_
_
_
_
ARCHIPIÉLAGO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Caín o Abel (Claustro de San Agustín, Bogotá)

El fotógrafo Jesús Abad Colorado ha llegado al lugar de la barbarie antes de que los bárbaros la entierren

Ricardo Silva Romero

Hemos visto la guerra porque Jesús Abad Colorado la ha visto. Hemos tenido enfrente la violencia de los últimos veinticinco años, que ha creído ser “legítima defensa”, pero que ha sido brutalidad y crueldad y saña de parte de todos los bandos, y la hemos tenido enfrente porque el fotógrafo antioqueño ha llegado al lugar de la barbarie antes de que los bárbaros la entierren. Qué habríamos hecho si Abad Colorado no hubiera retratado a tiempo a la muchacha que clava una cruz sobre los restos de su padre en San José de Apartadó, a la niña que se asoma a la Comuna 13 de Medellín por el agujero que ha dejado un balazo en una ventana, al niño que abotona la camisa de un cadáver en la morgue de San Carlos, a la novia que entra a casarse entre las ruinas de la masacre de Granada.

Si no hubiera sido por él, por su cámara piadosa y firme, los políticos cínicos seguirían jurando por Dios que este horror es discutible.

Se estrena mañana en Colombia un gran documental sobre su obra, El testigo, que viene acompañado por una escalofriante exposición de 500 de sus fotos –que cuentan lo que ha estado pasando aquí hasta probarnos que nos ha estado pasando a todos– montadas a apenas unos pasos de los viejos edificios de las tres ramas del poder. Todo le duele a uno mientras Abad Colorado visita años después, en la película dirigida por la inglesa Kate Horne, a los protagonistas de sus fotografías icónicas: la muchacha de la cruz, la niña de la ventana, el niño de la morgue, la novia de las ruinas. Y cuando se recorren los cuatro espacios de la exposición en el Claustro de San Agustín, que fue un cuartel y una cárcel en el centro histórico de Bogotá, siente uno mareo y afán de dar las gracias por semejante coraje: en qué país las víctimas son condenadas al infierno.

Más información
Algún día habrá humanidad (Páramo de Berlín, Santander)
Censura a la colombiana (Las Aguas, Bogotá)

Yo no sé si es cuestión de este gobierno o de este mundo o de esta época que vaya usted a saber a dónde va, pero se ha vuelto lo común jugar el peligroso juego de privar la historia de contexto. Según ciertos líderes de la derecha, que su Dios habrá de perdonarlos, en Colombia no hay una cultura de la violencia y de la ferocidad y de la guerra degradada, ni hay una sociedad ciega a sus propios engendros, ni hay una guerra perversa e inmisericorde entre muchachos que de niños fueron vecinos, sino una patria verde asediada por las mafias terroristas. Y según ciertos señores feudales, que la historia sí se oculta en su territorio, la lucha por la memoria es un embeleco de la izquierda. Reescribir el país en honor a los victimarios se hace imposible, sin embargo, si el horror está ahí, si uno mismo puede verlo en las fotografías de Abad Colorado.

Quien pueda ver El testigo, tanto el documental como la exposición, tendrá justo enfrente el milagro del espíritu entre una violencia indiscutible: verá con sus propios ojos la ferocidad de aquellos guerrilleros y paramilitares y soldados que se han escudado en ideologías en las que a duras penas creen para oficiar el sangriento rito de la aniquilación del que pase por ahí; celebrará, con el estómago anudado, las vidas que se están dando gracias al acuerdo de paz que han querido reducirnos a una tregua, y con Abad Colorado –con este periodista noble que empezó a tomar fotos, con la humanidad de Leo Matiz, en una época en la que escribir era lo más riesgoso– se pondrá a rezar contra la incertidumbre, se preguntará cómo servirle a la redención de todas las víctimas y llegará a la conclusión de que aquí es imposible saber cuál es Caín y cuál es Abel.

Resulta increíble que un país tan cristiano haya sido incapaz de dejar atrás el Antiguo Testamento, pero habrá que seguir contando esta historia hasta llegar a la parte en la que matar es matarse a uno mismo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_