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Tribuna
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Hasta aquí los deportes (Jardín, Antioquia)

Colombia está llena de madres y de padres que acaban de evangelistas de sus niños

Ricardo Silva Romero

Colombia ha venido haciendo su antología de máximas históricas, pero la más reveladora la dijo el periodista deportivo César Augusto Londoño en pleno noticiero el día en que los paramilitares asesinaron al brillante humorista Jaime Garzón: “Hasta aquí los deportes, país de mierda”. Pienso en ello porque, para seguir la tendencia de contar en la televisión la historia reciente del país, el canal RCN ha estado transmitiendo una controversial serie sobre la vida de Garzón, que ha enfurecido a sus hermanos. Y pienso en la serie porque, para demostrar que hacer memoria es otra guerra en un país en guerra, ha sido llamada “una hipocresía del canal de la derecha”: no será fácil ponerse de acuerdo en lo que nos pasó mientras nos siga pasando, mientras los victimarios sigan luchando por el poder, mientras no se haya hecho justicia.

También en el cine se está librando esa batalla: se está haciendo todo el cine que se puede hacer, de los pequeños dramas que se desatan cuando se encierra a un par de personas en una habitación a las tramas macabras que se dan en los lugares del país en donde sigue sucediendo el Lejano Oeste. Pero en el último año ha sido claro que el público llena las salas cuando dan alguna desenfrenada parodia de “la colombianidad”: El paseo 4, El coco 2, Usted no sabe quién soy yo 2 y Agente ñero, ñero, siete 2 fueron popularísimas en el 2017. Y, como si aquí sólo quedara morirse de la risa o recordar a qué horror se está sobreviviendo, ha sido evidente también el interés por una serie de documentales que reivindican la valentía y la resistencia en esta parte del mundo.

Amazona y Señorita María, personales a morir, consiguieron llegar a muchas más personas de las que se calculaba. Y ahora, como satisfaciendo esa necesidad nueva, se ha estrenado otro gran documental lleno de voces y de penas rescatadas: Ciro y yo. El Ciro del título, el eterno desplazado que repite “perdón, pero tal vez olvido no”, es una víctima de la crueldad de las Farc, de la ferocidad de las autodefensas, de la violencia y de la negligencia violenta del Estado. Y el “yo” que lo acompaña –que de paso es una invitación a ser prójimo de las víctimas– pertenece a un cineasta en serio, Miguel Salazar, que ya documentó la guerra por la tierra, la toma del Palacio de Justicia y la vida y la muerte del protagonista de El olvido que seremos: el médico Héctor Abad Gómez.

Ver Ciro y yo es recordar lo que no se supo bien, y es sentir dolor, al fin, porque el país no se haya detenido un rato al menos y la vida haya seguido mientras el guía turístico Ciro Galindo perdía su tierra, su esposa y dos de sus tres hijos a manos de esto: sí, así de desalmado, como es en Ciro y yo, ha sido este sitio bello y brutal en el que se ha llamado “falsos positivos” a las ejecuciones extrajudiciales, “rendición” a los acuerdos de paz y “limpieza social” a la barbarie.

Hace un par de semanas el Ejército Nacional entregó una escuela rural que tuvo que construir en Jardín, en el suroeste de Antioquia, por haber secuestrado, torturado y asesinado al hijo de doña Fabiola Lalinde en octubre de 1984: doña Fabiola dedicó treinta años de su vida a reunir recortes de prensa, fotografías, informes –y llamó a su búsqueda “Operación Sirirí”– hasta conseguir no sólo que la Unesco reconociera su trabajo incansable como “memoria del mundo”, sino que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA responsabilizara al Estado colombiano por la ejecución extrajudicial de su hijo. Es que Colombia está llena de madres y de padres que acaban de evangelistas de sus niños. Y está tratando de tener una memoria que no entorpezca el presente. Y de ser un país que se haga digno de dejar atrás la frase célebre que digo.

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