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Cartas de Cuévano
Columna
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‘Méxicollywood’

La maravillosa mirada de los cineastas mexicanos, que conquista a las productoras norteamericanas, hacen que quede aclarada la increíble imbecilidad de querer aislarnos con un Muro

Orgullosamente celebro los merecidos reconocimientos que ha recibido Guillermo del Toro y otra de sus obras maestras, ahora titulada The Shape of Water y de la que queda pendiente leerla como novela y aprender del arte grande del grande Del Toro para convertir sus pesadillas y sus más tiernos sueños en dibujos de libreta Moleskine y volverlos palpables en la pantalla para siempre. Celebro la elegante e inteligente dignidad con la que recibió las dos estatuillas de la Academia de Hollywood, las palabras que pronunció y la felicidad que contagiaba con su inmensa sonrisa; de hecho, celebro cada uno de los premios que han cosechado los cineastas mexicanos en años recientes y pido entonces perdón y públicamente por haber firmado ejemplares de dos libros de Guillermo del Toro durante dos ediciones de la FIL de Guadalajara (pero no podía romperle la ilusión a los incautos que me confundieron con él) y se me ocurre como penitencia cantar en voz alta una oda del inmortal Rigo Tovar como íntimo homenaje a La Forma del agua; me refiero a esa elegía que dice: Tuvimos un sirenito justo al año de casados, con la cara de angelito pero cola de pescado y seguiré en la trinchera contra cualquier advenedizo que quisiera empañar los éxitos y gran calidad artística de Guillermo del Toro y toda esa banda maravillosa de mexicanos en pantalla grande: Alfonso Cuarón, Alejandro González Iñárritu, Rodrigo García, El Chivo Lubezki y la honrosa legión de jóvenes que ya están por iluminar las glorias del séptimo arte.

También quiero celebrar en una simbólica vuelta al Ángel de la Independencia las dos merecidas estatuillas que se ganó Coco, la película animada que honra a la mexicanísima tradición del Día de Muertos con un guion conmovedor no solo por la cantidad de voces amigas que doblaron a los dibujos animados, sino por la música que sincronizaba el colorido festival que tanto gustó a públicos del mundo entero… PERO no niego que me tilden de amargado si confieso que no me gustó el numerito con el que Natalia Lafourcade y Gael García Bernal se dejaron engatusar en una pantomima dizque mexicana que rayaba en la vergüenza. Esto no tiene nada que ver con el salivoso nacionalismo errado que hoy reclama sombrerazos sin crítica posible, sino una simple corazonada de que la cosa ya iba mal cuando no le funcionó un mal chiste al otrora simpático Eugenio Derbez y el consecuente petardo de un silencio aplastante que se sintió como témpano no solo en el lujoso teatro donde se reunía la crème de la crème del cine gringo, sino en millones de pantallas del mundo entero, traducido en quién sabe cuántos idiomas para que millones de televidentes se quedaran en el triste abismo donde a lo lejos cantaban unos grillos.

Por supuesto que celebro que la canción del año sea nada menos que el tema que acompañó a los dibujos de Coco, pero algo se tuerce en el lábaro más íntimo cuando la pareja de compositores recibe la estatuilla soñada, declarando de entrada que son de Brooklyn. No critico ni el canto de Gael ni que Natalia haya tenido que hacer síncopa à la rap con un morenazo del hip-hop, sino el mise en scène a la Speedy González con la iglesita de neón, los juegos pirotécnicos y las calacas tan lejos de Mixquic como chinampinas adornadas y papel picado cibernético para un ballet entre folclorismo para turistas y cantina de Star Wars. Hace años, ya nos habían “honrado” con la burla de Antonio Banderas cantando lo que Jorge Drexler rescató ante el micrófono fugaz, ya con estatuilla en mano, pero ahora hasta la lluvia de cempasúchil parecía impostada cuando no hay una sola persona que no avale que Gael a solas con la lira ya tenía hipnotizada hasta a mismísima Meryl Streep y que Lafourcade es la mejor intérprete de boleros y son jarocho que podemos presumir por todo el mundo (según dicen los que saben) y no había razón de peso para enfundarlos o enfundarnos en un formato de yáija-yáija allá en el rancho grande para celebrar el verdadero logro del arte: borrar las fronteras que insisten en alzar en la arena los xenófobos fascistas de hoy, como dijo Del Toro, y honrar precisamente la estirpe de gran cultura que transpira México desde hace siglos, herencia que también insinuó Del Toro en sus palabras de gratitud a los grandes cineastas de todos los tiempos que le forjaron el sueño en la infancia que hoy parece clarearle la mirada de sus lentes que le aumentan el tamaño de los ojos.

Dicen que El Indio Fernández posó en taparrabos para que se esculpiera la figura del Oscar de oro puro que ahora cumple 90 años y seguirá signando la gloria del mundo cinematográfico y a la nómina de recientes genios podríamos añadir una larga lista de fotógrafos, camarógrafos, iluministas, maquillistas, guionistas, actores y actrices mexicanos que han conquistado Hollywood a lo largo del siglo y años que lleva el mundo en vuelo de películas, pero lo que menos necesitamos es la banalización que raya en el lugar común, la máscara de luchadores, los bigotes de Frida, el mariachazo loco-loco y el sombrerote que duerme la siesta al pie de un cactus pintado sobre terciopelo negro… PERO ya saben que lo que digo no es más que una amarga opinión que en nada pretende amainar el júbilo de estos días, previos al Mundial de Rusia que importa más que las urnas de las elecciones, allí en el opio del fútbol o en la siguiente trajinera de Xochimilco en Las Vegas o cuando nos disfrazamos como Three Caballeros y fingimos que el tequila es como un suero, que los tacos de suadero al filo de una alcantarilla se salvan de toda salmonelosis y que la larga lista de horrores, que nos duelen, se esfuman en el etéreo como milagro en un cerrito o ensoñación cinematográfica de genialidad artística a través de la maravillosa mirada de cineastas mexicanos que hacen películas en inglés y conquistan a las grandes productoras norteamericanas para que quede absolutamente aclarada la increíble imbecilidad de querer aislarnos con un Muro.

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