El Chipre detrás del muro que el papa Francisco no pudo ver
Nicosia es la única capital europea divida por una valla que separa el territorio comunitario y una pequeña república turca que ha perdido la esperanza de la reunificación
Una decena de metros marca el destino de cualquier recién nacido en Nicosia. Si lo hace del lado turcochipriota, el horizonte de su vida se limitará a un pedazo de tierra de un Estado solo reconocido por Turquía. Si lo hace del otro lado, será miembro de la Unión Europea y libre de viajar por todo el mundo. Nicosia es una anomalía del siglo XXI. La principal ciudad chipriota es la última capital dividida de Europa. Una franja de varios metros agrieta desde 1974 el espacio entre dos territorios que viven de espaldas y que constituyen el mejor ejemplo de los muros que el Papa pidió durante su visita —solo en la parte grecochipriota, lamentaron los otros— que se derriben para siempre. Pese a los repetidos intentos de unificación y de que la celebración de un referéndum para acabar con la división fue una condición para el ingreso de Chipre en la Unión Europea en 2004, los dos territorios están cada vez más alejados.
Un control en pleno de centro de la ciudad, muy similar a aquellos checkpoint berlineses que separaron durante dos décadas las dos Alemanias, subraya esa grieta. La policía y las vallas metálicas rodean una franja de tierra y un conjunto de casas abandonadas que constituyen la herida abierta de la última frontera de Europa. Al otro lado del control se extiende la llamada República Turca de Chipre del Norte, ocupada en 1974 por Turquía —y reconocida solo por Ankara— tras el golpe de Estado orquestado por una junta militar griega que destituyó al gobierno legítimo de Chipre. Para acceder hay que mostrar una prueba de covid negativa y un pasaporte. Justo lo que hace un grupo de mujeres que transporta en bolsas de basura gigantes todo tipo de mercancía. “Prohibido pasar objetos piratas”, reza un cartel a la entrada previniendo el contrabando.
El rezo de mediodía procedente de un minarete de la mezquita edificada junto al control de pasaportes recibe al visitante de la pequeña república. Aquí comienza otro país, otra lengua (hablan turco), otra cultura y otras religiones mayoritarias (el 80%). Un lugar estratégico y periódicamente invadido por sus vecinos durante siglos. “Somos distintos. Siempre lo fuimos, también antes de la separación. Y no queremos ser grecochipriotas. Simplemente ciudadanos de la Unión Europea”, señala el profesor Mete Hatay sentado en la terraza de una vieja librería del centro. “¿El Papa? Está muy bien que haya venido y hable de muros. Pero solo ha abierto un ojo para ver este país. No ha hablado de nosotros y tampoco ha visto esta parte. Y aquí también hay cristianos, ¿sabe?”, se lamenta Hatay.
En la República Turca de Chipre del Norte —lo que la ONU define como una “entidad ilegal”— viven oficialmente unas 300.000 personas, de las cuales solo tienen doble pasaporte unas 110.000. El resto solo podrá pisar este pedazo de territorio al norte de la isla y viajar a Turquía para estudiar, hacer turismo o trabajar. Las autoridades, conscientes de la situación, dan empleo a unos 76.000 funcionarios, lo que en la práctica supone que hay un sueldo público de media en cada familia.
En 2004, pocos días antes del ingreso de Chipre en la UE, se celebró un referéndum a ambos lados de la valla (la conocida como línea verde, que mide unos 160 kilómetros). El resultado debía ser positivo en los dos países para que fuera vinculante. La parte turca votó a favor de la unificación (contradiciendo la indicación de su presidente). Pero la griega la rechazó, liquidando así los sueños de una población encerrada desde hacía 30 años.
El problema, dijeron, fue que no se garantizase el regreso de todos los grecochipriotas expulsados del norte en 1974. En 2015 la Unión Europea pilotó otro intento fallido de reunificación. Todo aquello acentuó todavía más la distancia y el rencor. También la idea, crecientemente nacionalista e impulsada por el actual Gobierno de Ersin Tatar, de que la lucha debe encaminarse al reconocimiento como estado y no a ser reunificados al otro pedazo de Chipre. El problema, explica Hatay, es que para diferenciarse de los hermanos griegos amplificaron su lado turco y hoy su identidad ha quedado todavía más diluida.
La relación con Turquía es ambigua. Es la única salida para muchos, pero la mayoría no comparte las inclinaciones culturales y religiosas del Ejecutivo de Recep Tayyip Erdogan. “Esto no es un Estado religioso. Y aquí no nos gustan los totalitarismos. No suscribimos muchas de esas ideas”, señala Ahmet, propietario de una de las joyerías que se encuentran en la entrada del lado turco. Pese a ello, el principal apoyo que tienen ahora mismo para convertirse en un Estado independiente y reconocido es el impulso que ha prometido dar Erdogan. Pero la Unión Europea, por boca de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von Der Leyen, ya ha advertido que no lo consentirá.
El Pontífice: "La migración es la guerra de nuestros días"
El papa Francisco escuchó ayer en Chipre los testimonios de migrantes llegados a ese país de la Unión Europea (UE), el que más refugiados recibe en comparación con su población. El Pontífice aseguró que “no son forasteros, son ciudadanos” y que el drama de la migración “es la guerra” de nuestros días.
En este acto con el que Francisco cierra su visita de dos días a Chipre, el Papa escuchó también las palabras de varios jóvenes llegados de Sri Lanka, Camerún, Irak y Congo mientras varías decenas de migrantes se agolpaban fuera de la iglesia. Al lugar, además, asistieron 12 refugiados de distintas nacionalidades que viajarán a Roma por voluntad del Papa. La ceremonia se celebró en la Iglesia de Santa Cruz, que se sitúa justo al borde de la llamada línea azul, donde se encuentran los cascos azules de Naciones Unidas.
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