Huyeron 40 kilómetros de los cohetes de Hezbolá; ocho meses después, oyen la misma sirena antiaérea
Las alertas por proyectiles llegan por primera vez hasta Tiberíades, la ciudad israelí que alberga en hoteles a 12.000 evacuados de la frontera con Líbano. Los desplazados solo ven una opción para volver a sus hogares: otra guerra
El año pasado, Yamit Bar llevaba meses planificando un largo recorrido por el sudeste asiático, un destino popular entre los israelíes como ella. Su plan era comenzarlo a mediados de octubre. Una semana antes, Hamás lanzó su ataque sorpresa, Israel comenzó a bombardear Gaza y la milicia Hezbolá se unió con unos ―entonces, tímidos y medidos― proyectiles que hicieron sonar las alarmas en su kibutz, Baram, a apenas 300 metros de la frontera con Líbano. Israel acababa de descubrir la expugnabilidad de sus barreras y ni siquiera sabía cuántos milicianos gazatíes merodeaban aún por su territorio, así que 450 de los 500 habitantes del kibutz decidieron reubicarse unos 40 kilómetros más al sur, en Tiberíades, una ciudad a orillas del mar de la Galilea cuyos numerosos hoteles, normalmente llenos de turistas nacionales, absorben hoy a 12.000 evacuados de la zona fronteriza. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, anunció una guerra “larga y difícil” que ha dejado, ocho meses más tarde y sin fin en el horizonte, más de 37.000 palestinos muertos, una denuncia de genocidio en el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, y a 64.000 israelíes y 94.000 libaneses lejos de sus hogares. Bar, de 25 años, no podía imaginarlo entonces. Dudó si quedarse en su país, pero mantuvo su plan de viaje.
Este martes aterrizó de vuelta en Israel. Lleva aún los pantalones anchos de la travesía. Lo último que esperaba era una bienvenida en forma de alarma antiaérea, la primera en Tiberíades en ocho meses de fuego cruzado. Justo aquello de lo que escapó su kibutz. “Fue un shock volver y escucharla aquí. Ver cómo la situación no ha hecho más que empeorar con el paso del tiempo. Cómo no mejora. Cuando me fui, estaba segurísima de que volvería ya a mi casa”, dice frente al hotel en el que se encuentra desplazada.
A su lado está Enosh Katz, amigo desde la infancia en el kibutz. Cuatro años menor, forma parte de los pelotones de defensa locales sobre los que recae la primera respuesta hasta que lleguen los refuerzos. Como ha permanecido en la zona, acumula mucho más resentimiento, que airea a cada instante. Contra el Gobierno de Netanyahu, por haber “olvidado” y “sacrificado” el norte estos ocho meses mientras alimenta la guerra en Gaza “por beneficio personal”. Por la sensación de que las Fuerzas Armadas ya habrían invadido Líbano si hubiesen caído en Tel Aviv una vigésima parte de los cohetes diarios en el norte del país. Y por no haber visto venir el ataque del 7 de octubre. “Obviamente, culpo a Hamás, pero el Gobierno tiene en las manos la sangre de las víctimas”, sentencia.
Como la gran mayoría de evacuados del norte, Bar y Katz quieren una guerra abierta con Hezbolá.
Grosso modo, la escalada puede llevar a tres lugares. Uno es que Israel ponga fin a la invasión de Gaza y Hezbolá ―como lleva meses asegurando que hará― cese sus ataques. No bastaría. “Sería como aplazar la guerra un par de años”, argumenta Katz. La otra es sellar a través de mediadores un acuerdo político ―lo empezó negociando Francia y ahora, sobre todo, Estados Unidos― para implementar de verdad la resolución 1701 de Naciones Unidas que puso fin a la guerra de 2006 entre Israel y Hezbolá. Es decir, alejar a la milicia hasta el norte del río Litani, poner fin a las violaciones diarias israelíes del espacio aéreo libanés y abrir el melón de las diferencias en torno a la divisoria. Tampoco le convence. “Ya hay un acuerdo, y se llama 1701. Y mira cómo se ha cumplido…”.
Solo queda, entiende, una guerra que traiga “unos cuantos años de calma”, como los que siguieron al conflicto de 2006. Es una opinión muy extendida en Israel, donde el futuro siempre aparece teñido de color sangre, como si las guerras fuesen inevitables y no quedase más alternativa que gestionarlas cada tantos años. “Nuestro kibutz está más cerca de Beirut que de Tel Aviv”, señala él, antes de bromear con que todos están en realidad en la capital libanesa. Es donde nos sitúan, ya desde una decena de kilómetros más al sur, los sistemas de navegación, como Google Maps o Waze. El ejército israelí interfiere la señal del GPS para impedir el guiado de los proyectiles.
Otra desplazada, Orna Flusser, ilustra con su familia el mismo concepto. Tiene 65 años y hace unos días vio a su nieto de cinco. “Me vino a la mente dónde estaremos cada uno dentro de 15 años. Yo tendré 80 y estaré sin fuerzas para dejar mi casa; él será un soldado combatiendo en la próxima guerra contra Hezbolá”, asegura en el comedor de otro hotel de Tiberíades, que acoge a unos 60 desplazados de Shear Yashuv, una cooperativa agrícola a tres kilómetros de la frontera con Líbano.
Pasan al lado ―sonrientes, con batas blancas, chancletas y gafas de sol― turistas israelíes atraídos por el spa del hotel, que ha reabierto hace unas semanas, y Flusser se ríe de la disonancia. “Siempre decimos que la gente viene a este hotel a descansar y nosotros volvemos a casa a descansar. Nadie aguanta ocho meses en un hotel”. Incluso siendo boutique y prohibitivo para algunos bolsillos. En recepción, un cartel en hebreo sigue anunciando el precio por habitación doble (“solo desde 1.280 shekels”, 320 euros) que los evacuados no tienen que pagar.
Es un precioso edificio del siglo XIX que sigue perteneciendo a la iglesia escocesa. Un grupo de misioneros lo abrió como hospital para la población local de entonces, una mezcla de judíos y árabes. “Lo sé”, responde, “pero para mí es una jaula dorada. Tengo 25 metros cuadrados de habitación y una cama el doble de grande que la de mi casa. El problema no son las condiciones. No tengo nada de lo que quejarme en eso. El problema es que no es mi casa. Y yo quiero volver a mi casa, con mi cocina, en la que cocinar lo que quiera cuando quiera. Aquí llevo ocho meses con la sensación permanente de ser una invitada”.
Flusser confiesa que ni siquiera fue al refugio cuando sonó la inédita alarma en Tiberíades. “Hace años que vivo con la idea de que lo que me tenga que matar que me mate, sea un cohete de Hezbolá o un camión en la carretera”, justifica. Además, va a Shear Yashuv los fines de semana, pese a la cercanía con Líbano. Tampoco allí se mete en la habitación segura. “Solo lo hice el día que atacó Irán. Era muy nuevo para todos”, matiza.
Su principal argumento es que da igual dónde ululen las alarmas antiaéreas porque “tarde o temprano, van a acabar sonando en todo el país”. “Quien crea que esto se va a quedar en lo de hoy [por este miércoles] vive en negación”, añade. “Lo de hoy” es la mayor escalada entre Israel y Líbano en ocho meses que han pasado de escaramuzas en paralelo a la invasión de Gaza a guerra de baja intensidad.
La noche previa, el ejército israelí asesinó en el sur de Líbano a Taleb Abdala, el mando de Hezbolá de mayor rango en los ocho meses de enfrentamientos. La milicia chií se vengó un día más tarde con su mayor oleada de proyectiles: 215, activando las alarmas en distintos puntos, incluida ―por primera vez desde octubre― Tiberíades (a excepción de una falsa alarma previa). La milicia libanesa ha prometido además ataques más fuertes y frecuentes.
“Lo más difícil para todos nosotros es la falta de horizonte. Y la gran decepción, que no pasa nada. Es como una partida de ping-pong, pero no pasa nada”.
― ¿Con “pasar algo” se refiere a una guerra abierta?
― Sí
― ¿Y no ve otra opción?
― Mira, yo no soy un político. Ni siquiera sé muy bien lo que quiero. Solo quiero la sensación de seguridad de saber que Hezbolá no puede estar en la puerta de mi casa en cinco minutos.
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