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Cartas de Cuévano
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El lazo amarillo

Las familias estadounidenses que portaban este símbolo hace 40 años lo hacían por el regreso de sus hijos de la guerra de Vietnam

No hay épica ni heroísmo en la aventura descabellada que termina en una gasolinera alemana; la estética libertaria de las bravatas dementes suelen terminar en escenas patéticas y desangeladas resacas, tan endebles como proclamar la soberanía de una isla con sólo el fervor de la mitad, ahora náufragos en la resaca donde se comprueba que algunos sólo corrieron el riesgo de huir. La tragicomedia inquietante de los pasados meses llega entonces al telón de las valquirias, canta la gorda y se acabó el numerito donde el fleco que cubre la cicatriz ya no hallaba respuestas para justificar la velada y confusa mariguanada de clamar por el separatismo en un mundo donde la mayoría sufre por mantener la unión, apostar por el sectarismo en una era donde la mayoría intenta la cooperación y engañar a quien se deje engañar con rencores de generaciones pasadas. Peor aún, el falso Beatle ya no hallaba cómo explicar que su cruzada emana en realidad de la enrevesada comodidad de los señoritos de la comarca, los ancestros que alzaban el brazo precisamente en loa a la dictadura que ahora los nietos dicen padecer con fantasmas ya inexistentes y peor aún –subrayado– con el rollito guay de cifrarlo todo con un lazo amarillo.

El lazo amarillo se empezó a portar en los árboles de miles de hogares en los suburbios de los Estados Unidos de Norteamérica durante los primeros años setentas. En las ciudades, se ataba a los barandales de las escaleras para incendios tan desconocidas en el paisaje urbano de España, como la supina ignorancia con la que ahora lucen lazos amarillos en las solapas todos los enredados en la etimología que confunde presos políticos con políticos presos. Dejemos aparte la oceánica diferencia con la que se insulta a los verdaderos presos políticos que sufren en celdas y mazmorras del horror mundial y concentrémonos en la desatinada elección del símbolo amarillo (de por sí, de mala suerte en los teatros por la muerte de Molière y en el mundo taurino por el malaje de las cornadas mortales), porque las familias estadounidenses que amarraban los lazos amarillos hace 40 años lo hacían como símbolo de último hálito de esperanza en el regreso de sus hijos de la guerra de Vietnam.

Ahora que se conmemora el cincuenta aniversario del año psicodélico con el que concluyó la década alucinante del Sargento Pimienta, el hombre en la Luna, los sermones de Martin Luther King y el fleco mucho más carismático y prometedor de Bobby, es vergonzoso que por ósmosis e ignorancia un puñado de errados haya retomado el lazo amarillo como sinónimo del duelo con el que miles de familias esperaban volver a ver a toda una generación de jóvenes que dieron la vida y perdieron los últimos nervios de su razón en las junglas de Indochina.

Todo emanaba de una canción, de cuya autoría no quiero acordarme, que se hizo celebre con Tony Orlando y su coro llamado Dawn. De hecho, creo que fue el único éxito musical del bardo bigotón y que la letra se refería originalmente al cuento de un preso que escribía a su novia la lacrimógena petición de que amarrase un lazo amarillo a la panza de un roble en el jardín de su casa para que el interno supiera desde las rejas si la musa lo esperaría o no al salir de su encierro. Los compositores –de cuyos nombres no quiero acordarme– aseguraban haberse inspirado en una leyenda de la Guerra Civil norteamericana donde un soldado azul del ejército de la Unión pedía a su novia el lazo amarillo como señal de que sería bienvenido, luego de haber caído preso en el gris calabozo del ejército Conferado del Sur y que su cancioncilla pegajosa nada tenía que ver con un convicto. Los autores de Tie a Yellow Ribbon Round the Ole Oak Tree ofrecieron la partitura para que la grabara Ringo Starr (Beatle verdadero) y la casa Apple Records consideró “ridícula” la canción, letra y música.

Años después, mi amigo Pete Hamill escribió una hermosa crónica titulada “Going Home” donde se hacía eco de una escena veraz y verificable donde un ex presidiario viaja en un autobús rumbo a casa, y tal como en la canción, pide al chofer que le avise si acaso él ve un lazo amarillo amarrado al tronco de un roble en el jardín de su novia y todos los pasajeros participaron en la epifanía de que, al doblar por la carretera, había cien lazos amarrados al mentado árbol. Tan-tán.

Todo eso nada tenía que ver originalmente con los miles de soldados verdes que no sabían si saldrían vivos del infierno apocalíptico de Vietnam y or supuesto, nada que ver con los casi sesenta mil muertos que dejaron roto en pedazos el supuesto sueño americano en los campos de arroz, en los bombardeos de Danang o en las mazmorras de Hanoi… y por supuesto, nada que ver con la ridícula impostura de echar mano del color y simbolismo (quizá porque los demás colores ya están asociados a otros empeños) y convencer por ignorancia a quienes lo llevan ahora sin saber que podría considerarse como muda señal, amarrada a la puerta de un vehículo, de que los viajeros se han detenido en una gasolinera alemana con la intención de repostar combustible en la graciosa huida hacia su particular Waterloo.

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