad que hace dos años) y cae la confianza incluso en el sacrosanto ejército. Un 62% ve la situación “mal o muy mal”.
Decenas de miles de ciudadanos siguen, además, sin saber cuándo volverán a sus hogares, bajo decenas de proyectiles diarios de Hezbolá, sin más horizonte que las amenazas de las autoridades ―día sí, día también― de “devolver Líbano a la Edad de Piedra”, metiendo a Israel en una guerra de consecuencias impredecibles. La gente acumula agua, linternas y generadores eléctricos a la espera de una represalia de Irán y Hezbolá, mientras su bandera recibe abucheos en el mundo, vinculada a la devastación y al reguero de cadáveres en Gaza. La justicia internacional estudia una causa de genocidio y una petición de arresto contra Netanyahu por presuntos crímenes contra la humanidad.
Netanyahu, sin embargo, resucita en las encuestas, haciendo honor a su fama de ave Fénix, a su legendaria capacidad para llegar siempre a la otra orilla con el agua al cuello cuando más se redacta su epitafio político. El pasado día 9, por primera vez en más de un año y tras cuatro meses de lenta, pero constante recuperación, un sondeo del diario Maariv volvió a situar a su partido, Likud, como primera fuerza política y a él, como preferido para dirigir el país.
No parece flor de un día. La dinámica se ha mantenido desde entonces. Este mismo viernes, la encuesta ampliaba a dos diputados la diferencia entre ambos competidores.
Gideon Rahat, uno de los principales analistas políticos del país, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Hebrea de Jerusalén e investigador sénior en el centro de análisis Instituto Israelí para la Democracia, pide no apresurarse en sacar conclusiones. “Su situación ha mejorado, pero no creo que tampoco ahora sea tan buena”, señala por teléfono. “Tras el 7 de octubre, lo llamaron cadáver político demasiado pronto. Bajó en los sondeos, pero seguía sostenido por los partidos ultraortodoxos, a los que les da igual cómo le vaya al país porque solo les preocupa lo suyo, y por los ultraderechistas, porque Netanyahu les permite avanzar en su agenda. Además de los bibistas, que se han convertido en una especie de secta”, añade. Son los seguidores acérrimos de Netanyahu (por su apodo, Bibi), que entonan en mítines y manifestaciones lemas que rozan el culto a la personalidad, como “Rak Bibi” (Solo Bibi”) o “Melej Israel” (rey de Israel).
Pero igual que el vaso de Netanyahu no estaba antes tan vacío, tampoco ahora está tan lleno. A juicio de Rahat, su avance en los últimos meses se debe a una mezcla de factores temporales: la ausencia de alternativas de peso, el trabajo de una “maquinaria de veneno” que desprestigia a los rivales o el regreso al redil de antiguos votantes, que le dieron la espalda por enfado con el fiasco del 7 de octubre, sin estar “realmente convencidos”. E insiste en que su renovado estatus de líder más valorado carece de relevancia práctica, porque no hay elecciones presidenciales. La pregunta, por tanto, no es cómo le va a Netanyahu, “sino al resto”.
Gantz es un buen ejemplo. Respetado exministro procedente de la oposición, su figura se ha ido desinflando desde que abandonó el Gobierno de unidad nacional que Netanyahu creó para gestionar la guerra. Su salida, ya el pasado junio, no contentó a nadie. Quienes veían en él un exmilitar serio y preocupado solo por el país lo interpretaron como una decisión electoralista con la mirada puesta en unos comicios anticipados que no logró forzar. Y quienes la pedían con ahínco meses antes, la recibieron casi con desgana, porque no contribuía ya a tumbar al Ejecutivo. Así que Gantz se fue y se quedaron los pájaros cantando y Netanyahu, trepando en los sondeos.
En la encuesta de este viernes, los partidos en el Gobierno suman solo 52 de los 120 diputados, muy por debajo de los 63 que les dan hoy la mayoría. Pero los otros 68 distan de conformar una alternativa de poder. En Israel ―donde algunos colectivos votan siempre a los suyos y cada papeleta vale lo mismo (hay circunscripción única y no se aplican mecanismos de corrección)― importa más quién puede formar coalición que quién queda primero. Los partidos sionistas de centro que aplauden la devastación de Gaza y la mayoría de los que representan a la minoría palestina se sientan en la oposición, pero nunca gobernarán juntos, por mucho rechazo a Netanyahu que compartan. De hecho, los partidos judíos de oposición se quedarían a tres escaños de la mayoría.
Shalom Lipner sirvió a siete primeros ministros israelíes consecutivos en su oficina en Jerusalén, entre 1990 y 2006. Entre ellos, Netanyahu. Hoy, es miembro senior no residente en el programa de Oriente Próximo del Atlantic Council, think-tank de asuntos internacionales con sede en la ciudad de Washington, y pide “no vender a bombo y platillo” el resurgimiento del primer ministro, porque ―opina― tiene mucho que ver con “la ausencia de una alternativa coherente” que podría aparecer en el futuro. “Sufrió un gran golpe tras el 7 de octubre. No diría que el tiempo lo ha curado, pero sí que va pasando. A eso se suman los asesinatos de alto perfil, con un cierto grado de éxito, y que, pese a ser un país aún en trauma, sus habitantes sienten que hay muchas menos amenazas a su seguridad ahora [...] Hay una generación entera de israelíes, además, que no ha conocido a otro primer ministro”, argumenta en conversación telefónica.
Tras el ataque de Hamás, medio país se le echó encima por no dimitir. Con su documentada resiliencia y fobia a decidir, aguantó el chaparrón. Le salió bien. “Saber leer las situaciones: cuándo ser pragmático, cuándo esperar… “, destaca Lipner. “Son cosas que uno aprende en política. Y él ha tenido mucho tiempo para hacerlo”, señala.
De “obstáculo para la paz” a invitado al Congreso de EE UU
La oposición, por ejemplo, lleva lustros acusándole de llevar al país al aislamiento internacional y poner en peligro la alianza con Washington, vital para su supervivencia. Pero la profecía no supera la prueba del algodón, y la gente se da cuenta. El pasado julio, con más de 30.000 muertos en Gaza, Netanyahu fue invitado a hablar al Congreso de EE UU. Asistió el líder de la mayoría demócrata en el Senado, Chuck Schumer, que le había llamado públicamente meses antes “obstáculo para la paz” que ha “perdido el norte” y antepone “su supervivencia política al bien de Israel”. No es, precisamente, la imagen de un país paria.
Entre los motivos que han aumentado la popularidad de Netanyahu, Lipner cita “indudablemente” el efecto aglutinador en torno al líder que provoca “la preocupación por Irán”. Es la misma conclusión a la que ha llegado Dahlia Scheindlin, analista política experta en opinión pública, tras analizar las encuestas: “Todas las pistas apuntan a Irán”. La presentó esta semana en el diario Haaretz, con un punto de inflexión: abril de 2024.
Aquel mes, un bombardeo contra un edificio consular iraní en Damasco mató a tres destacados mandos militares. Fue una de esas exhibiciones de poderío de los servicios secretos allende las fronteras que tanto gustan a los israelíes. Netanyahu subió en las encuestas.
Cuando llegó la represalia, contó con el apoyo de EE UU, Reino Unido, Francia y hasta un país árabe, Jordania, para derribar el 99% de los más de 300 misiles y drones lanzados desde Teherán. Los informativos nacionales apenas mencionaron que Teherán había coreografiado el ataque, así que primó la sensación de fortaleza defensiva y alianza internacional. Ese mes, los sondeos dieron al primer ministro sus mejores resultados de la guerra, pese a que dos tercios de la población seguía sin creerse su mantra de que la “victoria total” en Gaza estaba al alcance de la mano.
En julio, un proyectil ―aparentemente de Hezbolá por error― mató a 12 menores en los Altos del Golán. Netanyahu subió la apuesta con dos asesinatos al máximo nivel: el líder de Hamás, Ismail Haniye, y el número dos de Hezbolá, Fuad Shukr. “Este tipo de asesinatos tienen un historial terriblemente contradictorio y a menudo hacen que los grupos enemigos se fortalezcan […] Pero dada su actitud desesperada, los israelíes podrían haber cambiado la percepción por una necesidad acuciante de sumar puntos y demostrar fuerza”, interpretaba la analista. El ejército anunció después otro asesinato importante, el del líder del brazo armado de Hamás, Mohamed Deif, en Gaza. Netanyahu volvió a ganar popularidad. “En otras palabras”, resume Scheindlin, “para Netanyahu, Irán es un asunto ganador”.
Las promesas de represalias ―hoy congeladas por la negociación de un alto el fuego en Gaza, que se retoma este domingo en Doha con la participación de Hamás― no han generado casi entre los israelíes preguntas del estilo ¿era necesario? O ¿cómo hemos llegado hasta aquí?, sino más bien un sentimiento que se podría resumir en: Lo merecían y ahora debemos permanecer unidos ante la amenaza de Teherán y Hezbolá.
Al poder de rebote
Si Bibi necesita cartas ganadoras es precisamente porque no arrasa, aunque su récord de longevidad en el poder (17 de los 76 años de historia de Israel: entre 1996 y 1999 y desde 2009, con un pequeño paréntesis) y su habilidad para sacar siempre un conejo de la chistera hagan pensar que su figura une más de lo que divide. “Es un líder populista clásico, como [Donald] Trump o [Nicolás] Maduro, de los que ponen a la mitad de la gente contra la otra mitad. Y si su mitad es un poco más grande, pues gana”, resume Rahat.
Es, en realidad, lo que ha hecho casi toda su carrera política. Nadie imaginaba, por ejemplo, que llegaría al poder en 1996, cuando Simón Peres adelantó las elecciones tras el asesinato de Isaac Rabin. Netanyahu remontó 20 puntos porcentuales de ventaja en las encuestas. Obtuvo el 50,5% de los votos, gracias al masivo apoyo ultraortodoxo y al desprestigio de Peres por una oleada de atentados suicidas palestinos y el fracaso de la operación Uvas de la Ira en Líbano, con la que intentó arrebatar a su oponente el discurso de dureza y acabó causando una masacre y aceptando, bajo presiones, un alto el fuego.
También en 2009 Netanyahu volvió al poder de rebote. El partido Kadima ganó las elecciones, pero su líder, Tzipi Livni, no quiso ceder a la “extorsión” (en sus palabras) de los ultraortodoxos. Netanyahu, con menos escrúpulos, forjó una coalición. Seis años más tarde, en otras elecciones y con los sondeos en contra, recurrió directamente al racismo, agitando los miedos de la mayoría judía con el argumento de que los árabes israelíes estaban “votando en hordas” para desalojarlo del poder.
Ese cisma en torno a su figura sumió al país en una crisis de gobernabilidad, con cuatro elecciones en apenas dos años. Hasta noviembre de 2022, en que el Likud se alzó con la victoria y formó con ultranacionalistas y ultraortodoxos el Gobierno más derechista, con varios ministros que promueven la limpieza étnica y recolonización de Gaza. Como el de Finanzas, Bezalel Smotrich, que considera “justo y moral” matar de hambre a los más de dos millones de gazatíes; el de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir ―a cargo de la policía y las prisiones―, que pide pegar un tiro en la cabeza a los palestinos con un cóctel molotov en la mano; o Amijai Chikli, de la Diáspora y Lucha contra el Antisemitismo, que comparte partido con Netanyahu y define al líder de Vox, Santiago Abascal, como un “hombre de verdad” y “un modelo de claridad moral” en el “crepúsculo de la civilización occidental” que “el relativismo moral amenaza con derribar”.
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