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Refugiados con techo en la ciudad

Con financiación de la agencia humanitaria de la UE, 18 localidades proporcionan alojamiento a miles de demandantes de asilo o reunificación familiar

María Antonia Sánchez-Vallejo
Zeina, refugiada siria, con su hija Turli, en su casa de Livadiá (Grecia).
Zeina, refugiada siria, con su hija Turli, en su casa de Livadiá (Grecia).COMISIÓN EUROPEA / ECHO

Zeina y sus cuatro hijos, refugiados sirios, recuperan desde hace cuatro meses el pulso de la vida en Livadiá, una localidad de 22.000 habitantes en el centro de Grecia. En un hogar cálido y luminoso, cuyo silencio sólo se ve interrumpido por el bip de los mensajes del móvil —el cordón umbilical de un refugiado—, su hija Turli se le arrebuja entre las piernas mientras ella narra la odisea del exilio. Es de Alepo, está divorciada y ha solicitado asilo en Grecia, aunque tiene un hermano refugiado en Alemania. “Nos han recibido bien aquí. Los niños mayores van al colegio y se pelean más con otros niños sirios [escolarizados] que con los griegos. Ellos ya se han integrado, los primeros”, explica Zeina. Livadiá tiene la ratio de escolarización más alta de todas las ciudades griegas que acogen refugiados: 18 localidades en total, en una decena de municipios, un fenómeno en expansión que demuestra la progresiva urbanización de la crisis migratoria, y en el que las Administraciones locales llevan la voz cantante.

En Livadiá todo empezó en la primavera de 2016, cuando el Ministerio de Defensa —principal gestor de la emergencia migratoria— valoró levantar dos campamentos, a lo que el Ayuntamiento respondió con un plan alternativo: alojarlos en casas y apartamentos vacíos. “Se lo planteamos al Gobierno y a Defensa y nos dieron el visto bueno. En un tiempo récord, el consistorio seleccionó y acondicionó 55 viviendas vacías por la crisis; estableció el monto de los alquileres con los propietarios y formó y contrató, bajo supervisión de Acnur [agencia de la ONU para los refugiados], a un equipo de 26 jóvenes de la zona, de trabajadores sociales a intérpretes", explica Giota Poulou, la alcaldesa.

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Con la acogida de los primeros refugiados en noviembre de 2016, echaba a andar el proyecto de Livadiá, el primero en el interior del país tras Atenas y Salónica. Todo ello bajo un doble principio rector: la idoneidad de las Administraciones locales para dar acogida temporal (“creemos que los Ayuntamientos lo pueden hacer mejor”) y el escrupuloso equilibrio entre los derechos de los refugiados y los de los locales. “Si una familia griega no tiene calefacción en su casa, no podemos ofrecérsela a sus vecinos refugiados”, subraya Poulou, alma máter de la iniciativa. Cuando en julio pasado ECHO, la agencia humanitaria de la UE, lanzó el programa Estia (hogar, en griego), de “ayuda de emergencia a la integración y el alojamiento”, Livadiá se integró, y ya ha renovado para 2018. EL PAÍS viajó a Grecia en noviembre invitado por ECHO.

Con una dotación de 151 millones de euros, la iniciativa de ECHO pretende acomodar hasta a 30.000 solicitantes de asilo, reubicación o reunificación familiar, de los 46.000 que en septiembre había en el país, según Acnur. Implementado por agencias de la ONU y ONG locales, tiene un ámbito de aplicación fundamentalmente continental (20.000 plazas, objetivo previsto para fin de año), pero también, en la medida de las limitaciones físicas, insular (2.000, ídem); la duración inicial es de un año, aunque “el apoyo se adaptará a las necesidades; si quedan estamos desde luego comprometidos a ayudar a los refugiados en Grecia", según Christos Stylianides, comisario de Ayuda Humanitaria. El programa Estia proporciona también una pequeña ayuda mensual: entre los 90 y los 550 euros, según el número de beneficiarios y en función del salario de integración griego.

Situación insostenible en las islas

La presión migratoria que viven las islas del Egeo, donde en octubre se registró un significativo repunte de las llegadas pese a la vigencia del pacto UE-Turquía, es una patata caliente en manos del Gobierno, blanco de una intensa campaña de ONG y grupos de derechos humanos que demanda la apertura de las islas ante la inminencia del invierno, con un hashtag consolidado en Twitter (#opentheislands). Las muertes de varios migrantes en los últimos meses —alguna por suicidio— subrayan lo dramático de la situación.

Las islas han albergado en los últimos meses a más de 16.000 refugiados, un número que triplica la capacidad real de las instalaciones de acogida. De ahí que, venciendo iniciales resistencias —sobre todo, que la evacuación de migrantes de las islas al continente pudiera ser interpretada por los traficantes de personas en Turquía como un efecto llamada—, el Gobierno esté desarrollando un plan de traslado que prevé sacar de las islas a unos 5.000 extranjeros; sólo durante la última semana, 1.524 personas fueron transferidas al continente.

La presión de los alcaldes isleños, capitaneados por el de Lesbos, Spyros Galinos, ha hecho también mover ficha al Gobierno, con argumentos como la propia incapacidad física de las islas, pero también el temor a que la sobrepoblación termine por resquebrajar la cohesión social al respecto.

La implementación del programa de alojamiento en las islas está condicionado por sus propias limitaciones físicas y geográficas (es más difícil, por no decir imposible, hallar plazas suplementarias en hoteles o apartamentos vacíos); además “el programa Estia se ha diseñado para la Grecia continental. Pero también proporcionamos fondos sustanciales para las islas a través de otros programas”, explica un funcionario europeo. “Se trata fundamentalmente de fondos de Interior, no de ayuda humanitaria, y son administrados ahora directamente por el Gobierno griego, que tiene la responsabilidad de asegurar que se dedica [a los refugiados] un apoyo y unas condiciones adecuadas”. Desde que activó el mecanismo de emergencia, la Comisión Europea ha destinado más de 400 millones de euros a Grecia.

La familia de Zeina recibe, mediante una tarjeta de débito, 400 euros al mes, “para comprar la comida, medicinas y algo de ropa para los niños, pero no es suficiente; nos dan también ropa las ONG”, lamenta la mujer; parecida queja —la única— profieren otros refugiados entrevistados. En octubre, casi 34.000 individuos (15.153 hogares) habían recibido esa ayuda en 93 ubicaciones en todo el país, campamentos incluidos. El 44% eran sirios; el 19%, iraquíes, y el 18%, afganos; la inmensa mayoría, familias de cuatro o más miembros.

La integración de esta población flotante, provisional, reporta beneficios a ambas partes. Nada menos que un millón y medio de euros en un año ha supuesto para la economía local de Livadiá, en ingresos directos e indirectos, la acogida en 70 apartamentos de 420 refugiados —datos de noviembre—, una cifra que representa alrededor del 2% de la población en una localidad especialmente castigada por el paro de larga duración y donde la alcaldesa tiene previsto un programa piloto de empleo, “para locales y para refugiados, en una proporción de 60-40%, en función de su experiencia y sus perfiles profesionales”.

Por Livadiá han pasado decenas de refugiados que hoy viven reubicados en otros países de la UE, sólo un puñado de los 21.203 que en octubre habían dejado Grecia rumbo a otros Estados miembros, según el servicio de asilo. Pero para los que esperan y desesperan, la iniciativa de ECHO supone una inyección de dignidad: la diferencia entre una tienda de lona, o un módulo de chapa prefabricado de un campamento, y cuatro paredes de verdad. “Desde que lanzamos el programa, muchas familias refugiadas han hallado una nueva casa, segura. Trasladamos a refugiados desde los campos a un alojamiento permanente. También les proporcionamos tarjetas de débito destinadas a costear su propia comida y sus gastos: es un ejemplo de ayuda humanitaria moderna que va más allá del donativo y se centra realmente en insertarlos en la sociedad”, ha valorado el comisario Stylianides.

La llamada crisis de los refugiados, que hizo eclosión en agosto de 2015 con picos de hasta 6.000 llegadas diarias por mar a las islas griegas del Egeo, empujó a ECHO —el mayor donante en países del Tercer Mundo—, a intervenir por primera vez en un Estado miembro. Terminada la fase aguda de la emergencia, con decenas de miles de migrantes hacinados en campamentos —Grecia se convirtió en marzo de 2016 en una ratonera para 60.000 personas tras el cierre de la ruta balcánica y la entrada en vigor del acuerdo con Turquía—, el país metaboliza poco a poco —pese a la difícil digestión de las islas— una población fluctuante que se quiere transitoria, pero con porvenir incierto. Como el de Fátima, afgana, con dos hijos adolescentes y beneficiaria del programa en Atenas, donde espera la reunificación familiar —un proceso que avanza con muchas trabas— con una hija asilada en Alemania. En Atenas, a donde llegó hace un año vía Lesbos, Fátima disfruta por primera vez en mucho tiempo de algo parecido a un hogar: un apartamento, financiado por ECHO; la pequeña ayuda mensual (“270 euros, muy poco para lo caros que son los súper y la comida”) y un lugar de encuentro, un centro de día gestionado por Unicef y una ONG local que ofrece educación informal (clases de griego o inglés; manualidades), duchas, lavadoras, máquinas de coser y una zona de juegos; también ayuda psicosocial y apoyo jurídico. Fátima acude a diario; allí teje, charla y socializa con otras como ella. “Las mujeres del centro son mis amigas, mi familia. Gracias a las actividades me olvido de lo que sucede en mi país; no sé si mi pueblo existe o ha sido arrasado por la guerra. Sólo salgo de casa para venir aquí”, explica. Para ello debe usar el transporte público, lo cual la ayuda a desarrollar habilidades sociales, a empoderarse en un medio ajeno. Como extranjera, como mujer.

Fátima se desenvuelve bien en los autobuses urbanos, como otros muchos refugiados que acuden al centro desde campamentos tan lejanos como Schistó, en la periferia ateniense. La suya es una presencia cada vez más común en calles, parques, mercados; una realidad migratoria cada vez más urbana. Lefteris Papagiannakis, vicealcalde de Atenas y responsable de la política municipal para refugiados, lo confirma: “Lo que ha cambiado es la capacidad de los ayuntamientos, aunque en Grecia los alcaldes que ayudan, que pertenecen a todo el arco político, lo hacen voluntariamente. En 2015 no teníamos nada, tampoco acceso a financiación, y hoy no es un sistema perfecto, pero sí mejor que entonces. Ofrecemos cosas muy básicas, casas y servicios, en colaboración con los ministerios implicados”, dice Papagianakis.

“En Atenas hay 1.000 apartamentos disponibles, ese el pilar del programa, que ofrece ingresos extra a los propietarios. Es cierto que hay trabas burocráticas que persisten, como la lentitud en el proceso de asilo, pero también esto ha mejorado mucho: antes una solicitud podía demorarse hasta diez años; ahora tarda seis meses, máximo un año. Pero quejarse no es realista, nosotros acogemos a un 2% [de la población] de refugiados, mientras Líbano tiene un 30%”, recuerda el vicealcalde. Datos de Acnur corroboran la mejora en los plazos de la tramitación de asilo: entre enero y septiembre pasados, unas 7.000 personas vieron aprobada su solicitud o recibieron algún tipo de protección subsidiaria, frente a 2.700 beneficiarios en todo 2016. Zeina y Fátima esperan, bajo un techo, ser las siguientes.

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