Los sueños rotos de los gazatíes
Cinco habitantes de la Franja describen las esperanzas que tenían antes de la guerra. Y cómo casi ocho meses de bombardeos las han convertido en escombros. Apenas esperan hoy sobrevivir o escapar
Hasta octubre, cuando comenzó la guerra, la hoy devastada Gaza era un territorio bloqueado, empobrecido y bombardeado cada tanto por Israel, y gobernado con mano de hierro por Hamás. Pero era también un hervidero de sueños que, sobre todo los más jóvenes, solían contar a los escasos extranjeros que cruzaban o con los que hablaban. Algunos incluso llevaban vidas relativamente acomodadas y proyectaban un futuro distinto a través de los estudios, de la ausencia de muros físicos que ofrece internet o de enamorarse y formar una familia. O imaginaban lo que harían si pudiesen abandonar libremente un lugar tan olvidado a su suerte. Tras casi ocho meses de guerra, cinco gazatíes nos cuentan con qué soñaban entonces. Y cómo hoy, al igual que la propia Gaza, apenas quedan los escombros de aquellas ilusiones.
“Soñaba con crear una empresa informática. Ahora, con encontrar comida y llenar de agua el bidón para lavarme la cara”
El nombre de Helmi Hirez significa en árabe “mi sueño”. Se lo puso su madre, Ibtisam, sonrisa, como la que lucía antes de la guerra, al ver orgullosa en 2022 a sus dos hijos gemelos, Helmi y Mohamed, hoy de 19 años, graduarse de secundaria, dispuestos a comerse el mundo de la informática gracias a la capacidad de internet para superar las barreras del bloqueo israelí sobre Gaza. Los dos se inscribieron en Ingeniería Informática: Helmi, más enfocado en ciberseguridad; Mohamed, en las posibilidades de la inteligencia artificial. Fantaseaban con montar una empresa de tecnologías de la información para ofrecerse como autónomos a otras partes del mundo. “Ahora”, asegura con una risotada nerviosa para no sonar demasiado dramático, “nuestro mayor sueño de cada día es encontrar algo que comer y llenar de agua el bidón para poder lavarnos la cara”.
Residía en Rimal, el barrio más privilegiado de Ciudad de Gaza y que el dinero catarí para la reconstrucción de las sucesivas ofensivas, más el que guardaba una antigua élite y amasaba una nueva (más vinculada a Hamás), llenó de coquetas tiendas y cafeterías hoy devastadas. Lo narra en presente, como si no estuviese ―como otros cientos de miles de desplazados― en una tienda de campaña en la famosa “zona humanitaria” de Al Mawasi. Y como si el corredor montado por el ejército israelí para dividir en dos la Franja no le impidiese regresar a un hogar que, en cualquier caso, está en ruinas.
La casa estaba cerca del hospital Al Shifa. “Y, cuando [los israelíes] quisieron invadir la zona [en noviembre], nos regaron a misiles durante tres días, hasta que entraron”, cuenta a través de mensajes de voz por el móvil. Uno de esos bombardeos mató a 14 miembros de su clan familiar, entre ellos tíos y sobrinos.
Helmi y su familia hicieron lo que les ordenaba el ejército israelí: dirigirse al sur. Como otros cientos de miles de palestinos, recorrió a pie unos 30 kilómetros. “A veces”, rememora, ”tenías que saltar cadáveres para no pisarlos”.
Permanecieron unos tres meses en un apartamento en Rafah. Hasta, cita sin olvidar la fecha, el 12 de febrero: “Eran las 02:10 de la madrugada. Bombardearon la casa de al lado. Estaba a un metro de la nuestra. En Rafah hay muy poca distancia entre los edificios y mucha gente. Gran parte del nuestro se vino abajo. Conseguí salir de los escombros y empecé a escarbar para sacar a mi familia. Llegué a mi madre, puse los dedos bajo su nariz y noté que respiraba, pero estaba inconsciente y muy herida. No sabía qué hacer, no podía cogerla sola. Empecé a gritar y un par de hombres la sacaron y pusieron una manta. Luego tardé 15 minutos en sacar a mi hermana, que estaba viva, pero vomitando sangre. Mi madre murió en la ambulancia, de camino al hospital”. Su padre, añade, se despierta siempre sobre esa misma hora entre pesadillas.
Helmi insiste, con más sorpresa que indignación, en que fueron a Rafah justo por obediencia. “Desde los aviones [militares israelíes] nos lanzaban octavillas diciendo que era una zona segura. Estaba muy claro en el mapa. Tengo fotos. Y es adonde justo decidimos ir, donde nos decían que era seguro”, protesta.
Al día siguiente, enterraron a Ibtisam y se dirigieron a Al Mawasi, la “zona humanitaria ampliada” decretada por Israel ―y criticada por organismos internacionales y ONG― que ha recogido en las últimas semanas cientos de miles de desplazados por la invasión de Rafah. Adolescente, menudo y acostumbrado al universo digital, Helmi comparte allí una tienda de campaña, familiarizándose con tareas de supervivencia que nunca imaginó, luchando por no sollozar al contarlo y tratando de recaudar dinero en línea.
“A la una de la tarde, no puedes ni respirar dentro de la tienda porque hace un calor infernal [unos 30 grados]. No tenemos combustible, así que cocinamos con madera, con el sol dándote de lleno en un clima desértico. Y lavo mi ropa en el mar [Mediterráneo]. Yo estudiaba ingeniería informática y desde niño me sentaba en el ordenador a programar. Pasaba horas escribiendo códigos. Es lo que sabía hacer”, cuenta antes de intentar quitarle hierro con una anécdota. “La primera vez que mi hermano y yo tuvimos que llenar de agua un gran bidón y transportarlo de vuelta, nos tropezamos. Pesa mucho”.
Preparaban su boda en Turquía. Se casaron entre bombardeos en una fábrica de cemento
Asma Al Shaij y Ahmed Al Joujou se enamoraron en el trabajo. Ella tenía 21 años; él, 29 y era el jefe de la empresa de contenidos audiovisuales. Planeaban iniciar su matrimonio musulmán a finales de octubre de 2023. Lo que aquí se llama katb al kitab, la firma de un contrato matrimonial que precede a la boda en sí misma. El 7 de ese mes, Hamás sorprendió a amigos y enemigos con su ataque masivo y el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, declaró el inicio de una “guerra larga y difícil”. “Queríamos celebrar la boda seis meses más tarde en Turquía, con nuestros amigos y nuestra familia. Todo lo que habíamos planeado se derrumbó”, explica por mensajes de WhatsApp.
Los bombardeos los mantuvieron separados. Ella, con su familia en Ciudad de Gaza; él, en Deir el Balah, donde habían pensado sellar su compromiso y lo acabaron haciendo en marzo. Solo que con el sonido de fondo de los bombardeos y en una habitación de una fábrica de cemento, con botellas de agua y café con cardamomo para darle un toque ceremonial. “Lo hicimos en secreto, sin que lo supiese la gente que estaba allí. Sobre todo por lo que estaba pasando y por respeto a los que habían muerto”, explica.
Asma y Ahmed veían la guerra alargarse, sin fin en el horizonte. “Empezamos a pensar que la situación se había vuelto muy peligrosa y pensábamos en escapar de Gaza para salvar nuestras vidas, porque todo iba a peor. Y que teníamos que estar juntos si nos íbamos del país”, cuenta. Escapar significaba entonces pagar al menos 5.000 euros a unos opacos intermediarios en Egipto que aprovechan la tragedia de los gazatíes para lucrarse. El pago sirve para sobornar a quienes incluyen en la lista de los agentes egipcios los nombres que permiten salir de Gaza por el único punto posible.
Una vez más, los planes se torcieron. Asma logró cruzar con su familia antes de que la toma israelí de la parte gazatí motivase el cierre del paso, hace casi un mes. Ahora está en Qatar. Ahmed sigue en Gaza. “No quiso dejar atrás a su familia. Además, cada uno tendría que pagar 5.000 dólares (4.600 euros) para salir y eso es mucho dinero, porque son cinco. Estoy muy triste y preocupada por él”.
Ahmed trabajaba como productor de vídeos y contenido creativo y perdió en un bombardeo su equipo fotográfico. Ella es creadora de contenidos. “Antes de la guerra, mi sueño era formar con él un hogar, crear una pequeña familia y tener un trabajo con el que nos encantara crecer. Planeábamos crear nuestra propia empresa y trabajábamos en crear nuestra página web. Ni mi casa ni la de la familia de Ahmed existen ya. En una frase, no nos quedan sueños”.
Versos en la tienda de campaña: “Nuestra vida era hermosa, pero no lo sentíamos”
“¿Qué quieres que te cuente? ¿Cómo han desaparecido mis sueños? ¿Cómo han destrozado mis esperanzas? ¿Qué va a cambiar si te cuento nuestro sufrimiento? ¿Puedes detener la guerra?”. Saya Tabash, de 19 años, acumula meses de frustración, de sensación de que el mundo le ha dado la espalda por nacer y crecer en el lugar equivocado.
“Mi sueño era ser algo así como una ‘mujer fuerte e independiente’, y trabajar en mí misma”, cuenta. También, aunque no pensase tanto en ello, sentirse “segura y en paz”. “Ahora, en resumen, estoy en la mierda”, escribe sin completar la palabra para no blasfemar. Lo resume en una de sus publicaciones en redes sociales, con una sucesión de momentos felices que hoy parecen mucho más lejanos: “Nuestra vida era hermosa, pero no lo sentíamos. Lo juro”.
Estaba en primer año de Ciencias Informáticas en la Universidad de Al Azhar, en la capital. Hoy dañada o demolida por el ejército israelí, como otras 11 de la Franja. Estudiaba, pero su verdadera ambición era, y es, vivir de la escritura. De novelas “de romance y de tristeza”. Manda ejemplos, esbozos, en árabe y en inglés. Hay más ahora de las segundas que de las primeras. Su escritura se ha ido amargando. “Si fuera llanto, lloraría. Pero es más”, dice uno de los versos. O “Todo se detuvo en mi vida, menos las lágrimas”. En un poema titulado ¿Te imaginas? enumera sus pérdidas (“la casa y el barrio para vivir en una tienda de campaña” y “los años de estudio”) y lamenta que salvar la vida pase por pagar 5.000 euros. “Todo ello, simplemente, porque soy de Gaza”, concluye.
Tabash sigue escribiendo, en la tienda de campaña en Rafah en la que se refugia con su familia. Asegura que solía hacerlo en ordenador, pero no le dio tiempo a rescatarlo de su casa en Gaza capital al escapar corriendo de un bombardeo. Ahora compone los versos en el móvil, que carga por las mañanas en unas placas solares colectivas. “¿Sabías que no hemos visto electricidad desde el principio de la guerra? Las placas solo funcionan de día, así que cuando se me acaba la batería escribo en una libreta, con un bolígrafo”, cuenta. “Amo mi ciudad, pero tengo miedo de intentar volver. No huimos de casa porque la odiásemos. No, no. Escapábamos de la muerte”.
Seleccionada por Google, se aferra a la esperanza: “Es lo único que nos han dejado”
Nisma Abushamala, de 21 años, posa sonriente con Nouna, su gata de angora blanca, en brazos en el balcón de su casa en Ciudad de Gaza, en la foto que sigue en su perfil de una aplicación de mensajería. Esa casa ya no existe. Tampoco la universidad donde esta joven estudiaba. “Destruyeron mi hogar y toda mi vida”, resume.
El pasado 13 de octubre, Nisma, sus padres, sus dos hermanos y su mascota escaparon de su apartamento siguiendo la primera orden de evacuación israelí del norte de Gaza. Los dos primeros meses la familia se refugió en la casa de los abuelos paternos en Jan Yunis, en el sur. En diciembre, la aviación israelí arrojó panfletos ordenando a los habitantes que desalojaran también esa localidad. Los Abushamala se instalaron en Al Mawasi, entonces una estrecha franja de 8,5 kilómetros cuadrados junto a la costa de Gaza.
Nesma habla por teléfono desde la tienda de campaña donde vive desde entonces con su familia. Parece tímida. Le cuesta describir sus pésimas condiciones materiales: no tienen agua ni electricidad y la comida escasea. Sí explica cómo eran esos sueños que se “han ido a pique”.
Era una de las mejores estudiantes de su curso en la Facultad de Ingeniería Informática de la Universidad de Al Azhar, una de las más importantes del enclave palestino, asegura orgulloso también por teléfono su padre, Jalil Abushamala. Como muchas otras familias palestinas de clase media, los Abushamala habían animado a sus hijos a que estudiaran. La mayor, Nour, de 24 años, tiene un grado en Derecho y quería ser diplomática. El segundo, Mohammad, de 23 años, se graduó en Traducción. Esta familia está tratando también de reunir el dinero para salir de la Franja y que sus hijos puedan continuar sus estudios.
“Me quedaba un año y medio para graduarme. Quería terminar mis estudios y soñaba con empezar pronto a trabajar como ingeniera de software. Ahora ya no hay esperanza de que pueda hacerlo”, lamenta Nisma.
Gracias a su buen expediente académico, había accedido al Google Developer Students Club (Club de Estudiantes Desarrolladores de Google), un proyecto de voluntariado ofrecido por la multinacional a estudiantes de todo el mundo, recuerda la joven. Para ser admitido hay que demostrar “conocimientos fundamentales sobre los conceptos de desarrollo de software”, explica la compañía en su web. La estudiante palestina había sido aceptada tras superar diversas pruebas a través de internet.
“Como cualquier persona joven en el mundo, mis amigos y yo queríamos tener un futuro mejor, graduarnos y conseguir un trabajo. Ahora no sabemos lo que va a ser de nosotros, pero espero que no tengamos que irnos y poder vivir con mi gente en Gaza; que mi generación no se vea obligada a exiliarse”, afirma.
Nisma añora su facultad, a sus amigos y “las conversaciones y las clases con los profesores”. Dice que “esos recuerdos representan mucho”, porque “ya nada de aquello existe”. Luego repite que los gazatíes “superarán esto”. Y añade: “Lo llevamos haciendo una y otra vez desde 1948″. Es el año en que se creó el Estado de Israel y los palestinos sufrían la Nakba (catástrofe), la expulsión o huida de sus tierras de unos 750.000 ante el avance primero de las milicias sionistas y después, del ejército israelí.
“Somos como el ave Fénix que renace siempre de sus cenizas. Seguiremos viviendo”, remarca Nisma: “Nos queda la esperanza. Es lo único que nos han dejado”.
De decorar la nueva casa familiar a una chabola en un cementerio
Fuad Ayyad ―”33 años, casado, católico”, se define― intenta conectar por videoconferencia para mostrar la caseta en el cementerio de San Porfirio en la que vive con su mujer y su hija de tres años. Es la iglesia greco-ortodoxa en Ciudad de Gaza en la que cientos de cristianos como él buscan refugio y comida, pese a haber sobrevivido allí mismo a un bombardeo aéreo que mató a 18 personas en octubre. La conexión no da para mucho. Más aún tratándose del norte, la zona más devastada y castigada por la invasión israelí y en la que quedan cerca de 300.000 gazatíes, de un total de 2,3 millones. Ignoraron las órdenes del ejército israelí al principio de la guerra de dirigirse al sur y se sienten ahora reivindicados, ya que el paso del tiempo ha mostrado que ningún lugar es seguro en Gaza.
Ayyad se resigna a continuar por mensajes de audio a través de WhatsApp, que interrumpe en ocasiones para que se escuche de fondo el sonido de un bombardeo cercano. Su sueño era tan sencillo como universal: disfrutar de la casa familiar que tardó siete años en tener. “Habíamos acabado de amueblarla 15 días antes de que empezase la guerra”, lamenta. Como tantas otras, está hoy destrozada por unos bombardeos que ―como admitió el propio portavoz militar israelí, Daniel Hagari, al principio de la guerra― primaban el “daño” sobre la “precisión”. “Estaba sentando las bases para garantizar que mi preciosa hija tuviera una vida respetable, pero la guerra lo destruyó. Toda mi vida ha quedado destrozada”, lamenta.
Su sueño ahora es otro, y lo repite a cada momento: irse de Gaza. Es lo que pudieron hacer en las primeras semanas de guerra aquellos con nacionalidad de algún país occidental. O con ahorros suficientes para pagar el dineral que cuesta. La conversación deriva enseguida en petición de dinero. Ayyad cuenta que su mujer es egipcia y que solo piensa en salir e instalarse allí con la familia de ella. “Llevamos siete meses aquí de problemas con la electricidad, con la comida, con la bebida… He perdido muchos amigos, tanto cristianos como musulmanes. La verdad ―admite― es que ahora solo tengo un sueño: irme”.
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