Muere Benjamin Ferencz, el último fiscal de los juicios de Núremberg
Tras formar parte del equipo de juristas que sentó en el banquillo a los jerarcas nazis, consagró su vida a la creación de una justicia penal internacional de carácter permanente y de alcance general
Nos conocimos en los pasillos de la sede neoyorquina de las Naciones Unidas. Era a comienzos de la década de los setenta y en la ONU se intentaba una vez más elaborar una definición de la agresión comúnmente aceptada por el conjunto de los Estados. Se trataba de una tarea complicada, que había consumido años de negociaciones, tanto en la Sociedad de Naciones en el periodo de entreguerras como en la ONU a partir de 1945. Él era un hombrecillo de aspecto a primera vista poco impresionante, pero que rápidamente se imponía a sus interlocutores por sus fuertes convicciones, su tenacidad argumental y su espíritu inasequible al desaliento. Su nombre era Benjamin Ferencz y falleció el pasado viernes a los 103 años en Boynton Beach (Florida).
Ben Ferencz no era delegado de ninguno de los países que participaban en aquella intrincada negociación. Representaba solo a su propia ONG, consagrada a dos finalidades: que la comunidad internacional pusiera para siempre fuera de la ley al crimen de agresión y que se estableciera un tribunal internacional permanente para juzgar ese y otros crímenes internacionales que habían sido objeto de persecución y condena en los juicios de Núremberg y de Tokio. Con ese objetivo, Ferencz se había convertido en un hombre-orquesta: escribía artículos y folletos sin parar y nos asediaba a los delegados con admirable insistencia en cuanto nos encontraba por los pasillos.
Poco a poco fui conociéndole mejor y apreciándole cada vez más. Nos hicimos amigos y, a lo largo de los años, nos seguimos encontrando en distintos lugares: Nueva York, Roma, La Haya, Washington… dondequiera que se estuviera debatiendo y decidiendo sobre las cuestiones que le apasionaban y que eran la razón de su vida. También fui enterándome de por qué había abrazado esas causas sin duda nobles, pero que parecían fuera del alcance de una sola persona, por persistente que fuese.
Ferencz, nacido en Transilvania, había emigrado de niño a Estados Unidos con su familia, huyendo de privaciones y discriminaciones contra los judíos. En EE UU estudió Derecho y, al terminar sus estudios en medio de la II Guerra Mundial, ingresó en el Ejército norteamericano, siendo luego enviado a Europa dentro de un grupo encargado de recoger pruebas de crímenes de guerra para ser utilizadas en los juicios contra los responsables nazis al final de la guerra. Su labor en los campos de concentración dejados por los nazis le dejaría marcado para el resto de su vida.
Poco después tuvo la suerte de ser escogido para formar parte del equipo de fiscales que tomaría parte en los juicios que siguieron al gran proceso de Núremberg contra los jerarcas nazis. A él le correspondió, cuando contaba solo 27 años, ejercer de fiscal en el juicio contra los Einsatzgruppen, los escuadrones de la muerte que iban de uno a otro lugar en los frentes de Europa oriental asesinando a su paso a centenares de miles de personas, judíos, gitanos, resistentes o simplemente desafectos. Fue la otra experiencia que le marcó para siempre.
Desde entonces, y junto a su trabajo como abogado civilista, primero en Alemania ―en procedimientos de recuperación de bienes por parte de personas despojadas por el régimen nazi― y luego en Nueva York, Ferencz se consagró a luchar por las causas que de verdad le movían: que Núremberg no quedase como una excepción en la historia humana, que fuese el germen de una justicia penal internacional digna de ese nombre, con carácter permanente y de alcance general para todas las situaciones donde algún país o algún régimen violentase gravemente la conciencia universal mediante la agresión y el genocidio o los crímenes de lesa humanidad.
Resulta asombroso, pero Ben Ferencz, animado por ese ideal, vivió lo suficiente para ver la aprobación de la Definición de la Agresión en 1974, la creación de los tribunales penales internacionales para la ex Yugoslavia (1993) y para Ruanda (1994), la adopción del Estatuto de Roma (1998) y, tras su ratificación por los Estados, el establecimiento de la Corte Penal Internacional (2002), así como la enmienda al Estatuto para agregar el crimen de agresión (2010). En todas esas ocasiones, Ferencz estaba presente, como activista, como testigo y, en el primer caso ante la CPI en La Haya, con una intervención simbólica en cuanto fiscal, a manera de vínculo con el legado de Núremberg.
Durante toda su vida el lema de Ben fue: “Never give up!”, ¡No abandones!, ¡No te rindas! Él nos deja su ejemplo y su mensaje, que estoy seguro de que seguirá repitiendo dondequiera que se encuentre ahora.
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