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De mar a mar
Columna
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Lula y una mancha estructural

El país sudamericano dio un paso muy alentador en la lucha por la transparencia y la consagración de la igualdad ante la ley tras encarcelar al expresidente

Carlos Pagni
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Que Luiz Inacio Lula da Silva esté preso significa que Brasil dio un paso muy alentador en la lucha por la transparencia y la consagración de la igualdad ante la ley. Ese éxito no disimula las delicadísimas incógnitas que se agregan ahora a la vida pública brasileña, dominada por el proceso Lava Jato. En toda América Latina se está verificando el impacto de la descomposición moral sobre la estabilidad política. Esa patología ha adquirido rasgos de cronicidad. Un mal del que la región deberá curarse con urgencia. Como lo fue, hace décadas, el golpismo militar. No debería sorprender, por lo tanto, que el tema principal de la Cumbre de las Américas que se celebrará esta semana en Lima sea la corrupción. Será la primera incursión de Donald Trump en la región. Y la última de Raúl Castro.

Que el sistema judicial brasileño no se haya detenido frente a quien, por su trayectoria, es el político más importante del país, es una señal promisoria. Y un aviso sobre las dificultades que enfrenta el proceso electoral. Lula registra una intención de voto que fluctúa, según la encuesta, entre el 20% y el 30%. Su peripecia judicial aún no concluyó. No puede descartarse por completo que el Superior Tribunal Federal (STF), que le negó un hábeas corpus, revise la doctrina según la cual un imputado puede ser llevado tras las rejas una vez que se le condenó en segunda instancia. Así y todo, el expresidente no podría postularse. ¿A quién beneficia esa exclusión? En el campo de la izquierda aparece Ciro Gomes, del Partido Democratico Trabalhista. También Manuela D’Avila, del Partido Comunista, y Guilherme Boulos, de PSOL, ambos aliados del PT. Sin embargo, parece imposible que el partido de Lula carezca de un candidato propio, detrás del cual incorporar dirigentes propios al Congreso. Podría ser Fernando Haddad, exalcalde de San Pablo. Todo es incierto.

El otro enigma es el efecto de la prisión de Lula sobre el centro y la derecha. En especial sobre el presidente, Michel Temer. Podría presumirse que, para demostrar que sus investigaciones no están sesgadas por la ideología, la Justicia avance sobre el oficialismo. Lula y Temer son, desde este punto de vista, socios. Hubo un indicio de esa convergencia. A comienzos de marzo, Lula elogió a Temer por haber resistido con coraje "un golpe de Estado de la cadena O Globo". Se refería a la denuncia del arrepentido Joesley Batista, acusando al presidente de habilitar el pago de sobornos a un diputado oficialista. Hasta ese momento, el golpe lo había dado Temer contra Dilma. La idea de que la democracia brasileña está siendo amenazada por los medios de comunicación, sobre todo por O Globo, es el eje principal de la narrativa del PT.

Como quien puede lo más puede lo menos, la actividad judicial podría alcanzar también al PSDB, aliado de Temer. Sobre su último candidato presidencial, Aecio Neves, pesan acusaciones gravísimas de corrupción. Y su candidato actual, Geraldo Alckmin, quien acaba de abandonar la gobernación del estado de Sao Paulo, debe responder por las acusaciones de sobornos contra Paulo Preto, un exdirector de autopistas. La situación de Preto inquieta a otras figuras del PSDB, como José Serra y el actual canciller Aloysio Nunes de Oliveira, que rechazan cualquier vinculación.

¿Habrá un movimiento común para frenar el Lava Jato? Muchos dirigentes están interesados en una revisión de la jurisprudencia del STF, que permita la libertad de los que ya fueron condenados en segunda instancia.

Un interrogante inevitable es si la multiplicación de sanciones frenará a Jair Bolsonaro. Este exmilitar, que lidera una fuerza antisistema, está segundo en las encuestas a fuerza de denunciar impunidad. Bolsonaro navega sobre la ola de indignación contra la inmoralidad política. Netflix vio el fenómeno y lanzó la serie El Mecanismo, que reproduce, con bastantes licencias literarias, el proceso Lava Jato. Allí son reconocibles Lula, Dilma, Temer y el juez Moro. El ciclo, dirigido por José Padilha, el creador de Narcos y Tropa de Elite, es promovido en los aeropuertos con locales que simulan tiendas de productos para esconder dinero clandestino. Sobre este paisaje se recorta, amenazante, el neofascista Bolsonaro.

La imagen de Lula entrando a la cárcel se integra a un álbum preocupante de políticos enchastrados por la corrupción. En Perú, Ollanta Humala está preso; Alejandro Toledo, prófugo; y Pedro Pablo Kuczynski abandonó la Presidencia lastimado por denuncias, que él rechaza. El vicepresidente de Ecuador, Jorge Glas, dejó el cargo por su relación con Odebrecht. En Colombia, Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe, enemigos acérrimos, son acusados de haber recibido fondos de esa empresa para sus campañas. Dos hijos del presidente panameño Ricardo Martinelli están bajo la lupa por aceptar sobornos. Nicolás Maduro fue acusado por Marcelo Odebrecht de recibir coimas, pero, como era de esperar, los fiscales no lo están investigando. El ministro más poderoso del ciclo kirchnerista en la Argentina, Julio De Vido, acaba de ser procesado por beneficiar a la multinacional brasileña. Y un primo hermano de Mauricio Macri, Ángelo Calcaterra, está en la mira de los jueces por sus negocios con Odebrecht. El financiamiento electoral se vuelve turbio en países con economías informales. La mancha se ha vuelto estructural.

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