Sexo, dinero y grabaciones: la ‘hoguera’ de Trump
El caso más peligroso judicialmente para el presidente de EE UU que trascendido por el momento de la trama rusa no procede del espionaje, sino los escándalos relacionados con su vida privada
El tipo estaba podrido de dinero. Nacido ya rico, hijo de un constructor de viviendas en los barrios humildes de Nueva York, había dado el salto a Manhattan en los setenta, cuando muy pronto empezaron a brotar los rascacielos con su nombre en letras doradas. Excesivo, lenguaraz y adicto a la fama, se había lanzado también al mundo de la televisión para presentar un programa de telerrealidad: The Apprentice.
Un día de junio de 2006, durante una fiesta en la Mansión Playboy de Los Ángeles, se topó con la modelo Karen McDougal. Cuenta la mujer que unos días después charlaron por teléfono, que quedaron en un hotel de Beverly Hills para cenar y que, en un momento dado, se desnudaron. Así comenzó un supuesto idilio que se prolongaría hasta 2007, cuando, dice, la culpa se apoderó de ella: el millonario apenas llevaba casado un año con su tercera esposa, que acababa de dar a luz un hijo. Por aquella época, ese empresario también conoció a Stormy Daniels, nombre artístico de una actriz de cine pornográfico con la que coincidió en un torneo de golf. Años después, ella también reveló un affaire.
Todo hubiera quedado en un vulgar desliz que ocultar en el matrimonio si no fuera porque el magnate ya no se conformaba con sus negocios y su fama. Soñaba con algo más, soñaba con ser presidente de Estados Unidos.
En 2016 se lanzó a la carrera electoral. Cuando unos meses antes de la votación aquellas dos mujeres amagaron con contar sus historias —que él niega—, su abogado sacó la chequera. A la actriz porno le pagó 130.000 dólares (114.000 euros) por su silencio. Pero para la modelo de Playboy echó mano de un viejo conocido de las cloacas de Manhattan: David Pecker, dueño de varios tabloides de cotilleos. Pecker compró la exclusiva del romance que McDougal quería contar por 150.000 dólares. No la publicó.
Ambos pagos acabaron saliendo a la luz poco después de que el millonario hubiera jurado ya como presidente, en medio de una investigación federal. Las transacciones se convirtieron en presuntos delitos de financiación ilícita de la campaña electoral, ya que el objetivo de silenciar a esas mujeres era proteger la imagen del candidato durante las últimas semanas antes de la votación.
El abogado que prometía dar la vida por su jefe —dijo ser capaz de “recibir una bala” para protegerlo— acabó contando todo a la policía y señaló al cliente como instigador. Este trató de negarlo, pero no contaba con un detalle: el empleado había grabado en secreto la conversación en la que hablaban del pago a la modelo.
Si el millonario no se llamase Donald Trump ni el abogado Michael Cohen, todo parecería un capítulo descartado de La hoguera de las vanidades, esa mítica novela de Tom Wolfe que tan bien retrata las cloacas de Nueva York. Pero se trata de una peripecia real que ha puesto al presidente de Estados Unidos en serios apuros legales en el marco de la investigación de la trama rusa.
El fiscal especial Robert S. Mueller se topó con el asunto mientras exploraba las posibles conexiones entre el círculo de Trump y el Kremlin para interferir en los comicios de 2016, con el objetivo de favorecer la victoria del republicano frente a la demócrata Hillary Clinton. Tras más de año y medio de pesquisas, con la información pública disponible, el asunto judicial más peligroso hoy por hoy para el magnate no procede de reuniones en embajadas o teléfonos rojos con fines perversos, sino del Manhattan del sexo, el dinero y las conversaciones grabadas.
“Recuerden, Michael Cohen solo se convirtió en un soplón después de que el FBI hiciera algo que era impensable hasta que comenzó la Caza de Brujas. ALLANARON LA OFICINA DE UN ABOGADO”, escribió Trump en su cuenta de Twitter el pasado 15 de diciembre, cuando Cohen se había declarado culpable ante el juez. Aceptó una pena de tres años de cárcel y señaló a su ilustre excliente como instigador de los delitos. Trump le llamó “rat” (rata), la expresión que utilizaban mafiosos como Al Capone para referirse a los chivatos.
En otra ocasión también usó las palabras flipper y flipping, que en la jerga del crimen identifica la forma en la que las autoridades pueden forzar a un testigo a acusar o delatar a un exsocio mediante tratos o amenazas. “He visto a flippers durante 30 y 40 años. Todo es maravilloso cuando les caen 10 años de cárcel y entonces acusan al siguiente más alto que haya”, se quejó Trump este verano en la cadena de televisión Fox.
Para entender cómo ha llegado el argot gansteril a la Casa Blanca hay que regresar al Trump de 25 años recién llegado a Manhattan, un jabato loco por medrar en las altas esferas de la elitista isla. Si esas esferas tenían una dirección postal en los setenta, era la del selecto Le Club, donde consiguió ingresar después de tres intentos fallidos. Allí conoció a un personaje siniestro de la historia de la ciudad, el abogado Roy Cohn, consigliere de mafiosos como Tony Salerno, jefe de los Genovese, o Carmine Galante, de los Bonnano, además de asesor del senador Joseph McCarthy en la caza de brujas anticomunista.
Cohen, una veintena de años mayor que Trump, se convirtió en su abogado y hombre confianza. Fue quien “le enseñó a golpear”, según Marc Fischer, coautor de Trump, al descubierto. En aquellos años empezaron a levantarse los edificios con su apellido, alguno de ellos, como el Trump Plaza, con el hormigón vendido por una compañía controlada por la mafia. Era S&A Concrete, del citado Tony Salerno, que se había infiltrado en buena parte de este negocio en la ciudad.
El rotativo The New York Times relataba el pasado enero, citando fuentes presentes en la sala, que un día de marzo de 2017, frustrado por la investigación de la trama rusa —cuando trataba de mantener la investigación bajo el control del Departamento de Justicia y que no pasase a manos de un fiscal especial independiente—, Trump preguntó: “¿Dónde está mi Roy Cohn?”.
Aquel viejo amigo no se había reencarnado en su nuevo defensor (hoy exabogado) Michael Cohen, pero este tampoco era un santo. Cohen comenzó a trabajar para la Fundación Trump en 2006 y, poco a poco, se fue convirtiendo en hombre de confianza del magnate. Presionaba a periodistas que querían publicar información —como su famosa amenaza a un reportero del Daily Beast en 2015: “Me voy a asegurar de que nos encontremos un día en un tribunal y te voy a quitar cada centavo, incluso los que no tienes aún”—.
Fue el encargado de contactar con funcionarios rusos para tratar de impulsar la construcción de un rascacielos en Moscú, unas conversaciones que, según ha confesado, se prolongaron hasta bien entrada la campaña electoral, lo que ha convertido esas gestiones en material a escrutar por la investigación del fiscal especial Mueller.
Hoy, uno de los abogados de Trump para la trama rusa es también una criatura 100% neoyorquina: Rudy Giuliani, alcalde de la ciudad durante el 11-S y, mucho antes de eso, cuando era fiscal en Manhattan, justamente el hombre que procesó al gángster Salerno, entre otros delitos, por aquella trama del hormigón. El drama diario de Washington está protagonizado por viejos conocidos.
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