Hong Kong se resiste a ser China
Las protestas en favor de la democracia en la antigua colonia reflejan la transformación de la identidad hongkonesa, que anhela mantener sus derechos y libertades frente al control dictatorial de Pekín
Hong Kong es una anomalía histórica. No solo por sus calles dedicadas a la monarquía británica, pobladas de rostros asiáticos, o sus famélicas construcciones verticales; sino porque Hong Kong es una ciudad libre, abierta y moderna pese a estar controlada por el régimen chino, la dictadura más poderosa del mundo. Las 11 semanas de protestas prodemocracia ilustran el choque entre dos sistemas políticos, una confrontación que se acrecienta bajo la amenaza de una intervención militar de Pekín.
La semilla del conflicto se remonta al momento en el que Hong Kong se convirtió en lo que es. En 1997, 156 años después, la colonia británica volvió a formar parte de China. En el acuerdo firmado por Zhao Ziyang y Margaret Thatcher en 1984 solo había una condición, que quedó escrita así: “Los actuales sistemas sociales y económicos permanecerán inalterados, así como su estilo de vida”. Esta cláusula tomó cuerpo en el principio de yiguo liangzhi, un país, dos sistemas, según el cual Hong Kong, a diferencia del continente, disfrutaría de un régimen de “derechos y libertades (…) asegurados por ley” y equiparables al de cualquier democracia occidental. Pero esta excepción tenía un horizonte: 2047, solo 50 años. De esta manera, sobre este pequeño territorio de maneras occidentales pendía, como una horca, el futuro irremediable del modelo chino. La primera colisión entre estos sistemas políticos tendría lugar en la isla: hoy.
China respetó el acuerdo durante la primera década, pero poco después dio comienzo a un proceso de erosión de derechos y libertades hecho explícito en un libro blanco publicado en junio de 2014. “En ese documento estratégico, el Partido Comunista de China expresaba su punto de vista sobre la operación de un país, dos sistemas”, explica en declaraciones a este medio Antony Dapiran, abogado residente en el territorio y autor del libro City of Protest: A Recent History of Dissent in Hong Kong (Ciudad de protestas: una historia reciente sobre la disidencia en Hong Kong). “El lenguaje empleado era muy estricto y priorizaba un país por encima de dos sistemas. En ese momento se hizo evidente que Pekín estaba empezando a apretar su control”. En septiembre de ese mismo año se desató la llamada revolución de los paraguas, una movilización que durante más de dos meses bloqueó el centro de la ciudad para reclamar la instauración de un sufragio universal efectivo, en lugar de que el jefe de Gobierno fuera preseleccionado por el Partido Comunista de China.
“A partir de entonces, hemos visto en los últimos cinco años muchos pasos adelante en esta senda, como el secuestro de los libreros, la inhabilitación de los legisladores prodemocracia, el veto a candidatos a las elecciones o el encarcelamiento de los líderes de la revolución de los paraguas”, añade Dapiran. Ese es el trasfondo de las protestas actuales, las cuales han alcanzado hitos históricos como sacar a casi dos millones de personas a la calle en un territorio de poco más de siete millones de habitantes, la ocupación del Parlamento, la primera huelga general en cinco décadas o convertir el centro de la ciudad en el escenario de una batalla campal.
El detonante en esta ocasión ha sido la propuesta de una ley de extradición que permitiría que los ciudadanos hongkoneses fueran juzgados en suelo continental, donde al imperio de la ley se superpone, como a todo lo demás, el mandato del Partido. “Para los manifestantes se trata de una batalla por la libertad; para el Gobierno chino es una batalla por el control”, sentencia Willy Lam, catedrático de Historia y Economía en la Universidad China de Hong Kong, en una entrevista con EL PAÍS.
Pero el rumbo de los tiempos juega en contra de Hong Kong: cuanto más crece China, mayor es la sombra que se cierne sobre la excolonia. En los años de la transferencia, China era un país pobre. En 1993, Hong Kong representaba un 27% de su PIB. A partir de ahí comenzó una caída libre que ha reducido este número hasta menos del 3% el año pasado. “A día de hoy, la ciudad hace dinero gracias a los turistas chinos, la inversión china y las empresas chinas. Al mismo tiempo, los núcleos urbanos chinos se han transformado: Pekín, Shanghái, Shenzhen o Cantón no tienen nada que envidiarle”, señala Dapiran. La identidad hongkonesa se ha transformado en paralelo a este proceso: ya no se construye alrededor de su modernidad y prosperidad, sino sobre el hecho de ser un pueblo libre. “Lo que les hace especiales ahora son sus derechos y libertades, algo que no solo China no tiene, sino que una mayoría de lugares en Asia tampoco; lo que para Hong Kong es fuente de orgullo y personalidad”.
Los datos sociológicos corroboran esta teoría. El Programa de Opinión Pública de la Universidad de Hong Kong elabora de manera periódica una encuesta que contrapone la identificación popular entre las identidades “china” y “hongkonesa”. La serie histórica refleja cómo en los años posteriores a la transferencia de soberanía, en los que China respetó el principio de un país dos sistemas, la primera se fue imponiendo hasta alcanzar en 2008 un 38% frente al 18% de la hongkonesa. Ese año, los Juegos Olímpicos con los que Pekín se presentó al mundo se vivieron con furor por todo el país, también en la isla. Pero a partir de entonces la relación se ha invertido. Los datos más recientes, publicados a finales de junio de este año, reflejaban que el número de ciudadanos que se identifican como hongkoneses se sitúa en un máximo histórico, 53%. El índice chino, por su parte, está más bajo que nunca: un 11%. “A causa de esta evolución identitaria, la injerencia de China se ha recibido como un ataque directo al núcleo social”, añade Dapiran. Al protestar, los manifestantes dotan a esta identidad de una dimensión performativa, una doble reafirmación de lo que son que les hace aún más reacios a aceptar aquello que el Partido Comunista les ofrece.
El contrato social del Partido Comunista se basa en intercambiar prosperidad económica por libertad individual. Erradicar la pobreza absoluta para 2020 frente a un millón de uigures en campos de concentración: estos son los dos extremos del Zhongguomeng, el “sueño chino” capitaneado por Xi Jinping. Su modus operandi comienza por rechazar el universalismo de “valores occidentales”: democracia, pluralismo, derechos humanos. Hong Kong juega un papel crítico en este proceso. No solo porque forma parte de China, sino porque es una sociedad estructurada de acuerdo a esos principios. El Gobierno no logra seducir a los hongkoneses, y el Partido ha recordado en repetidas ocasiones las últimas semanas, que la alternativa es la fuerza.
El artículo 14 de la Ley Básica que rige la antigua colonia establece que, en caso de emergencia, el Gobierno central puede movilizar al Ejército Popular de Liberación si así lo solicita el Ejecutivo local. Una intervención militar es algo que todas las partes –Pekín, Hong Kong y manifestantes– desean evitar, pero el bloqueo parece inquebrantable y con cada día que pasa el uso de la fuerza gana en probabilidad. La semana pasada Carrie Lam, la jefa del Ejecutivo, se negó a contestar a un periodista que cuestionaba su capacidad de retirar la ley de extradición, una de las cinco demandas de los manifestantes –junto a la amnistía para todos los detenidos, una investigación independiente sobre la actuación policial, la derogación del término “revueltas” y la instauración de un sufragio universal efectivo–. Su evasiva reafirma la idea de que Lam se ha convertido en una intermediaria sin margen de acción, y que al otro lado de la mesa, frente a los manifestantes, se sienta el Gobierno chino. Y el Gobierno chino no negocia.
En la última semana, Pekín ha comenzado a sentar la base retórica para una acción directa al referirse a las protestas como “terrorismo”. La represión de las protestas de Tiananmen en 1989, el último desafío social que el Partido Comunista chino enfrentó, y sus miles de muertos están muy presentes en la memoria colectiva. “La intervención del Ejército sería muy traumática, los hongkoneses lo verían como una invasión”, apunta Willy Lam.
El terremoto también sería económico: pese a su pequeño tamaño porcentual, Hong Kong es todavía el enclave donde China se encuentra con el mundo. Más de un 60% de su inversión directa extranjera, por ejemplo, llega al continente a través de la isla. Esto es factible en parte gracias al acta política promulgada por el Congreso de EE UU en 1992, por la cual Hong Kong es reconocido como un territorio formalmente independiente, con todos los derechos de una economía abierta. La retirada de esta normativa supondría un movimiento de enorme calado, ya que obligaría al sistema chino a reformarse. “Por eso, no creo que China vaya a emplear a las fuerzas armadas, sino que optará por movilizar a la policía paramilitar de la provincia vecina de Guangdong: estos agentes hablan cantonés y vestirán el uniforme de la policía de Hong Kong para pasar desapercibidos”.
“El contrato social chino no funcionará en Hong Kong”, concluye Lam con pesimismo. “La absorción total llegará antes de 2047, al final de la década de los treinta. El primer paso será aumentar la inmigración china. De los 7,5 millones de habitantes de Hong Kong, 1,8 son ciudadanos del continente. Esta cifra seguirá creciendo en los próximos años hasta los 3,5 millones, lo que alterará el tejido social. Es la misma solución que el Gobierno ha empleado en Xinjiang, donde los uigures ya no son mayoría, o en Tíbet. Al mismo tiempo, se producirá un éxodo masivo de ciudadanos hongkoneses hacia el extranjero. Las políticas serán cada vez más represivas. Hong Kong se convertirá en una ciudad china más”.
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