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‘Ricardo Calderón: el reportero invisible’

EL PAÍS adelanta el primer capítulo del libro que acaba de publicar Planeta sobre uno de los periodistas que más corrupción ha destapado en Colombia en los últimos 25 años

Ricardo Calderón
El periodista colombiano Ricardo Calderón, en una imagen de febrero de 2020.Camilo Rozo

La muerte casi lo coge orinando. Detuvo la camioneta en la berma de la carretera que de Ibagué conduce a Bogotá, apurado por el exceso de tinto y Coca-Cola que tomó mientras esperaba en una cafetería de la capital tolimense por una fuente que nunca llegó: la esposa de un sargento preso en Tolemaida, la cárcel militar más grande del país. “Debí ir al baño en Ibagué”, pensó. Era primero de mayo, día festivo, y la noche ya comenzaba a asomarse. De espaldas a los esporádicos carros que pasaban se bajó la cremallera y se dispuso a orinar cuando sintió —lo alcanzó a ver de reojo— que un sedán gris se acercó a pocos metros de donde estaba. El hombre que iba en el puesto del copiloto bajó la ventana y gritó “¡Ricardo Calderón!”, antes de apuntar con una pistola y disparar seis veces.

Su reacción fue tirarse hacia el pastizal que tenía enfrente, una leve pendiente donde trató de esconderse como pudo. Pegado al piso, sacó de su pantalón el teléfono, pero no sabía muy bien a quién llamar. Vio el último número marcado, era de un general de la Policía con quien había acordado verse más tarde. Si algo dicen sus amigos es que Calderón no se inmuta con nada, pero sentir la muerte tan cerca agita la vida de cualquiera. Tenía el corazón acelerado y sentía dificultad para respirar. Con el pulso tembloroso, marcó como pudo y sin dar mayor espacio a los detalles le dijo: “Me acaban de disparar”.

No era la primera vez que le había tocado estar cerca de disparos, pero nunca como esa noche. Una vez, años atrás, en un reportaje de varios días por el Catatumbo junto al fotógrafo Guillermo Torres, llevaban varias horas a bordo de un helicóptero Black Hawk, con las dos puertas laterales abiertas, sentados sobre unas cajas de munición que les servían de sillas. El helicóptero estaba escoltando avionetas que realizaban fumigaciones de cultivos de coca en esa región. De un momento a otro, las latas del aparato comenzaron a sonar como si se tratara de una olla de crispetas. Luego vino un estruendo en la parte de abajo y comenzaron a descender. Se agarraron de donde pudieron para no caer al vacío, mientras comenzaba otro ruido ensordecedor, esta vez dentro de la cabina: eran los dos artilleros disparando ráfagas de ametralladora Minigun calibre 50 mientras la aeronave seguía perdiendo altura.

El piloto, que no tenía más de veinticinco años, recuperó hábilmente el control justo cuando iban a tocar las copas de los árboles. Mientras tomaban altura nuevamente, vieron cuatro helicópteros más lanzarse en picada ametrallando la selva para cubrir la retirada. Parecía una escena de Platoon. Al aterrizar, lejos de ahí, comprobaron los impactos que tenía el helicóptero. Por debajo, se veía un hueco enorme producto de un rocket disparado desde un lanzacohetes que, por suerte, estalló contra una lámina blindada. Fue un susto grande, sí, pero no tanto como el que sintió al borde de esa carretera apenas quince minutos después del peaje de Chicoral.

El general le preguntó si estaba bien y si tenía alguna idea de quién había sido. Calderón no lograba organizar sus pensamientos. No sabía bien si los disparos provenían de alguien del Ejército en represalia por lo que había publicado en la revista Semana unos días antes, o de alguien más, algunos de esos malquerientes que ha sabido ganarse por cuenta de un oficio que se convirtió en su razón de ser. Desde su improvisado escondite, a escasos metros de la vía de la que había rodado, lo invadió por segundos una mezcla de rabia, miedo, angustia y ansiedad. ¿Y si los tiradores todavía estaban ahí?

No se veía mucho a su alrededor en medio de la oscuridad, arriba de esa pequeña pendiente por la que acababa de resbalar titilaban las luces y escuchaba el ruido de unos pocos carros que fluían por la vía. Se asomó, sin levantar demasiado la cabeza, para ver si todavía había alguien. A medida que pasaban los minutos, se percató de que el sedán gris con vidrios oscuros ya no estaba. Subió la pendiente con cautela para confirmar que no había nadie. Vio las llaves pegadas al switch y su otro teléfono celular en la silla del copiloto. No se trataba de un robo.

El periodista colombiano Ricardo Calderón, en su oficina de la revista 'Semana', el 18 de febrero de 2020.
El periodista colombiano Ricardo Calderón, en su oficina de la revista 'Semana', el 18 de febrero de 2020.Camilo Rozo

El general seguía al otro lado de la línea esperando a que le diera una ubicación para enviar ayuda, pero no podía decirle nada porque no había ningún punto de referencia, no había una tienda, una casa, un restaurante, no había algo para decirle “estoy enfrente de…”. Encendió el motor y aceleró hasta donde le dio el pie. Solo quería escaparse de ahí lo más rápido posible. A más de ciento cincuenta kilómetros por hora, rebasando a tope los pocos carros y camiones que le estorbaban, pensaba en mil cosas a la vez: “¿Cómo putas terminé yo en esto?”. “¿Qué voy a decir en la casa?”. “¿Será que la señora que no llegó a la cita tiene que ver con esto y me tendió una trampa?”.

Apenas vio una variante, giró a la derecha sin precaución. Por la velocidad que llevaba, perdió el control del carro y golpeó el separador. Dio un trompo y frenó en seco. Quedó atravesado en la mitad de la vía con el motor apagado. “Ahora me voy a quedar acá tirado”, pensó. El teléfono con el que venía hablando con el general se cayó al suelo y cuando intentó recogerlo vio acercarse un sedán similar desde el que le habían disparado. Pasó de largo. No eran los mismos.

Nada parecía salirle bien esa noche: prendió la camioneta Ford Escape de nuevo y pisó el acelerador tan fuerte que se quedó pegado al fondo mientras retomaba el camino para ubicarse por fin. Estaba sobre la vía que conduce a Melgar, a pocos kilómetros del balneario Piscilago, no muy lejos del Club Militar y de Tolemaida. Buscó desesperadamente una patrulla o un retén de Policía. Era normal ver varios en esa vía; de hecho, en alguna oportunidad le habían puesto infracciones por exceso de velocidad en esa ruta, pero esa noche en que manejó más rápido que nunca no había ninguno.

Por un instante pensó en lo absurdo de la situación: no lo habían matado las balas, pero iba a terminar estrellado contra un poste. No supo cómo, pero se inclinó y con la mano derecha forcejeando con el pedal, logró soltar el acelerador. Al incorporarse, a los pocos metros, vio una subestación de Policía y frenó en seco dejando no solo un rastro de las llantas en el asfalto sino también un rastro de su angustia. Los tres policías que estaban ahí salieron apresurados a ver qué pasaba.

Se bajó tembloroso y sintió un corrientazo en el estómago que lo hizo doblar, no podía ponerse de pie: la gastritis le pegó un puño que lo dejó sin aire. Los policías se acercaron a socorrerlo mientras les contaba lo que había pasado. Se sentó en un andén mientras trataba de recomponerse. “Le tiraron duro, la sacó barata”, dijo uno de ellos con un gesto de asombro mientras caminaba alrededor del vehículo. La Ford Escape de su esposa tenía cinco agujeros repartidos en las puertas laterales del conductor, en la del baúl y en una ventana que ahora lucía estallada. Para colmo de males, la camioneta no tenía seguro y faltaban tres años de cuotas para terminar de pagarle al banco.

Otro policía le ofreció un yogur para calmar el dolor que sentía en la boca del estómago; otro, un cigarrillo, que aceptó feliz a pesar de que era lo que menos necesitaba para la gastritis. Fumar siempre ha sido para Calderón un arma contra la ansiedad. En la época en que publicó los informes sobre cómo el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) espiaba ilegalmente a políticos, periodistas, magistrados, entre tanta gente, llegó a fumarse más de tres paquetes diarios. En medio de las amenazas y la incertidumbre, fumar ha sido un alivio para el estrés, un vicio que no ha podido superar, aunque lo haya intentado varias veces.

Al mirar la camioneta, les dijo a los agentes que había oído seis disparos, de a grupos de a dos. Días después, expertos en balística le explicarían que eso se llama double tap, una técnica que consiste en hacer dos disparos a la vez, un recurso propio de los entrenamientos de las fuerzas militares. Se veían cinco agujeros en la camioneta, faltaba uno. En ese momento Calderón alcanzó a pensar que el sexto disparo le pudo haber hecho algo y por la adrenalina no lo sintió. Se tocó todo el cuerpo, se levantó la camisa y se subió el pantalón hasta las rodillas para comprobar que efectivamente no le habían dado. Solo tenía un pequeño raspón en la pierna por la caída al pastizal.

Mientras intentaba recuperar la tranquilidad, entró un mensaje de texto en uno los dos teléfonos que tenía esa noche. Era del periodista Félix de Bedout, con quien habla cada tanto sobre las noticias y la situación del país, sobre las cosas que van en curso sin importar el día, por eso no le sorprendió ver su nombre en la pantalla del teléfono. Le contestó un breve texto apurado y le contó lo que había pasado: aparte de algunos miembros de la Policía, era la primera persona que se enteraba del atentado. Él conocía lo que había publicado sobre los extravagantes privilegios de los militares condenados por diferentes delitos como secuestros, falsos positivos, extorsiones, entre otros, en la cárcel militar en Tolemaida, una de las bases más emblemáticas del país, no muy lejos de la subestación de Policía donde se encontraba.

Justo un año atrás había publicado en Semana el informe “Tolemaida Resorts” al que le siguieron varios artículos sobre lo mismo; y 15 días antes de ese primero de mayo de 2013, una segunda parte llamada “Tolemaida Tours”: militares supuestamente presos saliendo a Melgar, Ibagué, Bogotá, de fiesta, de trabajo, de paseo, como si no pasara nada, como si no estuvieran pagando sus penas. La primera publicación en 2011 llevó a la destitución de varios integrantes del Ejército; y la segunda, la de un general, tres coroneles, el cierre definitivo de esa prisión y el traslado de casi trescientos presos a otras cárceles como La Picota y Bello, donde perdieron los privilegios que tuvieron por años. Era obvio que los militares no lo querían mucho por esos días.

Cuatro diferentes ediciones de la revista 'Semana', con reportajes de Calderón.
Cuatro diferentes ediciones de la revista 'Semana', con reportajes de Calderón.Ricardo Mazalan (AP)

“MUCHA ATENCIÓN. El periodista Ricardo Calderón de Semana resultó ileso luego de sufrir un atentado en su contra en las últimas horas”, escribió Félix de Bedout en su cuenta de Twitter. “Yo sabía que él estaba trabajando sobre ese tema, sobre el abuso de los detenidos. Él me dijo que se iba a ver con una fuente y que iba a bajar hasta allá. Estaba en esas cuando en alguna conversación por mensaje de texto me contó que había llegado a una subestación de Policía, que le habían disparado. Le pregunté que si me autorizaba a poner un trino. Él no estaba en comunicación con nadie en ese momento, incluso no se sabía si los que habían disparado seguían cerca. Él estaba reticente, pero lo logré convencer porque así podría generar una alerta; y así fue, escribí el trino y esto empezó a hacer ruido en los medios”, recuerda sobre el episodio De Bedout.

Ese mensaje desató las llamadas de colegas y amigos, pero no era momento de contestar. Un capitán de la Policía se ofreció a manejar su carro hasta Bogotá y otros agentes se fueron en una patrulla para escoltarlos. Calderón se sentó en el puesto del copiloto y lo primero que pensó fue cómo contarle a Sonia, su esposa, sin que se angustiara. No quería que le dijera una vez más que estaba cansada de su trabajo, que odiaba a Semana, que vivía en riesgo innecesariamente, que ya era hora de parar ahí, que se dedicara a otra cosa. Esa conversación la tuvieron tantas veces que ya había perdido la cuenta. Él mismo se ha hecho la pregunta de cómo sería una vida sin hacer periodismo, pero no hay respuesta. Eso sí, la gastritis siempre parecía estar con Sonia, como si quisiera decirle “hace años hasta tu cuerpo te lo reclama, dedícate a otra cosa”.

Marcó su número y le habló con voz neutra, como casi siempre lo hace, y en un tono pausado, aunque sus palabras narraban lo contrario, se limitó a decirle: “Ya voy para la casa, pero tuve un pequeño problema. Le dispararon al carro”. Antes de que se alarmara, le dijo restándole toda la importancia que alguien quería asustarlo, pero que no había sido nada grave. Ella no creía nada. Lo conocía de sobra. Desde que se casaron en mayo de 1999 tuvo que soportar amenazas, seguimientos, sufragios con imágenes de ángeles, arcángeles y frases como “El señor Ricardo Calderón descansa en paz”.

(...)

El exdirector de la Policía Óscar Naranjo, que hacía parte del equipo negociador del gobierno en las conversaciones de paz con las Farc, estaba en La Habana ese día. “Me preocupé muchísimo. Tuve la sensación en ese momento de que Ricardo se había convertido en el objetivo de muchos malos y que era, digamos, el blanco perfecto y que, por lo tanto, ese atentado podía provenir de cualquier sector aprovechando la coyuntura tan especial que se estaba dando con las investigaciones que él adelantaba en esa unidad militar. Siempre consideré que los magnicidios y asesinatos efectivos aquí son el resultado de crear condiciones para que una persona parezca que la mató alguien y el verdadero responsable esconderse. Para mí, ese era el temor más grande en ese momento. Pero cuando hablé con él me dijo: ‘No, ahí unos tiros, no pasó más’”.

Ya en la Dijín le dijeron que a primera hora partiría una comisión de esa entidad, del Gaula y la Dirección de Inteligencia de la Policía para buscar pruebas o pistas. Calderón les pidió que lo llevaran, quería ir a investigar sobre su propio atentado. Y así fue. A la mañana siguiente desayunó temprano con Alejandro Santos [director de Semana en esa época] y el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, quien la noche anterior pidió verlos para saber detalles de lo ocurrido. Los recibió muy amablemente en su apartamento, en el norte de Bogotá, cerca del centro comercial Unicentro, y les ofreció toda su ayuda en la investigación, sorprendido de todo lo que había pasado.

Justo después, Calderón se encontró con esa comisión de expertos para hacer el mismo recorrido que hizo desde Ibagué hacia Bogotá. Cada tanto los policías se detuvieron buscando cámaras en el camino o realizando entrevistas. Días más tarde le mostraron que ese sedán gris con vidrios oscuros, al que no se le vieron las placas nunca, siempre estuvo cerca de él: desde que almorzó en un Kokoriko de Ibagué hasta que se sentó a esperar en una cafetería a tomar tinto y Coca-Cola a la espera de la esposa del sargento Castellanos, miembro del Ejército, preso en Tolemaida, una fuente que quería contarle más de las irregularidades de la cárcel militar, pero que nunca llegó. Debió haber orinado en esa cafetería y no en la carretera. Trató de ubicar con los policías el sitio exacto por donde cayó, pero no sirvió de mucho. Ese pastizal donde se escondió se extiende kilómetros enteros, es parte de un paisaje permanente. Caminaron por la berma en busca de los casquillos de bala, pero no había nada.

Lo que encontraron y lo que concluyeron semanas más tarde quedó registrado así, textualmente, en el informe de la Fiscalía:

Con los correspondientes consentimientos de la víctima y autorización de jueces de garantías, peritos en informática forense del centro cibernético de la DIJÍN establecieron que por lo menos dos de los accesos a las cuentas de correo electrónico de Ricardo Calderón Villegas fueron interceptados de manera ilegal días antes de la publicación y del atentado, cuando ya la cúpula militar tenía conocimiento de las líneas de investigación del periodista y de su intención de publicarlas. Sin embargo, aun cuando en principio se señaló que estos accesos se habían generado desde la Central de Inteligencia Militar – CIME, ubicada al norte de Bogotá, posteriormente los investigadores informaron que las direcciones IP desde donde se accedió al correo del periodista aparecían reportadas en el exterior, por lo que es posible que hayan sido “enmascaradas” para evitar su detección… Se hicieron varios recorridos sobre la misma ruta que hizo el periodista el día del atentado y se detectaron todas las celdas de comunicación de los cinco operadores de telefonía celular, los filtros, links y las búsquedas selectivas en bases de datos, han permitido establecer hasta el momento que en el mismo recorrido y a las mismas horas en que Ricardo Calderón Villegas pasó por determinados puntos, también lo hizo el usuario del celular número 31034923XX, número que a su vez hizo 36 comunicaciones que llevan a la celda denominada Danubio, que para el operador Claro cubre el sector donde queda ubicada la Cárcel La Picota. Otras búsquedas permitieron conocer que este teléfono registra enlaces con el 32127531XX que ha sido uno de los utilizados por el Cr ® Luis Fernando Borja Aristizábal actualmente preso en la cárcel Picota y quien tiene ya varias condenas por delitos relacionados con ejecuciones extrajudiciales. Este sujeto fue uno de los que resultaron trasladados del Centro de Reclusión Militar de Tolemaida, a raíz de la publicación hace dos años del artículo titulado “Tolemaida Resorts”… Algunas fuentes mencionan la posible participación del detenido My ® Juan Carlos Rodríguez a. “Zeus” y del Cr ® Bayron Carvajal. El primero de ellos también tiene condenas por delitos relacionados con ejecuciones extrajudiciales y el segundo por los hechos conocidos como la masacre de Jamundí. Ambos comparten patio con Borja Aristizábal y en reclusión son usuarios irregulares de teléfonos celulares y redes de internet.

Daniel Coronell dice que “Ricardo ha antepuesto su tranquilidad personal, su tranquilidad familiar, su salud, a la misión de seguir investigando, que es algo muy admirable. Por muchas cosas menores, hay gente que ha decidido decir ‘ya estuvo bien’. Yo le pedí al director de Semana en ese momento que me permitiera proponerle a Ricardo que viniera a Estados Unidos a pasar un tiempo, trabajando o no trabajando, como él quisiera, que estuviera un tiempo en Univisión, más con el propósito de apartarlo de eso y darle unos meses de tranquilidad, nadie pretendía que se quedara para siempre, pero sí unos meses de distancia; que se enfriara la situación. Alejandro me dijo que estaba de acuerdo. Pero después de ese acuerdo fui a proponérselo a Ricardo y me dijo ‘no, te agradezco mucho, sé que lo haces pensando en mí, pero yo no puedo dejar la investigación a mitad de camino’. Yo le decía, ‘pero es que te pueden matar’, y él respondía ‘yo me cuido’, como si fuera una anécdota, como si estuviera hablando de otra persona. Y se quedó enfrentando la terrible incertidumbre”.

En la madrugada del atentado, Calderón llegó a su apartamento en una patrulla de la Policía y escoltado. La camioneta baleada se quedó en la Dijín. Aunque se negó, lo obligaron a tener escoltas un buen tiempo. Sonia estaba con el papá de Ricardo, él ya sabía lo ocurrido y decidió ir a acompañarlo. Entró, los saludó, y no le dio importancia a nada para no preocuparlos más. Hablaron del carro y de que tocaría llevarlo al taller apenas pasara todo. Sonia lo miró agradeciendo que estuviera bien, pero también angustiada porque sabía que eso no terminaría ahí. Calderón miró por la ventana y sobre la carrera 11 con calle 97, donde vivía, permanecían las patrullas. Le dijo a su papá que se quedara esa noche con ellos. Sintió que el miedo se había ido para dar paso a una infinita rabia, le dieron ganas de soltar un grito de ira y golpear la pared hasta tumbarla. Lo pensó, pero no lo hizo. Nunca ha sido muy bueno para expresar sentimientos. Ni siquiera en ese momento en que vio a Sonia y a su papá tan vulnerables. Se metió al baño. Pensó que una buena ducha lo ayudaría a enfriar la mente. Era justo lo que necesitaba para seguir adelante.

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