La huida sin fin dentro de Gaza: “No se puede escapar de esta guerra”
Los civiles no aspiran ya a un lugar seguro, tras 10 meses de bombardeos en toda la Franja, incluidos colegios que acogen a desplazados y la zona que Israel designó como humanitaria
“Dudo entre pasar hambre, pero vivir en una casa, o tener más fácil comer, pero vivir en una tienda de campaña en una zona donde hay escorpiones, serpientes, perros y caos”. Hossam Nasser ha elegido la primera opción. Un ataque aéreo destrozó su edificio (“ese día me sacaron de entre los escombros, huía herido por las calles sin saber adónde ir”, recuerda) y ahora malvive en el apartamento de un familiar. Está cerca de Shuyaia, el poblado barrio de Gaza capital que las tropas israelíes invadieron en diciembre y, otra vez, en junio, causando un nuevo éxodo de miles de personas. Nasser, sin embargo, se quedó. Más que por decisión (una palabra que ha perdido su sentido hoy en Gaza), por aprendizaje. “Ya no me importa vivir cerca de Shuyaia porque ya no me importa si vivo o muero. No se puede escapar de esta guerra. Continúa y nos destruirá a todos”, añade. En 10 meses de guerra, el ejército israelí ha forzado a los gazatíes a huir al sur, para luego acabar invadiendo las partes que les marcó como seguras en octavillas. Ahora mantiene concentrados a la mayoría en Al Mawasi, la “zona humanitaria” en la que en julio mató a 90 personas e hirió a más de 300 en un bombardeo para asesinar al líder militar de Hamás, Mohamed Deif, al que dio por muerto la pasada semana.
Nasser no es anciano (34 años), ni tiene problemas de movilidad, así que podría escapar a otra parte, en la que resulte más fácil obtener ayuda humanitaria. “La verdad es que mi familia y yo ahora vivimos de pan y a veces cocinamos con hojas de arbustos”, admite por mensajes de WhatsApp. Tampoco la casa en la que pernocta es un motivo para quedarse. “Está dañada, pero es algo temporal, hasta que termine la guerra o podamos salir de Gaza a un país seguro”, explica.
Pese a su precaria situación, teme más por sus hermanas, que están en la denominada por Israel “zona humanitaria ampliada” de Al Mawasi. Recalaron allí cuando las fuerzas israelíes invadieron hace tres meses Rafah, que durante meses ejerció de último y precario refugio para más de un millón de gazatíes. Nasser no se atreve a unirse a ellas. Ve “inseguras” las zonas costeras, por los bombardeos, y cree que “algún día habrá una incursión en Al Mawasi”.
Tampoco Ghazal Abu Dalal, de 24 años, quiere ir a Al Mawasi tras 10 meses de idas y venidas. Vivía en Ciudad de Gaza, la capital, que abandonó en las primeras semanas de bombardeos. Fue a Rafah. Cuando Israel la invadió, pensó en cumplir la orden, pero le advirtieron desde allí de que “las calles en Al Mawasi estaban llenas” y “la situación en las tiendas de campaña era muy difícil”. “Hace mucho calor, hay muchos mosquitos y se han expandido las enfermedades”, resume.
Abu Dalal ha acabado en Nuseirat, el campamento de refugiados en el que Israel mató en junio a más de 270 personas al bombardear masivamente la zona del mercado para rescatar a cuatro rehenes. “Fue un día muy difícil. No cesó durante cuatro horas. Sentías como si el misil estuviera encima de ti y corrías rápido, asustada, gritando”, recuerda. Su conclusión: nunca se sabe dónde llegará el próximo ataque, así que no importa tanto dónde estar dentro de Gaza.
En Nuseirat alquila una casa de dos habitaciones con su familia y la de su tía, viuda por un bombardeo. Son 14 personas en total. Como no hay electricidad en toda Gaza, consiguen algo de luz con una batería, un lujo para muchos. “Se ha estropeado, así que la luz es muy tenue y el precio de una nueva es astronómico. Unos 1.000 dólares [935 euros]”, explica. Cargar el teléfono, en placas solares, le cuesta entre cuatro y ocho euros.
Se asea con un recipiente, con el agua que va a buscar a los puntos de distribución. “Tenemos granos en el cuerpo y picazón por el agua sucia”, admite. Según el clima, la usan fría, la templan dejándola al sol o la calientan con un fuego alimentado por leña. Es el mismo sistema con que cocinan las verduras que compran en el mercado a precios astronómicos u obtienen gracias a donaciones o vales de ayuda humanitaria.
El polio se transmite principalmente por el consumo de agua con restos fecales. Casi ha sido erradicado en el mundo desde los años ochenta del siglo pasado, por la vacunación. La pasada semana, las autoridades sanitarias de Gaza declararon una epidemia de polio. La Organización Mundial de la Salud ha introducido un millón de vacunas para los niños, pero la guerra ha bajado la tasa de vacunación del 99% al 89%.
El 70% de las bombas de aguas residuales están destruidas y no funciona una sola planta de tratamiento de aguas residuales. Hace dos semanas, un grupo de soldados israelíes voló con explosivos ―con la luz verde de su comandante― el principal depósito de agua que alimentaba a la ciudad de Rafah. Se sabe porque uno de ellos lo difundió orgulloso en redes sociales, indicando el lugar (el barrio de Tel al Sultan) y el motivo (el sabbat, la jornada de descanso en el judaísmo), con un rap de fondo con frases como: “Sois como cucarachas, así que no lloréis ahora que llegan los exterminadores” o “por cada uno de los nuestros, acabaremos con miles”.
Es la Gaza en la que viven 2,3 millones de personas tras confirmar en sus propias carnes la frase que más repiten desde que comenzó la guerra, el pasado octubre, a raíz del ataque masivo de Hamás a Israel: “No hay lugar seguro”. Al principio, cuando Israel ordenó el desplazamiento hacia el sur de casi la mitad de la población, la sensación prevaleciente era que quedarse en el norte equivalía a morir. Los bombardeos más intensos desde la II Guerra Mundial convencieron a los indecisos. Algunos, además, tenían ahorros y esperanzas de que el conflicto no se prolongaría tanto. Decenas de miles acabaron saliendo por Rafah, pagando sumas estratosféricas.
Pocos creen hoy que estar en una u otra parte de Gaza cambie su suerte. Este mismo domingo, al menos 25 palestinos murieron en dos ataques a escuelas en Ciudad de Gaza; el sábado, al menos 15 fallecieron en un ataque aéreo a otro centro escolar de la capital que albergaba desplazados. La pasada semana fueron más de 30, en otro colegio con desplazados, en Deir al Balah. Lo mismo a principios de julio en Nuseirat, con 16. En todos los casos, Israel indicó que tenía por objetivo milicianos y trataba de minimizar el daño a civiles.
Los diálogos con quienes sobreviven en la Franja transmiten ya más resignación y desesperanza que miedo o enfado. Sea en Deir al Balah, en Jan Yunis o en Yabalia, las imágenes se repiten: una familia arrastra a pie sus pertenencias (entre ellos, los fundamentales bidones para recoger agua) o paga a un conductor de burro o de automóvil para que los transporte lo justo para alejarse de la ofensiva de turno. Quienes duermen en tiendas de campañas, cargan con los plásticos para montarlas y están, por lo general, en la masificada Al Mawasi.
Es el caso de Widad Ishtiwi, de 44 años. Cuenta que los 30 grados de temperatura convierten en agobiante permanecer en la tienda de campaña que comparte con siete familiares, pero lo prefiere a las lluvias de la primavera, que se filtraban y la convertían en un barrizal. Sus hijos la ayudan a “sobrevivir”, otra de las palabras que los gazatíes pronuncian estos meses cuando les preguntan cómo están. Su rutina consiste en “recoger leña para cocinar” y “esperar a que se detenga el camión cisterna” para obtener agua, cuenta entre mensajes de audio y WhatsApp en su tienda de campaña en Al Mawasi. Por lo general comen arroz y lentejas, que reciben de la cocina benéfica de una mezquita y racionan para el resto de la jornada. “Todos los días son así. Esta es mi vida”, resume.
Priorizar el combustible para salvar vidas
Yasmina Guerda, trabajadora humanitaria de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas, ha estado en Gaza durante la guerra y describe las condiciones de vida: “Las últimas semanas hemos observado lugares en los que estamos en torno a dos litros de consumo de agua por día por persona, que es extremadamente por debajo de lo requerido, 15 litros, para higiene y para beber”. Para cocinar, la población “quema lo que encuentra”. El fuel y el gas para cocinar, o no hay o están al alcance de muy pocos bolsillos.
Estos días, cuenta, entran muy a menudo menos de 200.000 litros de combustible al día. “No cubre ni la mitad de las necesidades para alimentar hospitales, pozos de agua, vehículos... Hay tan poco que lo tenemos que priorizar para salvar vidas, lo que es la producción de agua, servicios de salud, transportar comida, y otras actividades vitales”.
El hacinamiento es visible en las imágenes de televisión y redes sociales. Las multitudes en los mercados o en las playas conforman una suerte de hormiguero humano. Gaza ya era antes de la guerra uno de los lugares más densamente poblados del planeta (unas 5.500 personas por kilómetro cuadrado, 60 veces más que España). Ahora sus 2,3 millones de habitantes están menos repartidos, con solo unos 300.000 en el norte, donde está justamente Ciudad de Gaza.
“La mayoría”, señala Guerda, “vive en tiendas improvisadas, hechas con trozos de plástico y telas que han tenido que poner ellos mismos, a veces por séptima u octava vez, por verse desplazados a la fuerza de un lugar a otro”. Las más grandes tienen 24 metros cuadrados y acogen a unas 25 personas. Algunas están a los lados o casi en la carretera.
En Al Mawasi, además, el suelo es de arena, por lo que moverse de noche, cuando apenas hay luz, supone un problema añadido para determinados grupos de población, como mujeres, niños, quienes están en silla de ruedas, han resultado heridos o tienen más edad, añade.
Comercios improvisados
La principal ventaja de quedarse en Al Mawasi es que resulta más fácil obtener ayuda humanitaria, porque hay más despliegue de organismos internacionales (como las agencias de Naciones Unidas) y de ONG, tanto locales como extranjeras. La carretera de la costa (una de las dos que recorren Gaza de norte a sur) se ha llenado de comercios improvisados a uno y otro lado, desde el que vende bollos que hace con la harina y azúcar que entran al que corta el pelo y arregla la barba con una silla y un espejo que rescató de una casa bombardeada.
Todo sucede de manera muy orgánica, en una mezcla de solidaridad, lucro y supervivencia. ¿No hay electricidad? Alguien rescata una placa solar, la transforma en centro de carga colectivo y cobra una pequeña cantidad por teléfono móvil. ¿Apenas funcionan, y de forma parcial, 16 de los 36 hospitales de Gaza y menos de la mitad de los centros de atención primaria? Médicos y ONG se organizan para atender pacientes gratis. ¿Resulta complicado conseguir dinero? Alguien ofrece prestamos verbales a un interés muy alto. ¿Israel abre la mano con la ayuda humanitaria porque acaba de matar a siete trabajadores de la ONG del chef José Andrés, como sucedió en abril? Aumenta la oferta para la misma demanda, así que los precios de los productos bajan. ¿Israel mantiene tres meses cerrado Rafah, el principal punto por el que entraban, y el muelle temporal resulta ser un fiasco y EE UU lo acaba desmontado? Vuelven a subir los precios.
En los momentos más duros, con las panaderías cerradas, los gazatíes pagaban hasta 20 veces más por un saco de harina. Los alimentos cuestan hoy entre tres y cuatro veces más que antes de la guerra. Pero “la situación es muy cambiante”, matiza Guerda. “Un día abre una panadería y al siguiente se queda sin gas de cocina, así que no puede abrir. Todo cambia todo el tiempo y es una inseguridad constante para las personas afectadas por la guerra”.
Israel culpa de la situación a Hamás y, en menor medida, a la ONU. Como de la acumulación de camiones con ayuda humanitaria a las puertas del paso de Kerem Shalom. Guerda insiste en que el problema es la ausencia de “las condiciones necesarias” para hacerla llegar “de manera adecuada”. “Hubo un día en el que el 90% de los camiones se quedaron en el camino de la frontera al almacén, por robos”, señala. Es el círculo vicioso generado por el vacío de poder. Israel no se hace cargo de la seguridad, pero mata incluso a los policías municipales (Hamás gobierna Gaza desde 2007) que salen a la luz para proteger los convoyes de ayuda frente a los asaltos. “No solo faltan combustible y camiones. También conductores dispuestos a asumir el riesgo de la travesía”.
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