Más rápido, más alto, más fuerte, más nazi
¿Podía Hitler presumir de una saltadora judía mientras perseguía a millones de ellos?
En junio de 1936, la atleta judía Gretel Bergmann igualó el récord alemán de salto de altura en el estadio Adolf Hitler de Berlín. De este modo conseguía plaza para competir en los Juegos Olímpicos de Berlín, que se disputaban un mes después. ¿Podía una judía colgarse la medalla de oro representando a la Alemania nazi? ¿Podía Hitler presumir de una saltadora judía mientras perseguía a millones de ellos?
Berlín 36 se proyectó como el escaparate del gran bazar nacionalsocialista para exhibir ante el planeta entero las condiciones de la raza aria. Había que ser más rápido, más alto, más fuerte y más nazi que nadie. Se extendieron vatios mitos a posteriori. Uno fue que Hitler salió humillado del acontecimiento por la cantidad de medallas cosechadas por atletas negros, pero lo cierto es que los resultados de Alemania fueron excepcionales y Hitler se tiró semanas alardeando en sus discursos. La leyenda más recurrente es que el dictador nazi se negó a saludar a Jesse Owens, atleta de raza negra y gran triunfador de los Juegos; Hitler, en realidad, sólo saludó a los ganadores en la jornada inaugural, y Owens, en un retorcido giro del destino, contó en sus memorias que quien no le dio la mano fue su presidente, Franklin D. Roosevelt, enfrascado en una campaña electoral en la que necesitaba como nunca el voto del sur racista.
Bergmann era, cuando se avecinaban los Juegos de su país, la estrella mundial del salto de altura. Pero no entrenaba en su país, Alemania, sino en Inglaterra, a donde huyó escapando de la caza del Tercer Reich. “Hubo un tiempo en que Gretel Bergmann se creyó alemana”, escribió en su obituario, hace un año, el periodista Jan Martínez Ahrens. Efectivamente, lo fue. Y no una alemana cualquiera, sino la alemana que saltaba más alto. ¿Servía de algo? No cuando llegó Hitler al poder y desencadenó el odio; fue, debido a su origen, expulsada de su club de atletismo y apestada a todos los niveles: quien se acercase a la campeona, como quien se acercase a cualquier judío, era sospechoso y susceptible de represalias. Bergmann huyó a Londres, donde siguió entrenando, y de repente llegó a sus oídos la promesa de un milagro. Estados Unidos estaba dispuesto a boicotear los Juegos si el Reich alemán no demostraba que el antisemitismo del que se le acusaba era falso. Así fue como la judía Gretel Bergmann fue seducida por los nazis; competiría en los Juegos, ganaría una medalla, sería el orgullo de la Gran Alemania.
¿Se lo creyó? Regresó y cumplió el requisito, superar la marca mínima. Fue cuando hizo el salto que igualaba el récord alemán. Los nazis pasaron esa marca por alto. Las leyes y la propaganda vendían la raza judía como algo inferior y había una judía saltando más que cualquier ario. Lo que faltaba. Hitler esperó a que la delegación estadounidense estuviese en pleno vuelo a Berlín para anunciar que Bergmann estaba excluida. Volvió a marcharse de Alemania, esta vez para Estados Unidos, donde siguió saltando mientras hacía camas de hotel, barría pasillos y cosechaba medallas. Murió a los 103 años. Lloró hasta el final de sus días cada vez que veía una prueba de atletismo en la televisión. “Por lo que pude haber sido y no fui", dijo. El régimen nazi la sustituyó por un hombre, Heinrich Ratjen, que se tuvo que hacer pasar por una mujer llamada Dora. Quedó cuarto. Le pidieron explicaciones por su bigote y explicó que era una extraña forma de hermafroditismo. Los nazis le acabaron arrestando por travesti. Fue acusado de traicionar al mismo Reich que le obligó a cambiar de sexo. "Yo siempre he sido hombre", dijo años después.
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