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Columna
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Escenas del próximo capítulo (Chiquinquirá, Boyacá)

El regreso forzoso de Andrés Felipe Arias poco a poco toma cara de “típica noticia colombiana que no deja pensar en nada más”

Ricardo Silva Romero
Jesús Santrich en una conferencia de prensa en mayo.
Jesús Santrich en una conferencia de prensa en mayo.GETTY

Hubo una vez un noticiero colombiano que decidió tener una sección de buenas noticias: así de grave ha sido el asunto. Si la sección siguiera en pie, que podría seguir aunque fuera breve, esta semana contaría que los tenistas caleños Cabal y Farah se convirtieron en los merecidísimos campeones del torneo de dobles de Wimbledon. Y luego daría paso, por ejemplo, a los devastadores escándalos de corrupción en las filas del ejército, a los testimonios que podrían demostrar que los dineros nefastos de Odebrecht sí entraron a la campaña de Santos en 2014, a la fuga inverosímil del exjefe guerrillero Jesús Santrich –convertido, luego del acuerdo de paz, en un representante a la Cámara investigado por narcotráfico–, y a la extradición de Estados Unidos a Colombia de un exministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, que hace diez años era el verdadero candidato presidencial del uribismo.

Son, si uno las relee, noticias sobre nuestra eterna, profunda, comprensible, paranoica, peligrosa desconfianza en la justicia. El escape de Santrich, en medio de una investigación que puso en desacuerdo a las instituciones del Estado, no sólo es una afrenta tanto a la Justicia Especial para la Paz como a la Corte Suprema de Justicia, sino un gesto que el partido de Gobierno ha leído como prueba de que ciertas figuras de las Farc jamás creyeron del todo en los acuerdos. El regreso forzoso de Arias, condenado por la Corte a 17 años de prisión, suspendido e inhabilitado por la Procuraduría cuando era comandada por un uribista que es hoy embajador en la OEA, poco a poco toma cara de “típica noticia colombiana que no deja pensar en nada más”: los aliados insisten en implementar la doble instancia para el juzgamiento de los aforados en la Corte y los opositores imaginan un futuro distópico en el que Arias es presidente de Colombia.

Y en medio de la gritería, y de esos audios filtrados a la prensa que, como comprometen a ciertos magistrados, podrían dar origen a la palabra “investogado”, lo único claro es que eso de ser prófugo –eso de desconfiar del Estado y de su justicia– tiene que dejar de sonar lógico aquí en Colombia si la idea por fin es que el país funcione. Cada semana colombiana termina como los capítulos de los viejos programas de televisión: ¿aparecerá Santrich convertido en jefe de las disidencias de las Farc?, ¿conseguirá el partido de Gobierno, liderado por el investigado expresidente Uribe, que se dé una doble instancia que revise el caso del exministro Arias?, ¿se irá el segundo año de esta presidencia en otro debate bizantino que azuce el desprecio por las instituciones y aplace el desmonte de la violencia? Y sí: es la pura precariedad.

El presidente Duque le ha pedido a la centenaria Virgen de Chiquinquirá, en Boyacá, que guíe al país hacia la unidad que suele proponer la derecha, pero quizás sea más efectivo que –más allá de sus discrepancias sobre los acuerdos de paz– la sociedad salga a marchar el viernes de la próxima semana contra los estremecedores, desoladores, brutales, vergonzosos, diarios asesinatos de los líderes sociales. Es obvio, pero no es nada fácil en esta nación del sálvese quien pueda –en la que es una verdadera sorpresa que dos colombianos se hayan puesto de acuerdo hasta ganar en Wimbledon–, reconocer que tenemos en común el hecho de estar vivos y el derecho a seguir viviendo. Y la verdad es que si no es la vida lo que nos une es muy probable que sigamos pensando que sólo se llama “justicia” cuando se aniquila a la contraparte.

Si no asumimos una justicia que no dé prófugos buenos y prófugos malos, y no logramos una cultura que no justifique ningún asesinato, pronto tendremos que resignarnos a las secciones de buenas noticias.

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