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Cartas de Cuévano
Columna
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Árbol entre Océanos

Sergio Ramírez es un escritor como la copa de un pino, pero prefiero pensarlo como el árbol en sí mismo

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Por un lado, el Pacífico engañosamente bautizado así para disfrazar sus peligrosas corrientes ideológicas y las mareas inciertas de la política, la Revolución con mayúsculas y la deuda pendiente que deja la Utopía; por el otro, el Atlántico, como puente océano de la lengua que vino de Cervantes y volvió con Rubén Darío, los sargazos de toda la imaginación desatada y el constante vaivén, va y viene, de poetas y novelas que conforman la inmensa geografía de La Mancha. En medio, mirando ambas costas está Sergio Ramírez y su literatura de personajes palpables y herencias vivas, flora en flor y fauna inverosímil de un paraíso sobre la Tierra que se le vienen enredando en palabras como madrépora de memoria latente entrelazada con pura imaginación.

Sergio Ramírez es un escritor como la copa de un pino, como dicen en Madrid. Prefiero pensarlo como el árbol en sí mismo. No el árbol fatal del que cantó Darío, pues Sergio no es apenas sensitivo sino abiertamente sensible y lúcido, sabedor de los dolores de estar vivo y consciente de la hermosa vida, allende el montón de piedras en el que se convirtió Pedro Páramo en su soledad de muerte. Sergio es el árbol erguido y atento en medio del páramo demencial en el que ha caído sin merecerlo su Nicaragua natal: allí donde el delirio autoritario ha querido borrar con sangre el anhelo de los ahora jóvenes que buscan rumbo y sentido ante el demacrado antifaz deleznable de Daniel Ortega, otrora joven, hoy trasnochado sin brújula.

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto –dice el Poeta Darío—y el temor de haber sido y un futuro terror… Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que no conocemos y apenas sospechamos… Y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, ¡y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos!, pero al cantarlo Darío y al recibir Ramírez el merecido Premio Cervantes se abren las ventanas que nos dicen precisamente de dónde venimos y todos los mejores dóndes a los que pueden llevarnos los ahora jóvenes, los ahora muertos cuyo afán no se derrama en vano en tanto haya una voz como un árbol que recuerde la honra y dignidad de las mejores virtudes: la Verdad por encima de tantas mentiras y la Libertad más allá de las necias cadenas del Dictador que en un ayer se alzó en armas contra otro Dictador.

Era inevitable pensar ayer en otro Sergio que vivió su vida entre libros, cuyas letras se multiplicaron en traducciones y propios relatos invaluables y también sentir la presencia siempre viva de Eliseo Alberto, fantasma en el Paraninfo de Alcalá de Henares, al cumplirse veinte años de que él y Sergio Ramírez se volvieron siameses galardonados con el Primer Premio Internacional de Novela Alfaguara y consta que por lo menos uno de los finalistas que les sigue la sombra a ambos no niega que la envidia es admiración con coraje y ganas de clonar o abrevar cada ápice de su doble grandeza. Lichi tan grande como Sergio el árbol, ambos proyectando la sana sombra que ilumina la ilusión de quienes nacimos veinte años después, a veinte años de celebrarles sus novelas casi en constante lectura. Hoy que ambos parecían subir siameses a la Cátedra de Nebrija en Alcalá de Henares, por algo el padre de Lichi versó que La eternidad por fin comienza en lunes.

Sergio ya intemporal con todas las novelas y ensayos, cuentos minuciosos y palabras como faros que han de aliviar no sólo el dolor de su Nicaragua sino el timón de todos sus lectores –náufragos o navegantes—en medio de los océanos de la vida misma, la política de todos los días y la pura literatura que nos mantiene a flote. Sergio, ya intemporal desde que leímos en un mundo de blanco y negro que Charles Atlas también era mortal y luego, el Castigo divino como antesala para cantarle a Margarita que está linda la mar. Hablo de sus ensayos y sus novelas, sus cuentos como pétalos de aroma suave y golpe efectivo, pero también del hombre que fue de acción en pro de los demás, el liberal por encima de los radicales que buscó siempre ayudar al prójimo en la arena pública y se retiró al escritorio de las ventanas abiertas para escribir, pensar e imaginar lejos del despiste y el horror que él mismo denuncia desde el pretil para que se haga conciencia y no se pierda en la amnesia la semilla que se jugó la vida para que todo fuera mejor.

Con estas líneas quiero abrazar a Tulita e intentar abrazar al árbol inmenso llamado Sergio Ramírez que abre las ramas de mil hojas verdes, todas las páginas por venir y tantos párrafos valiosos que hemos subrayado los que compartimos sus raíces. Abrazo al Cervantes de Centroamérica, el de las voces de lenguas que parecen hablar como los pájaros y el de las selvas donde los fundadores de Macondo hallaron la armadura oxidada de Alonso Quijano; abrazo a los mares de sus confluencias y al hombre grande, parado en la hermosa franja como cintura donde se parte el continente más grande del mundo. El hombre de hablar pausado y prosa puntual que jamás ha dejado de ser faro para quienes descubren el tronco de follaje abundante, cabellera gruesa y pasos cortos; escritor incluso cuando no escribe, porque se le ve en las ramas, abiertas como brazos, que va redactando el paisaje de todo lo que le rodea para verlo y así hacerlo un paraíso habitable en palabras.

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