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Tribuna
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Israel y las guerras sin fin

Netanyahu ha embarcado al país en un conflicto en el que la victoria es inalcanzable: la resistencia del enemigo es inagotable y él no tiene plan para controlar el territorio. La única solución es a largo plazo y está en manos de los israelíes, que deben decidir qué país quieren ser

Israel
NICOLÁS AZNÁREZ
José María Ridao

El acuerdo que parece ir abriéndose paso en la comunidad internacional para poner fin al conflicto entre Israel y Hamás desencadenado por los atentados del pasado 7 de octubre se articula en torno a dos principios expresos: la salida del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y el inicio de negociaciones que conduzcan a la solución de los dos Estados en el territorio del antiguo mandato británico sobre Palestina. Pero existe, además, un principio implícito, que es el que probablemente acabará marcando la evolución del conflicto en los próximos meses y años: al contrario de lo que han venido sosteniendo Netanyahu y sus aliados, incluyendo los patrocinadores de los Acuerdos de Abraham, la completa anexión de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, ocupados a raíz de la guerra de 1967, no conducirá a la “extinción” del problema palestino, sino a la profundización de la fractura política, social y religiosa que ensombrece el futuro de Israel.

El asesinato de Isaac Rabin, en 1995, fue una señal de alarma que la comunidad internacional, además de la propia opinión israelí, han preferido ignorar a lo largo de tres décadas, transigiendo entretanto con la colonización intensiva de los territorios ocupados, contra el derecho internacional. Por más que se haya responsabilizado invariablemente a los líderes palestinos de las dificultades para alcanzar un acuerdo de paz —un acuerdo que, sea del signo que sea, contendría siempre algún género de arreglo territorial—, lo cierto es que amplios sectores de la sociedad israelí, reflejados en la mayoría parlamentaria que ha sostenido durante años a Netanyahu y que lo trajo de vuelta al poder, rechazan realizar concesiones como las que proponía Rabin, quien pagó con su vida a manos de un colono radicalizado. Desde entonces poco o nada ha cambiado la corriente de fondo en Israel, salvo que las fuerzas que se encontraban en los márgenes del sistema político ocupan ahora un lugar central, polarizando a los israelíes, por un lado, y bloqueando, por otro, cualquier salida negociada con los palestinos. Y cualquier salida significa cualquier salida, territorial o jurídica, puesto que Netanyahu hizo aprobar una ley que define a Israel como un Estado judío, más de seis décadas después de su creación. La intención no era afirmar una obviedad, sino establecer un orden jurídico que conduciría a un sistema de apartheid si la salida al conflicto fuera, no la de los dos Estados, a la que Netanyahu y sus aliados se oponen, sino la de un único Estado con iguales derechos para todos, palestinos e israelíes, a la que también se oponen.

De acuerdo con una mínima exigencia democrática, sin entrar siquiera en las eventuales responsabilidades contraídas por no haber anticipado un atentado como el perpetrado por Hamás y ordenar, en represalia, una operación militar que ha causado 34.000 muertos, la destrucción de hospitales e infraestructuras civiles o la hambruna de dos millones de civiles en Gaza, un líder como Netanyahu no podría permanecer al frente de ningún Gobierno. Pero considerar que su caída, si se produce, va a permitir un giro de la política israelí con respecto a la ocupación y el trato a los palestinos es fruto de un cálculo que no toma en consideración la bomba de relojería que el propio Israel ha ido cebando en su interior desde 1967, cuando comenzó la ocupación. Hasta donde se sabe, los ciudadanos israelíes reprochan a Netanyahu haber prestado más atención a sus problemas con la justicia, tratando de someterla, que a sus deberes como primer ministro, comenzando por el de preservar la seguridad del país. Sobre la manera en la que está conduciendo las operaciones militares y el objetivo de acabar con Hamás el acuerdo es amplio, con la única excepción de si debe declarar una tregua para negociar la liberación de los rehenes.

Pero es precisamente la manera en la que Netanyahu está conduciendo las operaciones militares y el objetivo de acabar con Hamás lo que está llevando a Israel a un callejón sin salida; el mismo, por cierto, en el que se precipitó Estados Unidos al declarar una “guerra contra el terrorismo” tras los atentados del 11 de septiembre. Ambas son guerras sin fin, guerras que deben librarse indefinidamente, no porque los enemigos dispongan de una inagotable capacidad de resistencia, sino porque quienes las declaran definen la victoria en unos términos que impiden alcanzarla por medios militares, obligando a que los ejércitos emprendan una interminable carrera contra la propia sombra. Por medios militares Israel podría, quién sabe, tomar el perímetro de Gaza, si es que supiera qué hacer después con el territorio y los habitantes. Acabar con Hamás, por el contrario, es una victoria inalcanzable, porque mientras uno solo de los militantes de la organización, uno solo, cometa un atentado y lo reivindique en su nombre, la guerra no habrá terminado. Esta es la razón por la que Netanyahu y sus aliados se resisten a declarar ninguna tregua, ya sea la que le reclama el Consejo de Seguridad o la que le exigen los familiares de los rehenes para negociar su liberación. Las treguas, para Netanyahu y sus aliados, son victorias parciales de Hamás, puesto que obligan a reconocer, fortaleciéndolo en el plano político, a un enemigo que, sin embargo, buscan aniquilar en el militar.

Aun suponiendo que Netanyahu cesara como primer ministro y aun suponiendo, además, que su eventual sucesor quisiera y pudiera declarar el fin de la guerra pese a los atentados que Hamás perpetraría acto seguido para arrogarse la victoria —pírrica sin duda, pero victoria al fin y al cabo, porque no habría sido destruida—, Israel se asoma a un tenebroso horizonte de división interna. En este momento, los sucesivos gobiernos de Israel han consentido que se asienten en Cisjordania y Jerusalén Este medio millón de colonos, civiles armados que algunas fuerzas políticas llevan instrumentalizando desde el asesinato de Rabin contra cualquier decisión que pudiera implicar una cesión territorial en favor de los palestinos. Así las cosas, ¿es previsible imaginar en el corto o medio plazo un gobierno israelí que cuente con la mayoría parlamentaria y el consenso social requeridos para afrontar la solución de los dos Estados, desmantelando los asentamientos? ¿O lo que puede suceder, por el contrario, es que la fractura política, social y religiosa deliberadamente alimentada por Netanyahu y sus aliados alcance un punto sin retorno si un nuevo gobierno lo intenta? La solución de los dos Estados, por lo demás, se limita a recordar, con 76 años de trágico retraso, la necesidad de dar cumplimiento a la Resolución 181 por la que Naciones Unidas dividió el mandato británico sobre Palestina entre los pioneros sionistas y los habitantes nativos.

La pregunta, como siempre en Oriente Próximo, es qué hacer. Pero la respuesta, esta vez, solo depende de los israelíes. En concreto, de la decisión que adopten acerca de en qué país quieren vivir y cuál quieren que sea la naturaleza de su Estado. ¿Pueden continuar la ocupación y los asentamientos ignorando los más elementales derechos de los palestinos, violando la legalidad internacional y acusando de antisemita a cualquiera que denuncie que sus ataques contra Gaza exceden con mucho los límites de la legítima defensa? El tiempo, entretanto, corre contra los palestinos, porque siguen muriendo cada día bajo unas bombas que exhiben obscenamente fuerza, nada más que fuerza. Pero también corre contra los israelíes, cada vez más divididos mientras Netanyahu y sus aliados, intentando imponer una solución que no es solución, perseveran en la guerra sin fin en la que se han embarcado y que ahora amenaza con arrastrar a toda la región y con llegar aún más lejos.

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