Los guardianes de la memoria del Holocausto
Superviventes de los campos nazis 'entrenan' a jóvenes en Argentina para que los horrores no se olviden
Los nazis prefirieron llamar a Lea Zajac con el número 33.502 que le tatuaron cuando tenía 16 años. Casi un siglo después, Darío Berlinerblau la mira a los ojos, toca la piel penetrada por la tinta y escucha su voz. Ella, de 91 años, es la maestra y él, de 37, el aprendiz que se ha comprometido a hacer suyos los horrores del Holocausto y a transmitirlos cuando ella y otros supervivientes de los campos de concentración nazi ya no estén. "Cuando alguien te diga que la Shoah no existió, vos le podés decir que me conociste y tocaste el tatuaje que tengo en el brazo", le dijo Lea cuando se conocieron hace dos años en Argentina. Ambos participan de Proyecto Aprendiz, una iniciativa que reúne durante al menos cuatro meses a un superviviente y a un joven de entre 20 y 35 años que escucha y se convierte en guardián y difusor de un archivo imprescindible.
Desde 2009, más de un centenar de personas han participado del proyecto, que tiene dos etapas. La primera es la capacitación de los jóvenes y la segunda, los encuentros presenciales que deben sumar al menos ocho horas, aunque las parejas de maestros y aprendices suelen superar las 30 horas de entrevista, según explica Diana Wang, una de las directoras de la iniciativa y presidenta de Generaciones de la Shoá.
Cuando Darío fue por primera vez a la casa de Lea, en Buenos Aires, tenía miedo —de quedarse sin palabras, de incomodar— y también expectativa. Había preparado algunas preguntas, pero ella, que se define como una historiadora frustrada porque la guerra no le permitió ir a la universidad, se le adelantó. Esta polaca nacida en Micholowo, un pueblo cerca de la frontera con la ex Unión Soviética, le relató los acontecimiento que desembocaron en el ascenso del nazismo y su descenso personal "al infierno".
Tenía 12 años cuando inició la II Guerra Mundial, pero el 1 de septiembre de 1939 no pudo empezar el secundario porque Hitler bombardeó su pueblo. A ella y a su familia los reubicaron en el gueto de Pruzhany hasta su traslado en 1943 a Auschwitz, el mayor de los campos nazis, donde murió más de un millón de personas. Lea recuerda con rigor y poesía la última vez que vio las flores de su ventana, cubiertas de rocío; el hambre "incalificable"; los tres días y tres noches en el tren que la llevó a Auschwitz hacinada, el hedor, los niños muertos.
Sus memorias le sugerían a Darío más preguntas; Lea respondía y continuaba sin saltarse ni una fecha ni una sensación. Iban y venían en la historia hacia atrás, hacia adelante y en profundidad. Los "esbirros nazis", dos palabras que Lea no separa, empezaron a evacuar los campos cuando la guerra llegaba a su fin para esconder la evidencia del genocidio. Lea caminó más de 50 kilómetros con la nieve hasta la rodilla, en una de las llamada Marcha de la Muerte, donde una de cada cuatro personas murió. Al final, quedó libre, "entre comillas", aclara, porque entonces empezó otra "lucha por la vida". Se instaló en Argentina, donde vive la comunidad más grande de judíos de América Latina y la sexta del mundo, y aunque no quería casarse ni tener hijos formó una familia.
Lea anda con bastón y hace poco terminó de leer Guerra y Paz, de León Tolstói, en español (de joven lo había leído en ruso). Ha sido maestra de cinco aprendices y desde que el campo fue liberado el 27 de enero de 1945 —día por el que este sábado se ha conmemorado el Día Internacional por la Memoria de las Víctimas del Holocausto— siempre ha hablado, pero no todos los supervivientes pueden expresarlo. Algunos solo toleran hacer el proceso una vez, otros no se animan porque el dolor es muy fuerte.
Ella también revive el horror cada vez que cuenta sus memorias y sabe que esa noche no podrá dormir. Pero no deja de hacerlo porque es su obligación moral, asegura. No sabe cómo sobrevivió, pero sabe para qué. "No olviden", pronuncia una y otra vez e insiste para quienes no ven lo que ella cree evidente: "Por el bien de ustedes, lo mío ya pasó".
Su aprendiz, Darío, relata cada vez que puede el testimonio que ya ha hecho propio. Después de firmar un compromiso ético para transmitir las memorias del Holocausto, ha mantenido con Lea el vínculo de un nieto con su abuela: van al teatro, toman el té, intercambian novelas y no dejan de hablar. Darío subraya que es parte de una de las últimas generaciones que van a poder oír el testimonio directo de un superviviente. Quedarán los libros y las películas, pero no será posible conversar con los textos y los filmes, mirarlos a los ojos o tocarles el número en la piel arrugada.
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