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IDEAS
Tribuna
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Cuando Francia espera…

Hace 50 años estallaba Mayo de 68. La actual Francia de Macron guarda algunos paralelismos

Marc Bassets
Manifestación gaullista en París el 30 de mayo de 1968.
Manifestación gaullista en París el 30 de mayo de 1968. Roger Viollet (Getty)

Sólo los mejores periodistas son capaces de diagnosticar en 996 palabras —12 párrafos, 6.180 caracteres— el estado de ánimo de un país. Sólo los mejores poseen la rara capacidad de percepción, el sensor para captar las corrientes profundas que acaban definiendo un momento de la historia. Y sólo los mejores, como los grandes clásicos de la literatura, dan pie a las interpretaciones más variadas, hasta el punto de que sus textos, leídos con perspectiva, pueden significar una cosa y todo lo contrario. El artículo en cuestión fue el diagnóstico más afinado de la Francia prerrevolucionaria del invierno de 1968, o uno de los errores de análisis más descomunales de la historia del periodismo.

‘Cuando Francia se aburre…’ es el título del texto que Pierre Viansson-Ponté, periodista experimentado de Le Monde, publicó en la portada del vespertino parisiense en la edición fechada el 15 de marzo de 1968. El artículo era una muestra del periodismo francés más clásico: informaba sin abrumar con datos; interpretaba sin opinar; era claro, y a la vez con un estilo refinado. Viansson-Ponté describía una Francia sumida en el letargo y el tedio, una especie de fin de la historia 25 años antes de que Francis Fukuyama popularizase el término. Un país próspero, sin guerras, sin tensiones políticas, sin conflictos sociales. El paraíso, o el infierno.

Seis semanas después de publicarse el artículo, estalló Mayo del 68, revuelta primero estudiantil, después obrera, finalmente una crisis política que puso la V República al borde del abismo. La sociedad conformista y melancólica que retrataba Viansson-Ponté, la Francia que se aburría mortalmente, organizó de repente una desenfrenada kermés revolucionaria —la antítesis del aburrimiento— que concentraría, en unas semanas, todas las aspiraciones y sueños de una parte de la juventud occidental del momento, y contribuiría a poner en marcha muchas de las transformaciones sociales —desde la igualdad de géneros hasta la cultura del yo y el individualismo— que definen el mundo en que hoy vivimos.

Podría parecer que, 50 años después, Francia vuelve a aburrirse. Tiene un Gobierno fuerte, como el de 1968, sin oposición, y con un presidente seguro de sí mismo, casi monárquico. Sólo esta semana, 10 meses después de que Emmanuel Macron ganase las elecciones, empieza poco a poco a ser visible el descontento con sus reformas. Pero los problemas existenciales que angustiaban a los franceses hasta hace unos meses —la fractura social, las divisiones étnicas y los guetos yihadistas, un pesimismo que parecía endémico y un declive inexorable— parecen cosa del pasado. Las alertas antiterroristas siguen activas desde el verano de 2016, la economía crece, el paro baja y el presidente es admirado en el mundo.

Los problemas existenciales parecen cosa del pasado. La economía crece, el paro baja y el presidente es admirado en el mundo

¿Francia se aburre? No, respondía hace unos días Frédéric Dabi, director general adjunto del instituto demoscópico Ifop. “Francia espera…”, añadió. Este, dijo, sería hoy un título más adecuado para el artículo de Viansson-Ponté. O mejor: Francia está a la espera… ¿De qué? De lo que ocurra con las reformas de Macron. De que la economía siga creciendo y el paro bajando. De que se cierre la brecha entre la Francia de arriba y la Francia de abajo, entre la Francia de las ciudades y la Francia periférica.

El ensayista Alain Minc, considerado hasta hace poco como el apóstol de la mundialización feliz, analiza el malestar en su último libro, Une humble cavalcade dans le monde de demain (Una humilde cabalgata en el mundo de mañana). “No es una novedad en la historia: el capitalismo es una máquina que fabrica eficacia y desigualdad”, escribe. Y constata, en la Francia de 2018, “síntomas de una ola que ruge, de una frustración que sacude a una generación, de un clima pre-1968”.

Una foto de la Francia en marzo de 2018 podría ser la que ofrece el Insee (Instituto Nacional de Estudios Estadísticos y Económicos) en su informe anual Francia, retrato social. La última edición se centra en lo que llama la Francia mediana, es decir, la que se sitúa en la mediana de ingresos, a medio camino entre los más ricos y los más pobres. Pertenece a ella un 18,5% de la población. Es una Francia que gana entre 1.510 y 1.850 euros netos al mes. Más cercana de los pobres en su nivel educativo, en su profesión si es que trabajan y en su visión del futuro, y más cercana a los ricos en la tasa de empleo, en la rareza de las familias monoparentales o el acceso tanto a productos de primera necesidad como a la propiedad de la vivienda.

Otro informe reciente, escrito por el investigador Jérôme Fourquet y publicado por la Fundación Jean-Jaurès, disecciona otra brecha: la cultural, que va más allá de las desigualdades económicas, menores en Francia en comparación con otros países desarrollados. El informe, titulado 1985-2017: Cuando las clases favorecidas hacen secesión, describe un “proceso invisible” que ha llevado a “un separatismo” de las élites.

Los espacios de intercambio entre las distintas Francias, como el servicio militar o las colonias de vacaciones, han desaparecido o han entrado en declive

Las élites viven en los mismos barrios y ciudades y se educan en las mismas escuelas. Se relacionan, se emparejan y se reproducen entre ellos. Espacios de intercambio entre las distintas Francias, como eran el servicio militar o las colonias de vacaciones, han desaparecido en el primer caso, o han entrado en declive en el segundo.

Un diagnóstico hoy como el que hizo Viansson-Ponté en 1968 podría hablar de la fractura étnica y de la presencia de yihadistas en los guetos, pero sería incompleto si se olvidara de los temores —y riesgos— del francés medio de caer en la precariedad, que se deducen del informe del Insee, o de la secesión o separatismo, como dice Fourquet, entre clases sociales. Esta segregación ayuda a explicar el malestar político hoy, y no sólo en Francia.

“Lo que caracteriza actualmente nuestra vida pública es el aburrimiento. Los franceses se aburren”, comenzaba el 15 de marzo de 1968 el artículo Cuando Francia se aburre… de Viansson-Ponté. Francia, argumentaba, no participaba en aquel momento de las convulsiones globales en Vietnam, América Latina o Asia. Vivía en una especie de burbuja de ignorancia y paz. “De todas maneras, son sus asuntos, no los nuestros…”. En Francia, entonces, el Gobierno era estable y los trabajadores, aletargados por la televisión, obedecían a las normas y a las autoridades, como los estudiantes. El aburrimiento era palpable en la juventud. En España, Italia, Bélgica, Argelia, Japón, Estados Unidos, Egipto, Alemania o Polonia, escribía el periodista, “los estudiantes se manifiestan, se mueven”. En Francia, en cambio, nada: sólo “se preocupan de saber si las chicas en [los campus de] Nanterre y Antony podrán acceder libremente a las habitaciones de los chicos”. El problema, concluía, era que “sin entusiasmo no se construye nada”. “Finalmente, y esto se ha visto, un país también puede acabar pereciendo de aburrimiento”, decía la frase final.

La genialidad del artículo era que, sin saberlo el autor, había detectado los síntomas de la revuelta que estaba a punto de estallar. El diagnóstico para el mundo de hoy está por escribir.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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