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La guerra de Ucrania dibuja una nueva frontera del hambre: el 40% de los que viven junto al frente no tienen la suficiente comida

Más de dos millones de personas en las zonas de conflicto necesitan ayuda humanitaria en un país en el que la pobreza se ha disparado y la cesta de la compra es ahora un 35% más cara que hace un año

Ukraine’s frontier of hunger
Dos mujeres regresan a casa en Hnilitsia tras recoger raciones de alimentos el pasado 11 de noviembre.Luis de Vega
Luis de Vega (Enviado Especial)

Se llamaba Oleksandr. Procedía de un pueblo vecino y se convirtió en la correa de transmisión con los ocupantes rusos en el villorrio de Hnilitsia, en la región de Járkov. Este colaboracionista trataba de engatusar a las autoridades locales ucranias para que trabajaran con los invasores. Las autoridades de la aldea, de la que escapó la mitad de su millar de habitantes, se negaron. Pese a todo, no hubo represalias, reconocen los propios responsables municipales. En Hnilitsia dan a entender que las tropas del Kremlin tenían más resistencia en localidades de alrededor, donde se acabaron instalando desde el primer día de la invasión, el 24 de febrero. Finalmente, huyeron el pasado 11 de septiembre en medio de la contraofensiva del ejército local. También puso tierra de por medio Oleksandr, el enlace de los uniformados extranjeros. Creen que cruzó la frontera rusa, a una treintena de kilómetros. A diferencia de otras localidades cercanas, con serios daños por los combates, las casas de Hnilitsia siguen en pie, pero la población, víctima del terremoto que supone una guerra, depende ahora de la ayuda humanitaria. También para comer.

Como consecuencia del conflicto armado, uno de cada tres ucranios padece inseguridad alimentaria y hasta el 40% de las personas en las regiones afectadas por la guerra en el este consumen una cantidad insuficiente de comida, según el Programa Mundial de Alimentos (PMA). En el último año, el precio de la cesta de la compra ha subido un 35% en el país, reconoce el director en Ucrania de esa agencia de la ONU, Matthew Hollingworth, durante una entrevista con EL PAÍS en Kiev. Además, la invasión rusa ha disparado el índice de pobreza del 2% al 25%, según las previsiones que maneja el Banco Mundial para finales de 2022. Ese dato puede llegar hasta el 55% a finales del año próximo, explicó Arup Banerji, director en Europa del Este de esa institución, en una entrevista con la agencia Reuters a mediados de octubre.

Dos furgonetas parten desde una enorme nave de la ciudad de Járkov cargadas con comida en dirección a Hnilitsia, a unas tres horas de carretera. Transportan 300 raciones individuales. Cada caja de 12,5 kilos contiene harina de trigo, aceite, sal, azúcar y latas de carne y alubias. Las prepara el PMA, agencia dependiente de Naciones Unidas, y las distribuye la organización humanitaria ADRA. Junto a la parada de autobús, donde se organiza con los vecinos uno de los dos puntos de reparto, hay un colmado del que entran y salen unos cuantos clientes. La mayoría hace cola, sin embargo, para recoger los alimentos de la ONG. Ese 35% de encarecimiento de la comida “es una subida muy grande como consecuencia directa de la guerra”, explica Hollingworth, que añade que en muchos sitios ni siquiera hay donde hacer la compra.

Un grupo de personas regresa a casa en Hnilitsia tras recoger raciones de alimentos.
Un grupo de personas regresa a casa en Hnilitsia tras recoger raciones de alimentos.Luis de Vega

En el este y el sur de Ucrania hay unos 2,5 millones de personas que viven cerca de las regiones de combate. Muchos son ucranios que no han podido escapar hacia zonas más seguras por problemas económicos o falta de enlaces familiares, describe Hollingworth. “La mayoría de los que se quedaron no tuvieron elección y abundan las personas mayores solas o impedidas”, advierte. A su vez, Moscú ha desoído hasta ahora todas las peticiones del PMA y no permite la asistencia en la zona de Ucrania que ocupan sus tropas. Pese a que no llegan a esos territorios, la agencia ayuda en el país a 2,8 millones de personas al mes con alimentos de primera necesidad o con bonos canjeables en tiendas.

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Cubierta por un pañuelo verde, Maria Fediuk, de 79 años, apenas puede con su caja de alimentos. La acaba de recoger en la carretera que da acceso a Hnilitsia. Viuda desde hace seis años, ha pasado la ocupación en soledad, sin familia, sin productos de la huerta, sin animales… Cuenta que los pocos ahorros de los que dispone los destina a medicinas. De joven trabajó en una guardería antes de dedicarse a la agricultura. Posteriormente, pastoreó vacas a las que también ordeñaba, hasta que la explotación cerró. Cuando se le pregunta si echa de menos el pasado soviético del país, la mujer aprieta los labios entre los dientes y mueve la cabeza de forma negativa sin abrir la boca.

Maria Fediuk, de 79 años, tras recoger alimentos entregados por una organización humanitaria en Hnilitsia.
Maria Fediuk, de 79 años, tras recoger alimentos entregados por una organización humanitaria en Hnilitsia.Luis de Vega

“No permiten que vivamos mejor que ellos. Por eso [Vladímir] Putin quiere quedarse con nuestras tierras, que son muy productivas. Todos los rusos están celosos de Ucrania”, afirma Oleksandr Zelenski, de 69 años, que suelta una carcajada al decir su apellido, el mismo que el del presidente. En todo caso, aclara que los rusos “no hicieron aquí cosas horribles”. “Se llevaron el coche de uno de los vecinos, pero no mataron a nadie”, explica. Zelenski espera junto a varias decenas de personas su turno para que le entreguen su ración de comida. Para este hombre, que llegó a Hnilitsia en 1977 como maestro, el principal problema ahora no es tanto la alimentación como la falta de cobertura de los teléfonos móviles y la conexión a internet. “Tenemos que ir allí arriba a conectarnos”, añade señalando un montículo próximo. Junto a él, Gregori Babak, de 63 años, uno de los jefes de la aldea, lo tiene claro: “La primera necesidad es la paz”.

Panorama negro hasta la primavera

El director del PMA dibuja un panorama negro de aquí a primavera. A la falta de recursos de una parte importante de la población que sobrevive cerca del frente, se unen ahora millones de víctimas de los ataques a las infraestructuras energéticas ejecutados por los rusos en las últimas semanas. El último ―y el más contundente, según las autoridades― tuvo lugar el martes de la semana pasada. Eso ha hecho que el ámbito geográfico de la vulnerabilidad se haya extendido mucho más, advierte Hollingworth. Otro problema es el de las zonas bajo ocupación rusa, adonde no han conseguido acceder. “Sabemos que hay personas necesitadas”, afirma basándose en su experiencia en terreno liberado por los ucranios, pero no disponen “de permiso”, lamenta el máximo responsable del Programa Mundial de Alimentos en Ucrania. Asegura que no van a dejar de llamar a la puerta, pero, hasta ahora, Moscú no la ha abierto.

La veteranía de Nikola Vitsota, de 52 años, lo ha aupado a la jefatura de una de las dos zonas en las que está dividida la aldea. El principal reto ahora, dice, es recuperar las conexiones de móvil e internet. Él fue el que se negó a colaborar con los rusos. Y no solo eso. También se encargó de poner a buen recaudo toda documentación que pudiera resultar comprometedora o de cierto valor para los ocupantes. Agradece que la destrucción no haya sido como la sufrida en localidades como Izium, en esta misma región. Tampoco los muertos. Los rusos, que entraron en Hnilitsia el mismo 24 de febrero por la proximidad de la frontera, apenas se llevaron a un exmilitar tres días para ser interrogado, cuenta Vitsota junto a decenas de cajas apiladas que los empleados de la ONG ADRA les dejan en las dependencias municipales. Y, mientras muestra henchido de orgullo un vídeo en su móvil, recuerda que fue él quien tuvo el honor de izar de nuevo la bandera azul y amarilla de Ucrania cuando entraron los militares a liberar el pueblo.

Vecinos de Hnilitsia tras recoger raciones de alimentos entregados por una organización humanitaria.
Vecinos de Hnilitsia tras recoger raciones de alimentos entregados por una organización humanitaria.Luis de Vega

En Hnilitsia apenas quedan chavales y gente joven. Había una treintena de niños antes de la guerra, ahora solo unos diez, calcula Vitsota. Alguno revolotea por el lugar durante el reparto de comida. Como una rara avis, acude junto a su madre Valeria, una joven de 21 años. Tiene dos hijos. El mayor, de tres años; el pequeño nació una semana antes de la invasión. Reconoce que los que se han quedado es porque no tienen manera de irse. A unos metros de ella está Maria Fediuk, la anciana que vive sola. Su caja de comida reposa en el banco de la parada del autobús. No puede con ella y tiene un paseo hasta casa. Algunos se las ingenian para trasladarla en la bicicleta o en carritos. “No sé cómo voy a volver. No lo he pensado todavía”, lamenta la mujer.

No es la única que tiene ese problema, pero la guerra no solo saca lo peor del ser humano. También lo mejor. Pronto, los vecinos que disponen de coche ayudan a los demás. Es la ley de la solidaridad en la frontera del hambre. En todo caso, el mayor reto es que, poco a poco, la población vuelva a ser autónoma, porque la ayuda de emergencia no puede eternizarse, apunta el director del Programa Mundial de Alimentos. Aquello de toda la vida: enseñar a pescar en vez de dar pescado.

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Sobre la firma

Luis de Vega (Enviado Especial)
Ha trabajado como periodista y fotógrafo en más de 30 países durante 25 años. Llegó a la sección de Internacional de EL PAÍS tras reportear año y medio por Madrid y sus alrededores. Antes trabajó durante 22 años en el diario Abc, de los que ocho fue corresponsal en el norte de África. Ha sido dos veces finalista del Premio Cirilo Rodríguez.

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