River Madrid contra Boca Barça
La final de Libertadores será algo más que la final de un clásico español en la Copa de Europa
La final de la Copa Libertadores entre Boca y River es, para entendernos, la final de Champions entre Madrid y Barça. Algo que no se ha dado nunca aquí, y que se va a dar por primera vez en Argentina: dos colosos disputándose el trono de un continente. Cómo será la agonía para esas aficiones, cuyas barras bravas mantuvieron en los años ochenta y noventa una guerra civil a escala, con generales mediáticos y regueros de cadáveres, que el presidente del país, el expresidente de Boca Mauricio Macri, había dicho que prefería que pasase solo uno, que ese duelo no dejaría dormir a nadie y que el perdedor tardaría 20 años en recuperarse. La profecía no tiene mérito (quizás en lugar de 20, sean 50) pero no hay que perder de vista a Macri; cuando era un jovencito hijo del magnate Franco Macri, sufrió un secuestro. Años después, el secuestrador contó que el chico lo tenía frito con sus obsesiones y delirios: decía que iba a ser presidente de Boca y de Argentina.
La final de todos los tiempos, como se han apresurado a bautizarla allá, tiene todos los ingredientes posibles para el país de todas las finales, donde nada se entiende sin acabar con una coronación y un entierro. ¿Es River Madrid, y Boca Barcelona? La analogía, al menos respecto al Madrid, tiene que ver con la ubicación del estadio de River, que abandonó su origen para irse a un barrio más pudiente, mientras que en el puerto de La Boca se quedó su hermano y enemigo de sangre, Boca (allí eligieron uniforme, según una versión cuando un operario del puerto zanjó una discusión interminable diciendo que la camiseta llevaría los colores de la bandera del primer barco que apareciese, que resultó ser sueco; allí, también, se creó la palabra percanta, una forma despectiva de referirse a la mujer en lunfardo, porque, como recordó este diario, la inmigración italiana —Boca y River tienen inspiraciones genovesas— bajaba de los barcos y al dirigirse a las prostitutas preguntaban per quanto, per quanto). Esa analogía —de nuevo en lo que respecta al Madrid— podría seguir con una afición con fama de tener más posibles (los millonarios) que los bosteros, la afición de Boca; algo irrebatible es que la leyenda mundial del fútbol de los sesenta, Alfredo Di Stefano, dejó River para recalar en el Real Madrid mientras que el mito del fútbol de los ochenta, Diego Maradona, abandonó Boca en dirección a Barcelona.
Algo, sin embargo, separa a River del Real Madrid. A los argentinos se les llama gallinas desde la final del 66 contra Peñarol, donde se dejaron remontar un 2-0 en la última media hora; en las finales les da el tembleque, al contrario que su presunto homólogo español, donde emerge un depredador. También a Boca del Barça. Un equipo popular, de negritos y cartoneros, de barrio, que no tiene nada que ver ni con la pátina burguesa, ni con el narcisismo exquisito, ni con la conciencia política del Barcelona. Ni siquiera el estilo se parece porque Boca admira por encima de todas las cosas los cojones, la determinación, las agallas del pobre (en esto, el Apache Tévez es el arquetipo, aunque no sea incompatible con la existencia de jugadores exquisitos, de los cuales Riquelme, otro que se fue al Barça, es el último ídolo). Un conocedor profundo del fútbol argentino, el periodista español David Gistau, recuerda la historia de un amistoso Barça-Boca en 1999 en el que el Chipi Barijho, en el banco, pidió salir para robarle una cadena de oro con la que jugaba Bogarde. Lo hizo en un córner. “El fútbol es para vivos”, dijo años después a Líbero. “Eso es Boca”, dice Gistau: “Ganan las copas sacándoselas del cuello a los adversarios, como la Intercontinental del Madrid”.
Será una final a doble partido con afición de un solo bando en campo local. El último duelo en Libertadores terminó con los jugadores de River rociados con gas pimienta por barras bravas de Boca en el túnel de salida al campo.
Pase lo que pase nada remitirá a la final del Mundial 78 jugada en Buenos Aires, donde se produjo una explosión de alegría por el título en un país aplastado por una dictadura militar que sembraba la tierra de cadáveres, torturados y desaparecidos. Una extraordinaria muestra abierta el pasado mes de agosto en la capital argentina relataba cómo se vivió el Mundial en la ESMA, el terrorífico sótano clandestino de tortura y exterminio de la dictadura de Videla. Allí los presos escuchaban los gritos de los torturados mientras morían y, desde arriba, les llegaba el rugido de la afición con los goles. “Yo te alentaba desde el sótano”, le dijo 40 años después el preso político Ricardo Coquet a Jorge Olguín, que disputó la final. Coquet estuvo dos años encerrado en la ESMA; mientras celebraban el pase a la final tras la victoria ante Perú, tiraron como a un fardo a un compañero muerto tras ingerir cianuro. “Si lo hubiéramos sabido…”, dijo Olguín a La Nación. “Lo siento de corazón”.
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