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Tribuna
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Censura a la colombiana (Las Aguas, Bogotá)

Fuera de la capital los periodistas colombianos sí que se juegan la vida

Ricardo Silva Romero

Doy por sentada mi libertad. Escribo lo que quiero decir como lo quiero decir sin reparar en mi suerte –y mucho más preocupado por cumplir con mi trabajo que por las consecuencias de opinar– hasta que algún lector me trata de valiente y me pregunta cómo lidian los periodistas el acoso de los violentos. Me quedo mudo entonces. Porque no es que yo tenga valor, sino que debo entregar un par de textos por semana. Y no es que el lector me note el coraje, sino que sabe bien que en Colombia han matado 155 periodistas por la espalda, han ametrallado marchas de estudiantes, han ejecutado a miles de líderes sociales y han aniquilado reputaciones de críticos con facilidad pasmosa. Y hoy, cuando las redes sociales se han vuelto un pelotón de fusilamiento y los poderosos son más tuiteros que poderosos, parece una locura trabajar para la prensa.

Por estos días se ha hablado de amenazas a periodistas, de estigmatización de reporteros en las regiones, de excesos de pauta oficial en los medios, de robos de información periodística. La admirada columnista María Jimena Duzán fue denunciada por cuestionar al fiscal del caso de Odebrecht. Y, a pesar de que hace un año la Corte Suprema llamó al expresidente Uribe a entregar el arma de la calumnia, el humorista político Daniel Samper Ospina volvió a ser el blanco favorito del partido uribista que en la teoría es el partido de gobierno y en la práctica es un culto de una sola mente, un caótico grupo de chat: Samper tuiteó que si el alcalde de Bogotá quería “hacer frente a las palomas más dañinas de la plaza de Bolívar” debería empezar por la senadora Paloma Valencia, y el uribismo trató en vano de acusarlo de “maltratar a la mujer”.

Digo “en vano” porque, luego de una breve lapidación en las redes, Samper probó el absurdo en un comunicado paródico a la opinión pública: su trino –escribió– “a lo sumo podría ser interpretado como una invitación a que el alcalde no ofrezca maíz a Paloma Valencia cuando se la encuentre en la plaza de Bolívar”, y aprovechó para dejar claro que en realidad estaba criticando a los políticos que en una misma semana piden el retorno de la fumigación con glifosato, rezan al Dios de la doble moral por el regreso de la fallida estrategia prohibicionista contra las drogas, proponen el fin para las cortes e inmunidad para los congresistas, olvidan que una guerra con Venezuela es una guerra entre pobres y entre ruinas, y dilapidan una semana colombiana de trabajo en proponer reformas que no van a suceder y en apedrear en vano a un humorista.

Digo “en vano” porque el episodio salió a favor de la libertad de expresión: hasta para los contradictores de Samper fue obvio que los politiqueros estaban refugiándose en ese pensamiento de manada que anhela un único partido, que obedece antes de que sea dada la orden, que es incapaz de defender los discursos ajenos, que amordaza. Algo así dije en el seminario de “Libertad de expresión y estado de derecho” en la Universidad de los Andes, en el viejo barrio de Las Aguas, pero me faltó agregar que fuera de Bogotá los periodistas colombianos sí que se juegan la vida, que si se quiere silenciar a alguien es porque el poder ha quedado reducido a la fuerza, que el triunfo de la censura –y de la comprensible autocensura– es la frustración de lo humano, la derrota del derecho a la salud mental que suelen conservar quienes pueden expresar lo suyo.

Podrán decir que reclamo la libertad de los humoristas políticos porque soy amigo de algunos, de Samper, de Vladdo, de Matador, pero no me podrán negar la gravedad del hecho de que los tres hayan tenido que andar por ahí con escoltas.

Periodistas satíricos con guardaespaldas: para mí esa es la medida de estos tiempos.

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