EE UU y China reanudan el diálogo comercial en medio de las amenazas de Trump
Pekín retoma sus compras de productos agrícolas estadounidenses como gesto de cara a las negociaciones, rotas el pasado mayo de forma abrupta
Washington y Pekín vuelven a sentarse a la mesa. Las dos primeras potencias económicas del mundo buscan un acuerdo que ponga fin a la guerra comercial, abierta desde hace un año. A partir de este martes y durante los próximos dos días, Liu He, viceprimer ministro chino y máxima autoridad en política económica, ejercerá de anfitrión para la delegación estadounidense, encabezada por Steven Mnuchin, secretario del Tesoro, y Robert Lighthizer, representante de Comercio. Las conversaciones se retoman tras haberse roto en mayo. Las expectativas no son muy altas, no se espera nada más —y nada menos, teniendo en cuenta los antecedentes— que gestos de buena voluntad por ambas partes. El escenario elegido, Shanghái y no Pekín, es parte del contexto: más negocios, menos política.
Sin embargo, Donald Trump se ha salido este martes del lenguaje habitual en los negocios. En una serie de tuits, se ha burlado de la economía china y ha acusado a Pekín de incumplir lo acordado. "Se suponía que empezarían a comprar ahora nuestros productos agropecuarios y no hay señal de ello. Ese es el problema con China, que simplemente no cumple", señaló. El presidente aseguró que "China anda muy mal, lo peor en 27 años", mientras que la economía de su país "se ha vuelto MUCHO más grande que la china en los últimos tres años". Y lanzó un mensaje claro a Pekín: "El problema para ellos si esperan, sin embargo, es que cuando yo gane [en las elecciones presidenciales de 2020] el acuerdo que conseguirán será mucho más duro que lo que ahora negociamos... o no habrá acuerdo".
La cronología que lleva al encuentro de este martes se remonta a junio de 2018, cuando Trump sacudió el tablero al grito de “¡Nos están timando!”. Afirmó entonces que China no compite en igualdad de condiciones, y señaló como prueba los límites a la actividad de empresas extranjeras en su territorio —trasferencia forzada de propiedad intelectual incluida— y, sobre todo, el desequilibrio en su relación mercantil: en 2018, la balanza comercial entre ambos países estaba en 375.000 millones de euros a favor del gigante asiático.
Tras varios intercambios de sanciones, las negociaciones estaban encarriladas el pasado mayo: China avanzaría en términos de reciprocidad y elevaría sus importaciones de productos agrícolas para aliviar el desequilibrio comercial. Cuando el pacto ya se daba por hecho, las negociaciones saltaron por los aires. Washington acusó a China de recular en puntos ya acordados, mientras que Pekín aseguró que las demandas estadounidenses suponían una vulneración de su soberanía.
Ante la falta de acuerdo, Trump cumplió con su amenaza y golpeó con un aumento de los aranceles del 10% al 25% para más de 5.000 productos valorados en 179.000 millones. China respondió con unos de entre el 5% y el 25% para bienes valorados en 53.000 millones. La situación quedó bloqueada, hasta que los máximos líderes de los dos países mantuvieron un encuentro privado durante del G20 en Japón, a finales de junio. Un plan del agrado de Trump, que confía en su capacidad de jugarse todo al cuerpo a cuerpo, una estrategia poco habitual en la diplomacia, pero a la que recurre en la mayoría de sus relaciones bilaterales, la negociación nuclear con el líder norcoreano, Kim Jong-un, entre ellas.
La reunión cumplió las expectativas. Trump y Xi abandonaron la habitación con el acuerdo de una tregua con la que ganar tiempo. El presidente de EE UU congeló una última ronda de sanciones que iba a imponer aranceles sobre todo el resto de importaciones a China —por valor de 268.000 millones de euros—, que a cambio retomaría las importaciones de productos agrícolas. Con una novedad: el destino de Huawei quedó ligado a la guerra comercial. El gigante tecnológico había sido incluido en una lista negra de empresas consideradas peligrosas para la seguridad nacional estadounidense. Un duro golpe para la empresa porque depende en gran medida de productos intermedios producidos en EE UU. "Permitiré que vendamos y enviemos a Huawei una gran cantidad de productos”, confirmó Trump en una rueda de prensa posterior al evento.
Al vincular la guerra comercial con el veto a Huawei, la Administración norteamericana dio la razón a la opinión mayoritaria en China, que entiende ambos casos como dos batallas de una misma guerra tecnocomercial con la que Washington quiere obstaculizar el desarrollo de la potencia asiática.
Punto de partida
Todo esto subyace en la reunión de este martes en Shanghái, una toma de contacto en la que no se esperan avances significativos, solo gestos de buena voluntad. China ha dado un primer paso: varios miles de toneladas de soja estadounidense cruzan el Pacífico hacia sus puertos, según ha informado la agencia pública Xinhua. Pronto volverán a comprar algodón, sorgo y cerdo —una materia prima cuyo precio se ha disparado a consecuencia de la crisis de peste porcina—.
Cuando empiece el regateo de verdad, los obstáculos emergerán de nuevo. Ni siquiera el punto de partida está claro: EE UU quiere comenzar desde los acuerdos de mayo, mientras que China desea hacerlo con la versión corregida que envió de vuelta y finiquitó las conversaciones. Por aquel entonces, Liu He explicitó las bases que harían un acuerdo aceptable a sus ojos: tendría que ser “equilibrado y justo” —Washington no puede obligar a Pekín a cambiar su legislación interna—, “incluir una eliminación completa de todos los aranceles de antemano” —la Administración Trump pretende que el levantamiento sea gradual— y “establecer objetivos realistas” respecto a la cantidad de productos que China se compromete a importar.
Ambas partes tendrán que actuar con rapidez, porque las negociaciones tienen en la práctica fecha de caducidad. Si no se alcanza un acuerdo antes del final de este año, lo más probable es que el fragor de la guerra comercial continúe durante todo el periodo electoral de EE UU, lo que no devolvería a ambos países a la mesa negociadora hasta finales de 2020 y retrasaría un eventual acuerdo a 2021. Los costes de un conflicto mantenido durante más dos años se dispararían.
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