Guantánamo, dos décadas a la espera de la justicia
El acusado de matar a 17 personas con una bomba en el destructor ‘USS Cole’, Abdelrahim al Nashiri, en la cárcel desde 2006, alega en una vista previa haber sufrido torturas a manos de la CIA
Geográficamente, hallarán el Campo Justicia en la base naval estadounidense de Guantánamo, en la isla de Cuba, donde se inauguró en 2002. Espiritualmente, puede encontrarse en la intersección donde coinciden los mundos de El Proceso, de Franz Kafka, Esperando a Godot, de Samuel Beckett y Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez.
El Campo Justicia —un recinto vallado, rodeado de alambradas de espino y torretas, y donde solo se puede acceder con una acreditación especial— es el universo de las comisiones militares, los particulares tribunales castrenses creados en 2006 por el Gobierno de George W. Bush para procesar a los ”combatientes enemigos” de Guantánamo sin concederles las garantías que la Convención de Ginebra otorga a los prisioneros de guerra. Un universo donde los sospechosos de algunos de los peores atentados de este siglo esperan desde hace dos décadas a que su caso llegue alguna vez a juicio.
Este es un lugar áspero, polvoriento, de barracones prefabricados ocultos por vallas y prominentes mensajes de “prohibido fotografiar”, rodeado por alambradas de espino bajo un sol inclemente. Literalmente, impone su propia ley: las comisiones militares emplean una peculiar mezcla de la legislación penal estadounidense y sus tribunales marciales, creadas bajo el —dudoso— principio de que las personas aquí procesadas no tienen derechos ni se encuentran en territorio de EE UU, por lo que no pueden acogerse a las garantías judiciales que recibirían allí. El sistema acepta como válidos, por ejemplo, testimonios recogidos de oídas si los considera fiables.
“Este es un sistema creado para confundir y evitar que las cosas se esclarezcan, no para ofrecer juicios justos”Abogado defensor en Guantánamo
Un abogado defensor de los presos advierte antes de emprender rumbo a la base: “Si lo que ve en el tribunal le parece que no tiene sentido, es porque no lo tiene. Este es un sistema creado para confundir y evitar que las cosas se esclarezcan, no para ofrecer juicios justos”. Un universo donde todo aparece provisional y precario —el centro de prensa instalado en el interior de un antiguo hangar, los barracones que albergan la cavernosa sala de audiencias— pero que se ha transformado en permanente. El terreno legal inexplorado en el que se mueven las comisiones militares, los continuos recursos y la polémica sobre el pasado de torturas de la cárcel han eternizado los juicios pendientes. Todos esperan esos procesos pero, como Godot, quizá nunca lleguen para unos presos que envejecen de manera acelerada.
En una declaración de optimismo, se está construyendo una nueva sala de audiencias y 162 pequeñas unidades prefabricadas, las viviendas de los abogados, testigos y jurados en esos futuros juicios. Sus puertas amarillas —y la bandera estadounidense, escoltada por otras militares— ofrecen la única nota de color en el recinto.
El ‘caso Al Nashiri’
Aquí es donde a lo largo de los últimos seis meses se ha examinado, en una serie de audiencias preliminares, el caso de Abd-el Rahim al Nashiri, el acusado de perpetrar el atentado contra el destructor USS Cole en 2000 frente a las costas de Yemen, en el que murieron 17 militares estadounidenses de entre 19 y 35 años. De ser declarado culpable, afronta la pena de muerte. Si alguna vez se llega a juicio: el caso de este saudí de ascendencia yemení, hoy de 58 años, lleva enredado en los tribunales desde que en 2011 se celebró su primera audiencia preliminar. El Grupo de Trabajo de la ONU sobre Detenciones Arbitrarias considera que “sus derechos a un juicio justo y el proceso debido se han violado de modo repetido en Guantánamo”.
Al Nashiri fue capturado en Emiratos Árabes Unidos y entregado en 2002 a la CIA, que lo hizo desaparecer durante cuatro años en sus llamados “agujeros negros” de Afganistán, Tailandia, Marruecos, Polonia, Lituania y Rumania. Allí, para que revelara la información que pudiera tener sobre aquel ataque y otros, y los datos que pudiera revelar sobre futuros atentados, fue sometido a todo tipo de torturas psicológicas y físicas. Simulaciones de ahogamiento. Posturas dolorosas. Privación de sueño. Simulacro de una ejecución. Amenazas de violar a su madre ante sus ojos. Violación anal a él mismo. Hasta que en 2006 fue finalmente trasladado a Guantánamo; en 2011 comenzó su proceso judicial actual.
Los avances en su juicio se han visto complicados por problemas típicos de este atípico sistema judicial. Los letrados militares cambian con frecuencia, tanto entre la defensa como en la fiscalía, y los recién llegados necesitan tiempo para hacerse con los intrincados detalles del caso. La obligación de celebrar las vistas en Campo Justicia dificulta los traslados de los testigos, del personal legal y de los observadores, quienes para participar en las audiencias deben adaptarse al único vuelo disponible, un chárter militar que parte desde Washington una vez por semana. El discurrir de las vistas se ve interrumpido con frecuencia para tratar a puerta cerrada algún asunto en el que se maneje información clasificada.
Luego están los problemas particulares de este caso, por el que han pasado ya tres jueces. El actual, Lanny Acosta, se jubilará de las Fuerzas Armadas el 30 de septiembre, lo que forzará un nuevo relevo y probablemente nuevos retrasos. Ya acumula unos cuantos, y largos: dos años de resoluciones en torno al caso se tuvieron que anular y empezar de nuevo cuando un tribunal superior dictaminó que uno de los jueces anteriores tenía un conflicto de interés.
En esta audiencia preliminar se decide sobre la validez de una serie de pruebas y testimonios incriminatorios contra Al Nashiri. Entre ellos, una confesión emitida por el acusado en 2007, ya en Guantánamo y ante un equipo de interrogadores “limpio”, no implicados en incidentes de tortura. La defensa, encabezada por el abogado Anthony Natale, pedía que no se admitiera y alegaba que su cliente admitió su culpa condicionado por el recuerdo de la tortura a la que había sido sometido durante cuatro años y a quien una médico describió como “uno de los individuos más gravemente traumatizados” que había visto, tras examinarlo en 2012.
Para apoyar sus tesis ha citado a lo largo de la audiencia, entre otros, a un antiguo investigador en Guantánamo sobre la red terrorista Al Qaeda y a un psicólogo que participó en los maltratos contra Al Nashiri y que ha mostrado gráficamente algunas de las prácticas en aquellos “interrogatorios reforzados”, como se les llamaba entonces.
La fiscalía, con el letrado Michael O’Sullivan al frente, sostiene que el acusado era perfectamente competente cuando se autoinculpó a lo largo de tres días de declaración ante un equipo “limpio” —que no había participado en los maltratos— de interrogadores. “Esa no fue una confesión de 15, 20 minutos, fue la larga narración de toda una vida”, aduce el fiscal Ed Ryan. Ha presentado los testimonios, entre otros, de los agentes que le interrogaron y un médico que ha testimoniado en favor de esas tesis.
La defensora Annie Morgan señala, por su parte, que el acusado había sido sometido a cerca de 200 interrogatorios antes de quedar a cargo del llamado “equipo limpio” de investigadores.
Medidas especiales de seguridad
Para acceder a la sede del tribunal hay que obtener una acreditación especial, que debe mantenerse fuera de la vista en el resto de la base. En el interior del recinto están prohibidos los teléfonos móviles y cualquier otro equipo electrónico, que debe guardarse en unos casilleros. Tras ese paso esperan dos controles de seguridad consecutivos. No está permitido introducir comida ni bebida.
La sala de juicios ya está preparada, con sus filas de asientos para la defensa, la fiscalía y el jurado, para el momento futuro en que se pueda proceder a los juicios de los nueve presos acusados de algún delito: además de Al Nashiri, cinco presuntos implicados en los atentados del 11-S —incluido su supuesto cerebro, Khalid Sheij Mohammed— y tres sospechosos del ataque a una discoteca en Bali en 2002 que causó 202 muertos. Más de una docena de cámaras graba todo lo que ocurre en esta gran sala sin ventanas, presidida por los sellos de las Fuerzas Armadas de EE UU.
Una cristalera separa esa sala de la galería donde se sientan los observadores: prensa, organizaciones no gubernamentales y familiares y amigos de las víctimas. Estos últimos, separados por una cortina del resto de los asientos.
Esta semana apenas hay un puñado de personas en esa galería: tres representantes de ONG, tres periodistas y un par de representantes de las víctimas de hace 23 años a bordo del USS Cole: el padre de uno de los fallecidos y una de las tripulantes. Aunque otros pueden seguir la vista a distancia desde Norfolk, en el Estado de Virginia (donde tiene su base el destructor), el Pentágono o una sala habilitada en otra base militar, cada vez son menos los observadores que llegan a la base para presenciar los procedimientos. Un testimonio del semiolvido en el que ha caído la que otrora fuera una de las cárceles más tristemente célebres del mundo.
Antes de que comience cada sesión, un soldado lee trabajosamente las instrucciones a este público. No se puede dibujar, no se pueden trazar garabatos en un papel, no se puede hacer nada que pueda constituir una falta de respeto al tribunal. También está prohibido quedarse dormido, una “falta de decoro” que puede costar la expulsión de la galería.
Aunque se ve a los participantes en la audiencia, solo se les escucha por circuito cerrado de televisión, que emite con un retraso de 40 segundos. En cualquier momento el tribunal presidido por Acosta puede apretar un botón rojo, que interrumpe la transmisión si se considera que alguna declaración puede estar clasificada, advierte el militar.
En ningún momento comparece el acusado en la sala a lo largo de esta tercera y última semana. Prefiere, explica Natale, observar los procedimientos desde otro lugar seguro. Su cliente sufre de vértigos serios que, junto a las estrictas medidas de seguridad, hacen difícil su traslado.
Quienes le han visto explican que Al Nashiri es un hombre menudo —mide 167 centímetros—, que comparece en la audiencia en camisa y pantalón, amante de la música pop —es fan de Dua Lipa— que le ha ayudado a aprender a comunicarse en inglés. A diferencia de otros presos, no es religioso, se prodiga en abrazos con sus defensores y no tiene ningún problema con el personal femenino de la cárcel.
La tercera semana transcurre despacio, con constantes interrupciones para estudiar pruebas —la fiscalía ha anunciado que dispone de una serie de vídeos sobre extracciones de Al Nashiri de su celda—, para declarar sesiones a puerta cerrada y para volver al proceso a puerta abierta.
Al cierre de la última sesión, el juez Acosta no excluye la posibilidad de comenzar el juicio contra Al Nashiri en agosto, pero advierte de que es algo “altamente ambicioso”. Decidirá sobre los recursos, probablemente, en un par de semanas: “esto es Guantánamo, dos semanas es rápido”, ironiza. Fiscales y abogados se preparan para tomar el vuelo de regreso. Quizá volverán en un mes, quizá no. En Guantánamo el tiempo es circular y la Justicia sigue atrapada esperando a Godot, en el vórtice donde confluyen los mundos de Vladimir y Estragón, el ciudadano K y Aureliano Buendía.
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