Las musiquillas pegadizas de los flautistas de Hamelin
Los nuevos populistas construyen adhesiones en las redes. Aprovechan la necesidad de reconocimiento y de sentimiento de pertenencia de muchos usuarios
Cuando se construía durante el siglo XIX el nacionalismo alemán, que tanta potencia llegaría a adquirir con el tiempo, una buena opción para soldar los lazos entre los seguidores de la nueva causa era conseguir que se apuntaran a un gimnasio o a un club de excursionistas. Ahí, a lo largo de los entrenamientos o entre paseo y paseo, era fácil introducir algunas actividades rituales que reforzaran los lazos de solidaridad y sirvieran también para establecer posibles estrategias de seducción. La camaradería, el hecho de participar juntos en una misma tarea o rutina, las canciones que celebran los rasgos propios, la tarea envolvente de un esfuerzo físico, la percepción inmediata de andar en algo que trasciende lo más inmediato: todo ese arsenal de elementos facilitaron la construcción de un proyecto común sin necesidad de hacer un énfasis especial en las ideas. Estas importaban, claro, pero casi siempre más como telón de fondo, como una cantinela que ni siquiera se escucha con atención porque a partir de un momento dado se sabe ya que se lleva dentro. Era de eso de lo que se trataba, de reconocerse como iguales y de saberse diferentes de los otros, de los que se quedaron fuera. La eficacia de la estrategia fue indiscutible. Y es que hace frío en la intemperie y da miedo caminar solo por el mundo; además, nada hay mejor en tiempos de tribulación que saberse dentro de algo más grande, que empuja, que propone un sentido, que garantiza unas ilusiones y unas fortalezas que no se encontrarían en otro lugar.
Aquello queda ya muy lejos, pero lo que permanece impertérrito es el miedo. Un miedo de baja intensidad, a veces indefinible y vago, inasible, el miedo a quedarse fuera. Cuando se habla de la crisis que padece hoy la democracia con frecuencia se mira al periodo de entreguerras del siglo XX, al ascenso fulgurante de ideologías movilizadoras y radicales que proponían pegarle un zarpazo al viejo mundo podrido de las élites para que de sus cenizas se levantara el hombre nuevo. Es verdad que aquella época puede dar muchas pistas, salvando todas las distancias, a propósito de las amenazas que nos afanan en la actualidad: la emergencia de líderes mesiánicos, la consolidación de un rebaño fiel que les aplaude las gracias y los vota, la fuerza del pegamento que procede de los nacionalismos y de la xenofobia para alimentar las causas imaginarias que los sostienen, los mensajes falsos que ofrecen soluciones fáciles para problemas complejos. ¿Cómo es posible?, es la pregunta que se repite una y otra vez, ¿que se puedan comprar tantas simplezas en una realidad que resulta cada vez más inabarcable y, muchas veces, incomprensible? Es entonces cuando se habla de la eficacia de las nuevas tecnologías para colocar la propaganda específica en el lugar adecuado y manipular y moldear las ideas de los usuarios de las redes sociales.
El énfasis suele ponerse en las ideas y en los mensajes, y, con frecuencia, la respuesta a esta deriva inquietante que está destruyendo lentamente a la democracia desde dentro es la de combatir las mentiras, sacar a la luz todas las falsedades, desmontar los engaños. Pero este camino no siempre funciona. Da la impresión de que se habla en un desierto para los que ya están convencidos de que existe un problema, un grave problema: una parte cada vez mayor de ciudadanos se ha sentido seducida por la melodía que entonan los actuales flautistas de Hamelin (los Trump, Putin, Xi Jinping, Erdogan, Bolsonaro, Maduro, Orbán, Salvini…) y ha decidido seguirlos. Un día llegarán al borde, como en el cuento, y caerán al abismo.
Un me gusta es el guiño que se hace a un reclamo y un primer paso para buscar cómplices e ir soldando afinidades
Por eso, quizá, haya que buscar el meollo de lo que sucede no tanto en las ideas y los mensajes, y en la posibilidad de manipularlos para movilizar a una larga procesión de cándidos creyentes, sino en otra cosa. Quién sabe, en la melodía. Es decir, en una atmósfera, en un clima de relaciones, en el sentido que sutilmente resulta de la repetición de unas rutinas. Es ahí donde opera el miedo a quedarse fuera. Y donde surge la necesidad, cada vez más urgente, de reconocimiento.
Un me gusta en las redes sociales es el guiño que se hace a un reclamo, y puede ser el primer paso para salir de la intemperie. Si durante el siglo XIX fueron necesarios los gimnasios o las asociaciones de montañeros para generar una trama de complicidades entre personas que buscaban el calor de una tarea común, hoy la Red facilita extraordinariamente las cosas. Es ahí donde puedes encontrar a tus cómplices. Y lo que termina por soldar las afinidades con ellos no son tanto las ideas o, si se prefiere, la construcción de un discurso más o menos armado, sino los rituales, la repetición de gestos, de chascarrillos, de referencias. “Lo único real, esencial, necesario y eterno de la religión es el ceremonial y la liturgia”, escribió el escritor portugués Eça de Queirós en el siglo XIX; “lo artificial, complementario, dispensable y transitorio es la teología y la moral”. Si eso es verdad para las religiones, cuanto más lo será para las capillas políticas de nuestro tiempo. Los habitantes del siglo XXI ya no acuden a las parroquias para encontrar el calor de un ceremonial y una liturgia. Lo encuentran en sus móviles a cada momento. Es ahí donde suena la melodía de los nuevos flautistas de Hamelin. Y una melodía no se combate con argumentos, y ese es seguramente el problema más grave de nuestras democracias actuales.
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