Cuando la política se impone a las medallas
La fuga de la atleta bielorrusa Tsimanuskaia retrotrae a los tiempos de la Guerra Fría y subraya el papel de los Juegos como escenario de los conflictos mundiales
La huida a Polonia de la corredora bielorrusa Kristsina Tsimanuskaia tras su fallida participación en los Juegos de Tokio ha vuelto a poner de manifiesto cómo el gran acontecimiento global del deporte es, desde sus inicios en la edad moderna en Atenas en 1896, una enorme caja de resonancia de las tensiones de la política internacional del momento, escenario desde el ascenso inexorable de Hitler a atentados terroristas pasando por vetos, protestas y boicoteos a países de toda índole.
Tsimanuskaia es, por ahora, la última de una larga serie de atletas que eligieron la libertad y decidieron no regresar a sus países de origen, aunque en su caso parece haber pesado más el miedo que la disidencia política. Antes de ella, en los Juegos de Londres 2012 más de una docena de deportistas africanos, cameruneses, congoleños y sudaneses solicitaron asilo en mitad de la noche en comisarías de la policía británica y más recientemente, en los de Río en 2016, se creó el Equipo de Atletas Refugiados bajo la bandera olímpica formado por deportistas de Siria, Sudán del Sur, Etiopía y República Democrática del Congo. En Tokio son 29, muchos de ellos sirios, iraníes y afganos. “Parece como si los Juegos Olímpicos, los más lucrativos y políticos de todos los eventos deportivos del planeta, siguieran utilizándose para acciones políticas. Está claro que la situación de países como Rusia, Bielorrusia y Ucrania ha salido a la luz en esta cita”, dice en un correo electrónico Jonathan Grix, profesor de Política del Deporte de la Universidad de Manchester.
El caso Tsimanuskaia trae a la memoria las grandes deserciones de la Guerra Fría. La primera deportista en huir del telón de acero fue la gimnasta checoslovaca Marie Provaznikova y lo hizo en los juegos de Londres en agosto de 1948. Meses antes, en enero, se había producido el golpe comunista de Praga y el consiguiente control del país centroeuropeo por la Unión Soviética. Antes de viajar a la capital británica Provaznikova lideró una manifestación en Praga de más de 20.000 mujeres atletas en apoyo del presidente derrocado Edvard Benes. Una vez en Londres y tras hacer ganar la medalla de oro a sus gimnastas, de las que era entrenadora, Provaznikova solicitó asilo en Estados Unidos. “Soy una refugiada política y estoy orgullosa de ello”, declaró entonces desafiante.
No de extrañar que con este precedente la República Checa fuese uno de los primeros países en ofrecerse para acoger a Tsimanuskaia cuando se supo de las intenciones de huir de la tiranía del presidente bielorruso Alexandr Lukashenko y también la primera vez que el COI protege a una atleta. “Lo que se parece a la Guerra Fría es que un Estado quiera vigilar las idas y venidas de sus atletas. La URSS se negó a participar en los Juegos Olímpicos hasta 1952. Aceptó participar a cambio de que hubiese una villa olímpica específica para sus deportistas para que no pudiesen huir a Occidente. Así que había una villa olímpica para hombres, otra para mujeres y otra para los atletas soviéticos o de países comunistas”, asegura Pascal Boniface, director y fundador del think tank francés Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS, en sus siglas en francés) en un correo electrónico. “En Europa hay un nuevo telón de acero entre la UE y los países que están bajo la influencia rusa”, sostiene Javier Roldán, catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Granada en conversación telefónica. “El régimen bielorruso no sería posible sin el apoyo de Moscú. Las dictaduras persiguen cada vez más a los disidentes, no solo dentro, sino fuera de sus fronteras”.
Mucho más sonada fue la fuga protagonizada por docenas de atletas húngaros en los Juegos de Melbourne en 1956. Semanas antes de celebrarse los tanques soviéticos habían aplastado la revolución húngara en las calles de Budapest. El equipo olímpico húngaro se enteró de lo sucedido por la prensa cuando ya habían aterrizado en la capital australiana. De aquella cita queda en la memoria del deporte la semifinal de waterpolo que enfrentó a Hungría y la Unión Soviética y que pasó a llamarse “el baño sangriento” por la violencia con la que se emplearon los jugadores de ambos equipos. La mayoría de los deportistas húngaros encontraron refugio en Estados Unidos, otros en Australia y algunos regresaron a su país. Ese mismo año huyeron algunos futbolistas de leyenda como Czibor, Kocsis y Puskas, entre otros, que recalaron en España.
Desde entonces y sobre todo en la década de los setenta se hizo habitual la fuga de deportistas del bloque soviético. Múnich 72 y Montreal 76 fueron testigos de la huida de decenas de atletas, rusos y rumanos en su mayoría. Más recientemente, meses antes de Pekín 2008, siete futbolistas de la selección cubana sub- 23 decidieron refugiarse en un hotel de Florida hasta que obtuvieron asilo en EE UU y ninguno de los cinco boxeadores cubanos que triunfaron en Atenas 2004 volvieron a competir por su país en los juegos de la capital china. Tres se escaparon, otro fue expulsado del equipo olímpico por intentar huir y otro se retiró.
Pero los Juegos Olímpicos constituyen por sí mismos una cronología de los conflictos mundiales y una galería animada de los gestos que marcaron la protesta y la sensibilidad de cada época. Tras la exclusión de Alemania en Amberes 1920 y París 1924 por ser la potencia derrotada en la Primera Guerra Mundial, el nazismo no dudó en convertir los Juegos de Berlín de 1936 en un formidable instrumento de propaganda del Reich que se soñaba eterno. Las presiones de Estados Unidos obligaron al régimen, bajo la amenaza del boicot, a retirar los carteles de “judíos indeseables”, y los atletas franceses parodiaron en su desfile el saludo nazi, pero la imagen que quedó para la historia fue la negativa de Hitler a felicitar y estrechar la mano al atleta afroamericano Jesse Owens. Años después, en Helsinki 1952 Alemania volvería a competir y la URSS debutaría bajo ese nombre. En los siguientes, Melbourne 1956, España y Holanda no acudirían en protesta por la invasión soviética de Hungría; Irak y Líbano tampoco como represalia a Israel ni la China de Mao por la presencia de Taiwán. Roma 1960 marcaría el final de las participaciones de la Suráfrica del apartheid.
México 1968 marcó un hito en la manifestación de la protesta cuando los velocistas estadounidenses Tommie Smith y John Carlos subieron al podio a recibir sus medallas y levantaron el puño enfundado en un guante negro en apoyo del Black Power. A partir de entonces se sucedieron los gestos de protesta hasta el punto de que en 1975 el Comité Olímpico Internacional (COI) creó la norma 50 de la Carta Olímpica, revisada en muchas ocasiones y endurecida en 2020, para prohibir cualquier demostración propagandística política, religiosa o racial en sede olímpica con el riesgo de ser sancionado e incluso expulsado el deportista que lo haga. Sin embargo, poco pueden hacer las restricciones en la era de las redes sociales. Como dice Patrick Merle, profesor asociado y director de la Escuela de Comunicación de la Universidad de Florida, “la nueva moda es que este tipo de manifestaciones ahora se hacen en redes sociales, en el de caso de Tsimanuskaia en Instagram, y los atletas parecen más estrechamente vigilados y controlados, dependiendo de sus países de origen”.
Los juegos de México estuvieron marcados también por la violencia. Días antes de su inauguración, el Gobierno del presidente Díaz Ordaz ahogó en sangre la revuelta estudiantil de Tlatelolco causando decenas de muertos. La violencia volvió a aparecer en Múnich 72, cuyo lema oficial era “Los juegos alegres” cuando el comando palestino Septiembre Negro irrumpió en la sede de Israel y secuestró a 11 atletas de este país. La operación acabó en una masacre tras orquestar Alemania una emboscada en el aeropuerto en el que terroristas y secuestrados planeaban tomar un avión a El Cairo. Todos los rehenes fueron asesinados y solo se arrestó a tres de los agresores. Años después vendría el boicot occidental a los juegos de Moscú en 1980 por la invasión soviética de Afganistán. El Kremlin pagaría con la misma moneda no asistiendo a Los Ángeles 1984. Pero el mundo empezaba a cambiar. En Barcelona 92 ya no participó la URSS -la mayoría de sus antiguas repúblicas lo hicieron con la bandera de la Comunidad de Estados Independientes (CEI)- y volvió Sudáfica, ya con Mandela. Y comenzó el ascenso de China, no solo en lo deportivo.
Tablero de disidentes
Entre las deserciones políticas más sonadas están las de los jugadores de ajedrez, el llamado deporte ciencia, tantas veces tablero de la Guerra Fría y nunca de forma más contundente que en aquella mítica final del campeonato de Reikiavik en 1972 entre el estadounidense Bobby Fischer y el soviético Boris Spassky. Fisher se quedó con el título tras siete partidas ganadas, tres perdidas y 11 en tablas. La humillación fue tal que Spassky cayó en desgracia en la URSS y terminó nacionalizándose francés en 1984.
El primero en huir fue Alexánder Aliojin que escapó de los bolcheviques en 1921, pero el movimiento más inesperado lo realizó Víktor Korchnoi, que se proclamó campeón de la URSS en 1960. Eso le permitía jugar más torneos internacionales, pero cada vez que volvía de un viaje, en el Comité de Deportes examinaban sus andanzas con lupa: ir al cine o tomar una copa eran actividades sospechosas. “En general, digamos que no era uno de los favoritos de las autoridades”, decía. Aún así, se afilió al Partido Comunista, pero eso no mejoró su posición, por lo que durante un torneo en Ámsterdam en 1947 aprovechó para visitar al disidente Andrei Amalrik, autor del libro ¿Sobrevivirá la Unión Soviética hasta 1984?, con quien trabó una fuerte amistad. Tras ganar el torneo, en lugar de presentarse en la Embajada soviética como estaba previsto, pidió asilo en Países Bajos, aunque acabó nacionalizado suizo. Holanda le permitió quedarse en el país, pero no le concedió el estatuto de refugiado.
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