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Donald Trump, dos años de polémicas y excesos

El presidente de EE UU llega al ecuador de su mandato más envalentonado y heterodoxo que nunca

Amanda Mars

Golpeado por las urnas y asediado por hasta 17 investigaciones -desde las relacionadas con sus negocios a las de su posible vinculación con el Kremlin-, Donald Trump llega al ecuador de su mandato más envalentonado, heterodoxo y showman que nunca, embebido de trumpismo. En 2018, dio el golpe de mano al tablero internacional. Lo que le queda de presidencia será una guerra en casa, con medio Congreso en manos de los demócratas, que ya pueden maniatar su presidencia.

LA PRESIDENCIA EN GUERRA

El 7 de noviembre Donald Trump se revolvió como un animal herido. Las elecciones legislativas de la noche anterior habían ido mal. Su partido logró amarrar el Senado —algo fuera de duda pues estaban en juego los escaños republicanos—, pero perdió el control de la Cámara de Representantes en lo que —pocos días después se sabría— había resultado la mayor victoria demócrata desde el Watergate. El vuelco —esa era la peor señal para el presidente— vino impulsado por una marea de participación: 116 millones de estadounidenses acudieron a las urnas, cuando en 2014 solo lo hicieron 83 millones. Los candidatos demócratas habían logrado aquel martes casi tantos votos como él mismo en las presidenciales de 2016. La llamada ola azul había llegado y el hombre que protagonizó la campaña lo sabía

A las 11.57 de la mañana siguiente Trump se presentó en la habitación Este de la Casa Blanca, la mayor de todas, que John Adams usaba para colgar la colada y que ese miércoles estaba repleta de periodistas. Con el semblante serio dio una de las ruedas de prensa más largas y tensas de su presidencia. Una hora y 27 minutos televisados en los que negó el fracaso electoral, culpó de la derrota en la Cámara baja a los republicanos que se habían alejado del trumpismo, volvió a la carga contra la inmigración y se enzarzó con los periodistas. Tachó de racista la pregunta de una reportera que le inquirió si creía que su apoyo al nacionalismo había dado alas al supremacismo blanco y atacó sin cuartel a Jim Acosta, de la CNN. Lo llamó “persona terrible”, “grosero”, y dijo que la cadena de televisión debería “avergonzarse” de darle trabajo. Al cabo de apenas dos horas, anunció en Twitter la renuncia forzada del fiscal general, Jeff Sessions, al que culpaba de buena parte de sus quebraderos de cabeza por la investigación la trama rusa. Por la noche, la Casa Blanca retiró la acreditación de Acosta.

Era un anticipo de lo ocurriría en las siguientes semanas y, probablemente, de lo que será el resto de la era Trump, que este domingo cumple sus dos primeros años.

Washington ha entrado en combustión. En diciembre, en un mensaje de Twitter, anunció, para disgusto de las potencias aliadas y desoyendo al propio Pentágono, la retirada de las tropas de Siria. Argumentando una situación de emergencia migratoria que no se justifica con los datos reales, llevó el pulso para construir un muro con México a bloquear los presupuestos y provocar un cierre parcial de Gobierno que ya es el más largo de la historia de EE UU. A la caída de Sessions le siguieron una cascada de bajas, entre ceses y dimisiones, incluyendo su jefe de gabinete y el secretario de Defensa. Las extravagancias se han extremado. En plena polémica por Siria, para anunciar la firma de una reforma agrícola, publicó un vídeo suyo de hace años, disfrazado de granjero, cantando en una gala de los Grammy. Con parte de la Administración cerrada y 800.000 empleados sin sueldo, difundió en Twitter un cartel con el tipo de letra de Juegos de Tronos, como si fuera un anuncio de la serie, asegurando: “El muro va a llegar”.

Golpeado por las urnas y asediado por hasta 17 investigaciones —desde las relacionadas con sus negocios a las de su posible vinculación con el Kremlin—, Trump ha llegado al ecuador de su mandato más envalentonado, heterodoxo y showman que nunca, borracho de trumpismo. “No creo que sea una estrategia, Trump no tiene estrategia, creo que la gente que le frenaba algo ya no está o la ha dejado de escuchar”, afirma el analista y estratega conservador Rick Tyler.

Se está viviendo un tiempo estrafalario en Washington. El presidente tuvo que responder el lunes a la prensa, en los jardines nevados de la Casa Blanca, que no, que nunca había trabajado como agente secreto para Rusia. La noticia de que el FBI le había investigado por ello había corrido como la pólvora durante el fin de semana, así como su afán por ocultar información sobre las charlas que había mantenido con Vladímir Putin incluso con miembros de su propio Gobierno.

La investigación sobre la posible connivencia de Trump o su círculo en la injerencia rusa durante las elecciones presidenciales de 2016, en las que buscaban favorecer la victoria del republicano, da los últimos compases en un escenario muy delicado. Porque cuando el fiscal especial Robert S. Mueller, que lleva más de año y medio con el caso, complete sus pesquisas, la nueva mayoría demócrata en la Cámara de Representantes podría impulsar su proceso de destitución (impeachment) si ven material delictivo.

Armados con el control de la Cámara baja también pueden reclamar sus declaraciones fiscales, que el neoyorquino se niega a hacer públicas y, como está ocurriendo ya, frenar buena parte de su agenda política, como la promesa del muro. Los demócratas buscan el equilibrio entre el pragmatismo de sus veteranos —como Nancy Pelosi, nueva líder de la Cámara de representantes— y el empuje de una hornada de legisladores en uniforme de combate que ha traído la elección de noviembre. A la nueva congresista demócrata Rashida Tlaib, una de las dos primeras musulmanas en entrar en el Capitolio, la grabaron en un acto progresista arengando al público: “Vamos a destituir a ese cabrón”. La joven estrella Alexandria Ocasio-Cortez la apoyó. Los demócratas llamaron a la calma. De un modo u otro, las cosas se han complicado para el magnate y este responde a la ofensiva.

El republicano Chris Christie, exgobernador de New Jersey y aliado del presidente, comparó poco antes de Navidad a Trump con “ese pariente de 72 años al que intentas cambiar de forma de ser”. “Cuando la gente se hace mayor, están cada vez más convencidos de que lo que hacen está bien y se hace más difícil convencerles de los contrario”, dijo en una entrevista en la cadena ABC.

Ese es Trump. Los analistas que predijeron un cambio de tono tras la toma de posesión erraron; los que lo previeron con el devenir de la presidencia y la realpolitik internacional, también. Otros lo esperaban tras el castigo electoral de noviembre. De momento, también, agua. Nacido hace 72 años en el seno de una familia rica de Nueva York, convertido en uno de los promotores más famosos de EE UU, con una fortuna superior a los 3.500 millones de dólares, tres matrimonios, cincos hijos y una brillante carrera de animador televisivo, Trump solo confía en su instinto. “A veces, parte de conseguir un acuerdo es denigrar a tu competidor”, decía en los ochenta, cuando se hallaba inmerso en la conquista de Manhattan a golpe de rascacielos con su nombre.

SIN ADULTOS EN LA HABITACIÓN

Los generales ya han dejado de tratar de cambiar a ese tozudo pariente de 72 años con el que le comparaba el republicano Chris Christie. Durante los primeros meses de la Administración de Trump se fue conformando una especie de guardia pretoriana que protegía al presidente de sí mismo. Unos eran halcones conservadores y otros, perfiles más moderados, pero compartían una imagen de seriedad, ortodoxia y conocimiento de su área que parecía salvaguardar, dentro de todo el ruido diario, la política tradicional en Washington.

Todos se han marchado a lo largo de 2018, la mayoría por discrepancias públicas con el mandatario: el general John Kelly ha dejado su puesto como jefe de Gabinete; el general Jim Mattis ha dimitido como secretario de Defensa; el general H. R. McMaster fue relevado por John Bolton como consejero de Seguridad y el exejecutivo petrolero Rex Tillerson, un moderado que llevaba el Departamento de Estado, fue objeto de un despido humillante vía Twitter. A estas bajas se añade la del consejero económico Gary Cohn, un viejo peso pesado de Goldman Sachs, asqueado entre otros aspectos por la titubeante condena de Trump del atentado nazi de Charlottesville en verano de 2017.

Donald Trump camina hacia el atrio para dar su discurso de investidura el 20 de enero de 2017.
Donald Trump camina hacia el atrio para dar su discurso de investidura el 20 de enero de 2017.Carolyn Kaster (AP)

Entre dimisiones, renuncias forzadas y despidos, la Administración ha sufrido una cuarentena de bajas relevantes. En tan solo dos años, Trump ha tenido cinco directores de comunicación, tres jefes de gabinete, cuatro consejeros de seguridad nacionales, tres secretarios de Interior, dos secretarios de Estado, tres fiscales generales… No existe un precedente de algo así en las presidencias del siglo XX, no solo por la desbandada sino por el momento, en la primera mitad del primer mandato. Mientras, Trump se refugia en su asesora e hija, Ivanka —a la que por ejemplo acaba de encargar que ayude a escoger al nuevo presidente del Banco Mundial—, y su yerno, Jared Kushner, al quien confía buena parte de las relaciones con Israel.

El cúmulo de ceses y lo ruidoso de algunos de ellos, especialmente al final de 2018, refuerzan la imagen de caos que domina esta Casa Blanca. Es relativamente común que sus aseveraciones se vean corregidas o matizadas por su gabinete. Solo esta semana, el secretario de Estado, Mike Pompeo, se quedó descolocado por la amenaza vertida por su jefe de “devastar económicamente” a Turquía si atacaba a los kurdos. Preguntado por la prensa, dijo que “intuía” que el presidente se refería a sanciones económicas, pero que era mejor que le preguntasen a él directamente. Y su nominado a fiscal general, William Barr, le ha contradicho en el Senado sobre la investigación de la trama rusa, asegurando que “no es una caza de brujas”.

Como dijo Newt Gingrich, exlíder republicano en la Cámara de Representantes, “Trump es como un quarterback que no advierte de la jugada, simplemente golpea la bola y espera que los demás miembros del equipo reaccionen”.

Circula una poderosa narrativa en Washington en torno a la idea de un equipo tratando de cortar la jugada de ese quarterback impredecible. En septiembre, el periodista Bob Woodward publicó Miedo: Trump en la Casa Blanca, un retrato del día a día de este Gobierno que desató ríos de tinta, horas de tertulia y —cómo no— los ataques del protagonista. En él, describe el ambiente como el de “un manicomio” y al presidente, como una especie de Calígula caprichoso e ignorante capaz de mil barrabasadas. Mientras, sus subordinados tratan de asestar lo que el reportero califica de “golpe de Estado administrativo”. Basándose en centenares de horas de entrevistas off the record, de testigos de las situaciones, cuenta, por ejemplo, cómo un día Trump habla con ligereza de matar al presidente sirio Bachar el Asad. El jefe del Pentágono, Jim Mattis, le responde que se pone con ello, pero acto seguido el militar le dice a su equipo que lo olvide todo. O cómo en otra ocasión, Gary Cohn, el exasesor económico, le roba del despacho un documento con el que el presidente pretendía firmar la retirada del tratado comercial con Corea del Sur. A Trump, sencillamente, se le olvidó.

En los mismos días en los que salió el libro, un miembro de la Administración publicaba sin nombre una tribuna de opinión en The New York Times que también apuntaba a la idea de un grupo de miembros de la Administración escandalizados con el modo de gobernar de Trump. Esta guerrilla supuestamente se empleaba en “boicotear” los impulsos más peligrosos del mandatario por el bien del país. Bajo el título Yo soy parte de la resistencia interna de la Administración Trump, describía al neoyorquino como un ser “superficial, inefectivo, conflictivo e impulsivo” pero tranquilizaba a los votantes asegurando que había “adultos en la habitación”.

El artículo constituía un ataque demoledor contra Trump, pero en ningún caso a sus políticas. Y destilaba aroma a preocupación entre los republicanos, tratándose de distanciar de su actual líder. El autor dejaba claro que, aunque había sido electo como republicano, tenía poco de ello, pero alababa la gran rebaja de impuestos aprobada y curiosamente se cuidaba de no mencionar uno de los aspectos más polémicos de la agenda trumpista: la inmigración.

LA BATALLA POR MARCAR LA AGENDA

“Una cosa que he aprendido de la prensa es que siempre están hambrientos de una buena historia, cuanto más sensacionalista, mejor. Es la naturaleza de su trabajo y lo entiendo. El asunto es que si eres un poco diferente, un poco atrevido, si haces cosas osadas y controvertidas, la prensa escribirá de ti”. Cuando Trump hacía esta reflexión en su famoso libro The art of the deal, hace tres décadas, describió la que iba a ser una parte fundamental de su estrategia para conquistar la Casa Blanca. Un anuncio a toda página en The New York Times, decía, le costaba por entonces 40.000 dólares. Pero si el periódico escribía algo mínimamente positivo sobre un proyecto inmobiliario, el valor era muy superior al de un anuncio y le salía gratis. “Lo divertido es que incluso una historia crítica, que puede ser dolorosa en lo personal, resulta muy valiosa”.

Pese a lo que parece por sus frecuentes insultos, a Trump le fascina aparecer en los medios. Es capaz de dar ruedas de prensa de más de una hora, improvisar entrevistas y entrar a todos los trapos que le lancen en posados ante las cámaras que solo estaban pensados para medios gráficos. En Twitter, su gran medio de comunicación, es voraz. Los periodistas de la Casa Blanca viven pendientes de sus mensajes, donde desde la seis de la mañana y hasta la medianoche puede amenazar con un holocausto nuclear a Corea del Norte, llamar “perro” a una exasesora suya (Omarosa Manigault) o anunciar al nuevo jefe del Pentágono.

El sábado 12 de enero, antes del mediodía, ya había publicado una docena de mensajes: tachaba de mentiroso al exdirector del FBI James Comey; llamaba corrupta a Hillary Clinton, aseguraba ser más duro contra Rusia que sus predecesores; urgía a los demócratas a que se sentaran a negociar para reabrir el Gobierno, vinculaba la inmigración irregular y el crimen, criticaba a un “periodista mentiroso del Amazon Washington Post” y sostenía, en mayúsculas, que no había “NINGÚN caos”.

Donald Trump se reúne en su gabinete mientras recibe una llamada telefónica de Vladimir Putin, el 18 de agosto de 2017. Ninguno de estos hombres salvo Mike Pence continúa trabajando para el Gobierno estadounidense.
Donald Trump se reúne en su gabinete mientras recibe una llamada telefónica de Vladimir Putin, el 18 de agosto de 2017. Ninguno de estos hombres salvo Mike Pence continúa trabajando para el Gobierno estadounidense.Jonathan Ernst (Reuters)

The Washington Post, que hace un recuento en el blog Fact Checker de todas las falsedades y inexactitudes del presidente desde que llegó al cargo, cifra en 7.600 las aseveraciones inciertas durante su presidencia, con una media de 15 al día en 2018, el triple que en 2017. Su récord fue el 7 de septiembre, cuando en 120 minutos hizo hasta 125 afirmaciones falsas o engañosas. La mentira en la Casa Blanca ya no es noticia.

Trump ganó las elecciones a lomos de un mensaje incendiario contra el establishment y la inmigración irregular en una sociedad malherida por la desigualdad. A golpe de tuit y de astracanada logró marcar la agenda de los llamados medios tradicionales, aunque fuera para desmentirle. Un conglomerado de medios de derecha contribuyeron al mismo fenómeno. En una entrevista dada a este periódico hace unos meses, Ethan Zuckerman, experto del Media Lab del Massachusetts Institute of Technology (MIT), ponía como ejemplo el bulo de que Obama nació fuera de EE UU. “Incluso aunque estés escribiendo que no hay pruebas de algo así, y que que nació en Hawái, estás participando en la conversación”, señalaba. “Hay gente en la extrema derecha que tiene capacidad de crear grandes audiencias con sus contenidos y, como generan esas grandes audiencias, los medios tradicionales creen que deben escribir algo al respecto”, añadía.

Un estudio elaborado por Zuckerman y otros estudiosos analizó 1,25 millones de piezas publicadas por 25.000 fuentes entre el 1 de abril de 2015 y el día de las elecciones, 8 de noviembre de 2016. Detectaron que la cobertura sobre Clinton estaba abrumadoramente centrada en el caso de los correos electrónicos, su fundación y Bengasi, mientras que la de Trump, aunque recogía algún escándalo, se basaba sobre todo en su ideario.

Ahora el neoyorquino es el presidente más poderoso del mundo y tratar de desmarcarse de su agenda supone un reto mucho más difícil. En un mensaje de Twitter Trump es capaz de anunciar el despido de un miembro relevante de su Gobierno o anunciar la retirada de tropas de Siria. Su estrategia no ha cambiado, sigue apostando sus fichas a la barrabasada y, sobre todo, azuzando las bajas pasiones que despierta la inmigración. Aunque el número de familias que llegan de forma irregular se encuentra en récords, el número de arrestos se encuentra en niveles mínimos en los últimos 50 años. El muro que quiere construir en la frontera con México, idea que nació como un latiguillo o eslogan de campaña, se ha convertido en el gran fetiche, hasta el punto de que su exigencia de que el Congreso apruebe una primera partida de 5.700 millones para el proyecto, que no llega ni al 1% del presupuesto federal estadounidense, ha llevado a un bloqueo presupuestario y a este largo cierre gubernamental.

Esta batalla es una buena muestra del bloqueo legislativo y la batalla política sin cuartel que se avecina estos dos años, con las elecciones presidenciales de 2020 en el punto de mira de todos y el poder del Congreso dividido: los republicanos controlando el Senado y los demócratas la Cámara de Representantes.

Para Nate Silver, uno de los estadísticos sobre políticas más reputados en EE UU, editor del portal Fiverthirtyeight, la cita de otoño demostró que la base de votos trumpistas no es suficiente para ganar otras elecciones. A los demócratas, según sus números, les votaron casi 59 millones de personas, casi tantas como a Trump en 2016. Además, como explicaba en un artículo reciente, se impusieron por 12 puntos en los electores que suelen fluctuar de voto y por 13 puntos en aquellos que dos años antes habían optado por un tercer partido.

El desenlace de las elecciones del Congreso no tiene por qué anticipar lo que ocurre en las siguientes presidenciales —Obama renovó mandato después de la debacle en las legislativas de 2014—, pero los presidentes suelen tomar medidas a partir de ellas, tratando de impulsar más políticas de consenso y de apoyo bipartito, y varios de ellos, como Obama, Ronald Reagan o Bill Clinton, se beneficiaron de una economía que se empezaba a recuperar de otras crisis.

A Trump aún le sonríe la economía, con la tasa de paro más baja desde la guerra de Vietnam, si bien el enfoque moderado no figura en sus planes. Ha roto la solemnidad de la Casa Blanca y ha convertido las negociaciones en piezas de telerrealidad, tanto en la política doméstica como en la internacional. Mantiene un agrio debate con los demócratas por la financiación del muro ante las cámaras de televisión —durante lo que no iba a ser más que la grabación de un saludo protocolario—, como el pasado 12 de diciembre, y tacha al primer ministro canadiense de “débil” y “deshonesto” en Twitter tras una cumbre del G-7.

La era Trump sin Trump, es decir, eliminando de la escena las extravagancias presidenciales, se caracterizaría por una política conservadora en lo económico —algo heterodoxa— y en lo social. El republicano ha impulsado la mayor rebaja de impuestos desde la era Reagan y medidas de desregulación para la banca, lo que suena a música celestial para el votante tradicional. El tijeretazo a los impuestos, valorado en 1,5 billones en una década, ya entró en vigor en 2018 y ha supuesto una bajada de ingresos del 2,7%, lo que ha llevado al Gobierno a otro recorte para contener el déficit: la congelación del aumento salarial que los empleados federales tenían aprobada en 2019. El impulso liberalizador se combina con el giro proteccionista que prometió al trabajador de Medio Oeste al que sedujo en las elecciones presidenciales: ha renegociado el tratado comercial con Canadá y México con más ventajas para EE UU e iniciado una guerra comercial inquietante con la segunda mayor economía del mundo, China.

También ha dado marcha atrás en la política medioambiental de Barack Obama, abandonando el Acuerdo de París y reduciendo restricciones al carbón y a la emisión de gases de efecto invernadero. Incapaz de liquidar la reforma sanitaria, Obamacare, en el Congreso, por la falta de consenso entre los propios republicanos, ha aprobado medidas para debilitarla al máximo (desde la eliminación de algunos subsidios hasta el fin de la penalización fiscal a quienes no contraten un seguro). A la derecha religiosa la ha mimado con medidas regresivas en materia del aborto o el veto a los transgénero en el Ejército (ambos bloqueados en los tribunales). Y ha logrado nombrar a dos jueces conservadores en el Supremo.

El ejercicio de imaginar la presidencia de Trump deflactando la naturaleza de Trump, sin embargo, es inútil. Ha habido presidentes más conservadores que otros, más o menos halcones, más o menos proteccionistas, pero la ruptura de todas las convenciones y la agresividad como modus operandi, constituyen el legado más distintivo de este Gobierno.

UNA SACUDIDA GLOBAL E IRREVERSIBLE

Lo llaman la estrategia del loco (Madman theory): asustar al resto de Gobiernos pareciendo irresponsable, capaz de cualquier barrabasada, y forzar así concesiones en las negociaciones. Richard Nixon lo utilizó en las conversaciones con los norvietnamitas y Donald Trump con prácticamente cualquier país —aliado o rival— con el que ha tenido que discutir algo. Antes de tratar de abrir una negociación con el dictador norcoreano Kim Jong-un, lo amenazó con “fuego y furia”. A la reforma del tratado comercial Nafta se presentó con la advertencia de que quería romperlo de inmediato. Y en los últimos tiempos no ha dejado de advertir de que puede cerrar la frontera con México sine die, lo que sería una barbaridad económica para los propios estadounidenses.

“Mi estilo de negociar es bastante simple y directo. Apunto muy alto y entonces empujo y empujo hasta conseguir lo que busco”, escribía en su famoso manual de negocios de los ochenta. Así, aunque tiene que recular, siempre avanza desde su punto de partida: no ha roto el tratado comercial con México y Canadá, pero lo ha renegociado de forma ventajosa para EE UU. También ha ido cumpliendo, pese a las peligrosas derivadas, buena parte de sus promesas electorales en política exterior: ha roto el acuerdo nuclear con Irán, ha trasladado la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén y ha comenzado a llevar a cabo el repliegue militar en Siria contra el consejo de sus militares.

Con Trump, Estados Unidos abandona al papel de líder global. En su concepción, las relaciones políticas o comerciales suponen una transacción de suma cero en la que toda mejora de un país se logra a costa de otro y el suyo debe mejorar el beneficio de cada operación. Así, su política exterior no se organiza en base a un plan, una estrategia con prioridades, sino en torno a una idea: America first, América primero. Y eso, en el universo Trump, se manifiesta de múltiples maneras. Trata a viejos aliados como si fueran enemigos, ya sea la OTAN o la Unión Europea —”Es tan mala como China, pero más pequeña”, dijo este verano— y expresa simpatías por líderes autoritarios como Xi Jinping o Vladímir Putin, mientras su Administración los sanciona.

En su ofensiva, sin embargo, la realidad le ha mostrado que no es lo mismo librar un pulso con sus vecinos norteamericanos que con la UE o con el gigante asiático, cuyas represalias comerciales pueden acabar pasando factura a sus propios votantes. Ha tenido que frenar, por ejemplo, su idea de imponer nuevos aranceles a la exportación de coches europeos. Y con China las conversaciones se hallan estancadas.

El presidente francés, Emmanuel Macron, dio a entender el pasado verano, en medio de aquella crispada cumbre del G-7 en Canadá, que al final, la solución con la difícil presidencia de Trump no era sino esperar a que acabara. “Usted dice que al presidente Trump no le importa [el aislamiento]”, dijo a un periodista. “Quizá”, añadió, “pero nadie es eterno”.

Hay quien dice, sin embargo, que el mundo no volverá al lugar donde estaba cuando Trump se marche. A la victoria del magnate neoyorquino le han seguido la de otros líderes de corte trumpiano, nacionalistas, populistas, que también se suben al rechazo al multilateralismo que caracteriza la presidencia estadounidense, despreciando de la ONU a la OTAN, pasando por la Organización Mundial del Comercio o el Tribunal Penal Internacional. El pasado septiembre ante la Asamblea General de Naciones Unidas, proclamó: “Rechazamos la ideología de la globalización y abrazamos la doctrina del patriotismo”.

Créditos fotográficos: Carlos Barria (REUTERS) | Evan Vucci (AP Photo) | Jim Watson (AFP) | Andrew Harrer (POOL) | Brendan Smialowski (AFP) | Joshua Roberts (REUTERS) | Carolyn Kaster (AP Photo) | Mandel Ngan (AFP)

 

Sobre la firma

Amanda Mars
Directora de CincoDías y subdirectora de información económica de El País. Ligada a El País desde 2006, empezó en la delegación de Barcelona y fue redactora y subjefa de la sección de Economía en Madrid, así como corresponsal en Nueva York y Washington (2015-2022). Antes, trabajó en La Gaceta de los Negocios y en la agencia Europa Press

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