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Los muertos civiles que inflaman la batalla entre Israel y Hezbolá

Los bombardeos israelíes en el sur de Líbano han matado a 88 civiles, entre ellos niños, ancianos, mujeres, sanitarios y periodistas. Su sangre alimenta el ciclo de venganza en las reglas no escritas de ocho meses de enfrentamientos

Un retrato de Sara Qashaqash, junto a su tumba y la de tía Mariam, en la localidad de Hanine, en el sur de Líbano.
Un retrato de Sara Qashaqash, junto a su tumba y la de tía Mariam, en la localidad de Hanine, en el sur de Líbano.Oliver Marsden
Antonio Pita

Cuando oyó el estruendo, Mohamed Hussein Hamdan no sabía que sus padres estaban en casa. Era 28 de febrero y la aviación militar israelí acababa de lanzar en Kafra, una aldea del sur de Líbano, un misil ―preciso y con poca carga explosiva, a tenor de la destrucción― contra la vivienda de Hussein Ali Hamdan (87 años) y Manar Ahmed Abadi (85). El hombre daba por hecho que sus padres se encontraban en Beirut, donde se habían resignado a convertirse, ya octogenarios, en unos de los 94.000 desplazados de la zona fronteriza que esperan ―por lo general en casas de familiares― desde hace ocho meses el fin de un fuego cruzado entre Israel y Hezbolá que, sin embargo, nunca ha estado tan cerca como ahora de degenerar en guerra abierta.

Hussein y Manar sí estaban en su casa en Kafra, como recuerda hoy un cartel sobre los escombros con sus rostros y una frase en árabe: “Mártires del sionismo traicionero”. Acababan de llegar de la capital para recoger el documento de propiedad de otra vivienda. Lo necesitaban porque se disponían a llevar ante los tribunales al arrendatario por impago, cuenta Mohamed. El misil los mató de inmediato. El ejército israelí lo contaba así en un comunicado: “Nuestros cazabombarderos golpearon instalaciones militares e infraestructura terrorista de Hezbolá”. La expresión “infraestructura terrorista” engloba aquellos inmuebles vacíos que Israel sospecha ocupados por milicianos.

“Estaba fumando narguile [pipa de agua] en una casa a unos 200 metros de aquí cuando oí la explosión. Alguien me dijo: ‘Hay un incendio en casa de tus padres, no están allí, ¿verdad?’. ‘No, no, están en Beirut’, respondí. Empecé a llamarlos por teléfono mientras corría hacia la casa, pero me daba como apagado y no me podía acercar, porque había fuego en la calle. Entonces alguien me dijo: ‘Lo siento, sí que estaban en la casa”, recuerda.

Mohammed, de 46 años, camina sobre los escombros de la casa ―intentando no tropezar con los trozos de baldosas rotas, ni clavarse los hierros que sobresalen del hormigón armado― para explicar dónde se tumbaba su madre en la hamaca o dónde solían jugar abuelos y nietos hace apenas un año. Él vivió en Rusia, donde conoció a su hoy mujer. Cuando en 2017 decidieron establecerse en Kafra, se hicieron un hueco en la casa familiar. “A mis padres les encantaba estar rodeados de nietos, pero cuando tienes una gran familia también quieres que descansen, y ellos ya estaban mayores”, señala. En 2023 se mudaron a otra casa.

Poco después, estalló la guerra en Gaza, Hezbolá atacó a Israel (tímidamente al principio) y el fuego cruzado se convirtió en diario. Los padres buscaron protección en la capital, mientras que Mohamed y su mujer se quedaron en Kafra, un feudo de la milicia Hezbolá a apenas ocho kilómetros de Israel en el que cualquier vehículo de paso corre el riesgo de acabar en chatarra. Un día más tarde, un misil israelí mató a cuatro hombres de Hezbolá en una carretera secundaria cerca de la ciudad de Tiro, como dejaban constancia una mancha negra y unas pocas piezas de coche desperdigadas por el asfalto.

Mohamed fluctúa entre tres sentimientos al hablar. Uno es el dolor por perder a sus padres “en un segundo”. “No deseo a nadie en el mundo sentir algo así. Que no me veas llorar no significa que no llore por dentro en silencio”, dice. Otro, el odio hacia Israel y ―a diferencia de los palestinos, que lo mencionan con menos frecuencia― hacia quien más lo arma y apoya, Estados Unidos. “Para mí son lo mismo. Los dos han matado a mi familia. Encontré un trozo de munición entre los escombros. No era israelí, era estadounidense”, puntualiza. Son, respectivamente, el Pequeño y el Gran Satán, en la terminología fundamentalista de la República Islámica de Irán, sostén de la milicia de Hezbolá y tan chií como los 4.000 habitantes de esta aldea. El tercero es el orgullo ideológico: “No sé qué pretendían con esto, pero nunca nos iremos de aquí. Es nuestra tierra”.

Una tierra donde las imágenes nada tienen que ver con las de Gaza, donde los bombardeos (con cargas de hasta una tonelada) han matado a casi 8.000 niños y 5.500 mujeres, y un algoritmo de inteligencia artificial calcula como “daño colateral” aceptable 100 civiles por cada comandante de Hamás, según una investigación periodística. El ejército israelí está usando fósforo blanco en zonas residenciales pobladas (algo prohibido por el derecho internacional) en el sur de Líbano, según han documentado ONG de derechos humanos como Human Rights Watch y Amnistía Internacional. Pero el tipo de impactos en las casas ―con apenas daños en los edificios colindantes― muestran el uso de proyectiles contra objetivos específicos. El panorama es, además, muy distinto entre las aldeas chiíes más castigadas (donde no hay un alma, cada tanto se ve una casa en ruinas y solo se oye el zumbido de los drones israelíes) y las localidades cristianas o drusas, con peluquerías abiertas y gente secando hojas de tabaco en su parcela.

El número de civiles muertos en Líbano es, de hecho, muy bajo comparado con Gaza: 88, de los que 27 eran mujeres; 12, niños; 19 trabajadores sanitarios y tres periodistas, según los últimos datos que recoge la oficina humanitaria de Naciones Unidas, del 29 de mayo. El Ministerio de Sanidad libanés cifra el total de muertos en el país por bombardeos israelíes desde octubre en 375, sin distinguir entre civiles y combatientes. Hezbolá sí los reconoce (como “mártires en el camino a Jerusalén”) tanto en Líbano como en Siria: unos 320. Es la misma cifra que dio la pasada semana el ministro israelí de Defensa, Yoav Gallant, al acusar al líder de Hezbolá, Hasan Nasralá, de “arrastrar a Líbano a una realidad muy, muy difícil”. En el norte de Israel los muertos superan los 30, 10 de ellos civiles.

Un cartel en una carretera en el sur de Líbano recuerda a un combatiente de Hezbolá muerto.
Un cartel en una carretera en el sur de Líbano recuerda a un combatiente de Hezbolá muerto.Oliver Marsden

El contraste entre Líbano y Gaza alimenta precisamente la idea por la que tantos defienden aquí la muqawama (resistencia). Ven a Hezbolá como una especie de seguro, de ejército auténtico que venga las muertes en Gaza a la vez que disuade a Israel de una invasión y enfrentamiento como el que mantuvo durante 18 años (1982-2000) y que nació precisamente para combatir. Nadie olvida tampoco que la milicia libanesa venció simbólicamente a Israel en 2006 al hacer frente durante 34 días a un enemigo tecnológicamente muy superior y matar a 165 israelíes (121 de ellos soldados, más de un tercio que todos los de ocho meses en Gaza). Hoy, tiene entre 50.000 y 100.000 hombres, más y mejor arsenal y una década de entrenamiento en combate en la guerra siria, en apoyo del presidente Bachar el Asad.

Maldición de Líbano, para algunos de sus habitantes; orgullo para otros; Hezbolá (y Amal, otro movimiento chíi) están aquí omnipresentes. Un inmenso cartel con el rostro del líder de Hezbolá, Hasan Nasralá, da la bienvenida a la aldea de Bafliye, antes de otro con el mensaje: “Los habitantes de esta tierra esperan al mahdi”. Es el “imam oculto” que vive escondido desde el siglo IX y reaparecerá un día para salvar el mundo, según la principal rama del islam chíi, la duodecimana, que se profesa aquí.

Imad Mughniye, el número dos de Hezbolá asesinado en Damasco en 2008 con un coche bomba por la CIA y el Mosad, observa al visitante desde la misma carretera decorada con cárteles celebrando el ataque de Hamás del 7 de octubre (casi 1.200 muertos en Israel y más de 250 rehenes). “El diluvio de los libres”, lo llaman, parafraseando su nombre (Diluvio de Al Aqsa) con imágenes de la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén que apelan a todos los musulmanes del mundo (sean suníes, como los palestinos, o chíies, como Hezbolá) a combatir a Israel como parte de una lucha escatológica entre el bien y el mal.

Respuesta letal

Tanto en este lado de la frontera como en el israelí, todos conocen las normas no escritas del enfrentamiento, pese a la enemistad. Atacar soldados o milicianos (con Israel causando unas diez veces más bajas) es legítimo. Si Israel mata algún dirigente o Hezbolá se aventura con una acción particularmente intrépida (derribar un dron, un globo de observación o atacar lejos de la frontera...), la respuesta será más letal y profunda.

Matar civiles es subir la apuesta. En febrero, por ejemplo, en uno de los picos de tensión más críticos, Israel mató a 10, cinco de ellos niños, después de que Hezbolá hiciese blanco con un dron con explosivos en una importante base militar en la ciudad de Safed. “Ha sido premeditado. Si Israel quisiera atacar combatientes, podría haber evitado [matar] civiles. El enemigo pagará con sangre el precio de derramar estos días la sangre de nuestras mujeres y niños”, advirtió entonces Nasrala.

"En el camino a Jerusalén vuestras almas pasaron antes que vuestros cuerpos", reza el cartel ante la casa bombardeada por Israel donde murieron Mariam Qashaqash y Sara Qashaqash.
"En el camino a Jerusalén vuestras almas pasaron antes que vuestros cuerpos", reza el cartel ante la casa bombardeada por Israel donde murieron Mariam Qashaqash y Sara Qashaqash.Oliver Marsden

Uno de los 12 niños muertos desde octubre era Sara Qashaqash, de 11 años, junto con su tía Mariam, de 50 y viuda de un miliciano de Amal. Sobre los escombros de la casa se alza hoy la bandera amarilla de Hezbolá. Las dos yacen en Hanine, una localidad tan en el punto de mira israelí que se oye al viento mover las hojas de los árboles y ni siquiera aparecen los habituales jóvenes de Hezbolá para asegurarse de que los periodistas no son en realidad “espías del enemigo sionista”, como suele suceder en pocos minutos.

No son tiempos para despedidas largas a la vista de los satélites estadounidenses que utilizan los servicios de inteligencia israelíes, así que la sepultura es precaria. Apenas cemento y piedras puestos a toda prisa junto a una mezquita. También velas y ramos de flores, un mensaje (“En el camino a Jerusalén vuestras almas pasaron antes que vuestros cuerpos”) y un cartel de Sara sonriente con el uniforme de Imam al Mahdi, los scouts de Hezbolá.

Tampoco Ali Qashaqash se ha quedado en Hanine para velar a su hermana y su sobrina. Está desplazado más al interior, en la localidad de Bazuriye, después de ver apagarse a su sobrina con impotencia, “emparedada entre dos plantas de la casa [bombardeada], haciendo señales con las manos y pidiendo ayuda mientras se desangraba”.

Ali Qashaqash, retratado en la localidad libanesa de Bazuriye.
Ali Qashaqash, retratado en la localidad libanesa de Bazuriye.Oliver Marsden

“Sabía que estaban muriendo como mártires, y eso me consolaba, porque es algo a lo que damos mucho valor. Amamos el concepto de martirio. Pero eso no justifica que disparen contra una casa donde hay mujeres y niños. ¿Qué ha visto de la vida una niña de 11 años? ¿Cómo iba a haber luchadores en la casa si estaban mis padres y todo el mundo llevaba el móvil?”, dice en referencia a que los milicianos evitan llevarlo para que Israel no los localice por el GPS.

Ali habla con calma, sin esconder su orgullo por el papel de la “resistencia” y recordando que los aliados de Israel, las falanges cristianas, ya obligaron a su familia a escapar del mismo Hanine durante los 15 años de guerra civil que asolaron Líbano (1975-1990). “Sin la resistencia, nunca habríamos podido volver a nuestra tierra, a la que estamos muy apegados. Y si no existiese, Israel ya nos la habría robado. Nos pusieron a un demonio [en alusión a Israel] al lado. ¿Qué hacemos? O lo enfrentamos o huimos”, lanza, justo cuando más fuerte suenan los tambores de guerra.

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Sobre la firma

Antonio Pita
Corresponsal para Oriente Próximo, tras cubrir la información de los Balcanes en la sección de Internacional en Madrid. De vuelta a Jerusalén, donde ya trabajó durante siete años (2007-2013) para la Agencia Efe. Licenciado en Periodismo y Máster de Relaciones Internacionales y Comunicación por la Universidad Complutense de Madrid.
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