La frustración y el desánimo se adueñan de Irak tras las protestas de 2019
Dos años después de la movilización popular, los jóvenes no ven signos de cambio y los activistas que las impulsaron están divididos ante las elecciones del domingo
Fuerzas especiales tienen tomada la plaza de Tahrir (Liberación) de Bagdad. Su presencia impide que se repitan manifestaciones como las que hace justo ahora dos años pusieron en jaque a la clase política y forzaron la dimisión del Gobierno de Adel Abdelmahdi. Aquella movilización popular ha dejado un regusto amargo en los iraquíes. Aunque lograron el adelanto electoral que pedían (hay legislativas este domingo), muchos dudan de que el sistema tenga arreglo y los activistas se muestran divididos ante los comicios.
El desánimo es especialmente visible entre los jóvenes, que fueron el alma de las protestas. “No conseguimos nada. Nos manifestamos porque estábamos enfadados, pero solo logramos echar al Gobierno y que sus miembros se fueran a casa con jugosas pensiones”, resume Saraa Kreidi, de 26 años, que cursa un máster de Química en la Universidad de Bagdad y no piensa votar.
El campus de ese centro en el barrio de Al Jadriya refleja la decadencia de un país que se precia de haber sido “cuna de la civilización”. Proyectado por Walter Gropius en 1957, es una sombra de lo que fue, no tanto por el descuido de sus edificios y jardines como por la falta de laboratorios, materiales y referencias bibliográficas que denuncian los alumnos. “Mi objetivo es acabar el doctorado y emigrar; es la única salida para ofrecer una vida digna a mis hijos”, asegura Hind, una bióloga de 27 años. Es un sentimiento extendido entre los jóvenes (dos tercios de los 41,5 millones de iraquíes tienen menos de 30 años).
La falta de oportunidades laborales fue, junto a la precariedad de los servicios públicos básicos (agua potable, electricidad, sanidad) y la corrupción, lo que en octubre de 2019 sacó a la calle a decenas de miles de iraquíes en Bagdad y otras ciudades, sobre todo en el centro y el sur del país. A pesar de sus diferencias sociales e ideológicas, los manifestantes coincidían en denunciar el sistema político introducido en 2003 tras la intervención de Estados Unidos y la caída de la dictadura de Sadam Husein. En un intento de contentar a todas las comunidades étnicas y religiosas se estableció un reparto de poder (y de cargos) que ha reforzado el sectarismo y el nepotismo en todos los niveles del Estado.
Esa fórmula ha dejado a Irak sin oposición, ya que una vez formado el Gobierno todos los grupos consiguen un pedazo del pastel y pierden incentivos para exigir cambios. El país tiene pendientes dolorosas reformas económicas que no solo no dan votos, sino cuyo coste social nadie quiere afrontar, como la supresión de los subsidios a la energía o la racionalización del sector estatal. Desde 2003, los políticos han utilizado el empleo público para contentar a sus adeptos. Con el petróleo como fuente exclusiva de ingresos (el 97% del presupuesto), el país no puede hacer frente a las aspiraciones de una población que, al actual ritmo de crecimiento del 2,6% anual, va a duplicarse para 2050 hasta alcanzar los 80 millones.
Los líderes surgidos del movimiento popular de octubre (Tichrin, en árabe) tenían el potencial para haberse convertido en esa oposición. Sin embargo, han llegado a las elecciones divididos. Una parte substancial promueve la abstención como única forma de sacudir los cimientos de un sistema que consideran incapaz de regenerarse. Quienes se presentan ni siquiera han logrado consensuar una plataforma común.
Ameera al Jaber, una de las candidatas independientes, cree, sin embargo, que las protestas no fueron inútiles. “Sirvieron para frenar la deriva dictatorial de nuestros dirigentes y para que los jóvenes se implicaran en la sociedad y la política. No teníamos otra alternativa que salir a la calle para defender nuestros derechos”, explica a EL PAÍS. Al Jaber, de 42 años, recuerda que la presión logró derribar al Gobierno y que se cambiara la ley electoral para facilitar la elección de independientes frente al poder de los partidos.
Sin embargo, los partidos tradicionales, apoyados en poderosas milicias, se resisten al cambio. Aunque han aceptado la nueva ley e incluso incorporado rostros jóvenes a sus listas, siguen funcionando con la misma mentalidad patrimonial del pasado. No cesan las denuncias de intimidación a candidatos independientes (varios se han retirado por las presiones) y de compra (cuando no de simple apropiación) de tarjetas de voto. La propia Al Jaber fue víctima de un intento de asesinato el pasado enero, cuyos responsables no han sido identificados, pero que ella relaciona con sus críticas al dominio de los grupos armados.
De vuelta en Tahrir, el runrún del tráfico ha sustituido a la ruidosa acampada que durante varios meses llenó la plaza. Ya no hay voluntarios distribuyendo mascarillas contra los gases lacrimógenos de la policía, ni sanitarios atendiendo a los heridos por los botes de humo y las balas de goma. En apariencia la zona ha recuperado la normalidad. Salvo que hablar de las protestas se ha convertido en tabú. “No queremos líos con las milicias”, zanjan varios comerciantes ante la presencia de la periodista. Todos aseguran que no van a votar en las elecciones porque “no sirven para nada”.
Miedo a las milicias
La intimidación de las milicias convierte la crítica en un ejercicio de heroísmo. Mucha gente ni siquiera quiere hablar de las protestas. Mohamed Naser, de 21 años, y Mustafa Raad, de 22, dos estudiantes universitarios que participaron en ellas “desde el principio”, sienten que fueron vendidos. “Los partidos políticos se infiltraron en la plaza y sus fuerzas nos reprimieron con violencia”, declaran desencantados.
La Comisión Iraquí de Derechos Humanos reconoció en febrero del año pasado la muerte de 543 personas en las protestas, 276 de ellas solo en Bagdad y 22 en asesinatos selectivos. Los activistas aseguran que estos han seguido produciéndose desde entonces sin que las autoridades hayan tomado medidas. Responsabilizan de ellos a los grupos armados proiraníes que son parte de las Fuerzas de Movilización Popular que ayudaron a derrotar al Estado Islámico.
Entre las últimas víctimas se encuentra el hermano de S. A., quien estuvo muy implicado en las movilizaciones de 2019. “Le confundieron conmigo. Me habían amenazado, pero nunca pensé que llegarían tan lejos”, asegura el activista. Fue hace siete meses. Desde entonces, vive a salto de mata gracias a la protección de sus numerosos primos. Eso no impidió que el pasado 26 de septiembre, un tipo disparara contra la casa en la que se encontraba. “Cuando vino la policía me dijo que me fuera de la vivienda”, añade sin saber a quién recurrir.
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