La vida sin armas de los miembros de las FARC
El futuro del proceso de paz con la guerrilla depende también de la reinserción que los más de 7.000 exguerrilleros inician ahora
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) ya han entrado oficialmente en política. Sus líderes escenificaron el viernes la conversión de la guerrilla más antigua de América en un partido que, con las mismas siglas, se presentará a las elecciones legislativas de 2018. Algunos de los 111 miembros de la futura dirección defenderán sus propósitos, fieles al proyecto revolucionario, en las instituciones. Pero las bases de la organización, más de 7.000 excombatientes que apenas han tenido contacto con la sociedad, afrontan esta nueva etapa en medio de la incertidumbre.
Los que acepten entrar en algún programa de reinserción del Gobierno recibirán, durante dos años y si no encuentran un empleo, una asignación mensual de unos 650.000 pesos (unos 183 euros). La mayoría permanecerá, al menos por el momento, en las 26 zonas rurales de transición a la vida civil, donde el pasado 15 de agosto culminaron la entrega de armas a la misión de Naciones Unidas. Su futuro está, en cualquier caso, rodeado de incógnitas por el giro radical que supone pasar de la guerra con el Estado —que comenzó en 1964 y causó 220.000 muertos y seis millones de desplazados—, de la clandestinidad y de la violencia a la integración en el sistema.
El acuerdo de paz entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC firmado en noviembre de 2016, tras cuatro años de conversaciones en La Habana (Cuba), ha supuesto el fin del conflicto armado, pero aún no está asimilado por buena parte de la sociedad, que hace un año votó mayoritariamente en contra de ese pacto y rechaza la amnistía de los crímenes de la antigua guerrilla. Las FARC deberán convivir con un elevado grado de impopularidad, aunque algunas encuestas les atribuyen mayor aceptación social tras el desarme. Colombia ha desarticulado en las últimas décadas grupos armados menores y negoció hace 10 años la desmovilización de los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia. Sigue en guerra con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), con el que el pasado febrero abrió una mesa de diálogo en Quito (Ecuador) que apenas ha tenido avances, y se enfrenta casi a diario con bandas de narcotraficantes como el Clan del Golfo.
El país, en definitiva, no ha resuelto el problema de la violencia. Sin embargo, el éxito a medio plazo del proceso de paz, sobre todo en las zonas rurales, depende en buena medida de la respuesta de esos exguerrilleros de las FARC. Centenares de ellos han pasado la última semana en Bogotá para participar en el congreso fundacional de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (la FARC), el nuevo partido. Muchos no habían estado nunca en la capital ni habían pisado ni siquiera una gran ciudad. Todo lo que les sorprende queda grabado en sus teléfonos móviles, que hace meses empezaron a venderse libremente en sus campamentos. Estas son las historias de algunos excombatientes, que ya no tienen cuentas pendientes con la justicia pero evitan detallar su pasado ligado a la violencia.
Abraham Cardozo Medina. Detrás de las decisiones que en el pasado tomó Abraham Cardozo, de 58 años, están algunas de las causas del conflicto armado que asoló a Colombia durante más de medio siglo y que, en última instancia, tienen que ver con la enorme brecha entre el campo y la ciudad. Cardozo asegura que ingresó en la insurgencia en 1980 por convicción. "Por la desigualdad social, porque no había desarrollo", señala. Viajó a Bogotá desde el municipio de Puerto Asís, en la región amazónica del Putumayo, uno de los departamentos más olvidados del país. Tiene familia y cuatro hijos que, afirma, no forman parte de la antigua guerrilla.
En tan solo unos años, este excombatiente ha pasado de estar buscado por las autoridades, como consecuencia de varias acciones delictivas, a planear un futuro en la cooperativa de las FARC, Ecomún, una empresa de "economía solidaria" que tiene el objetivo de poner en marcha proyectos productivos en las zonas rurales. "Mi suerte es el campo", resume Cardozo, que aún añora las condiciones materiales de vida en la guerrilla. "En el monte vivíamos en las mejores condiciones", dice, aunque promete que ahora trabajará por "un futuro mejor para toda la sociedad".
Daniel Loaiza tiene 40 años y desde que era niño convivió con las FARC. "Me crié en medio de la guerrilla", dice ahora como delegado en el congreso del partido de La Carmelita, un pueblo del sur del país. Recuerda haber visto las primeras armas cuando tenía cinco años. "Ese era el único camino que tenía enfrente", trata de justificar. Cuando se refiere a la incursión en política asegura que han llegado a la meta: "A esto queríamos llegar". Pero defiende el alzamiento de la guerrilla al asegurar que sin armas no habrían conseguido hacer política. A pesar de ello se escuda: "No somos narcos ni matones. Somos un grupo armado menos, ahora somos miles de personas con ganas de hacer de este lugar un espacio en donde quepamos todos".
Roberto Rubio estuvo escondido durante 37 años. Ahora a sus 52 recuerda lo que significó ser miembro del Partido Comunista Clandestino Colombiano, el movimiento aliado de los frentes guerrilleros de las FARC en las zonas urbanas del país. "Ser simpatizante de un partido clandestino es estar siempre escondiéndose", dice. Es del Catatumbo, una zona fronteriza con Venezuela en donde las FARC durante muchos años controlaron la producción de cocaína, el contrabando de combustibles y la cotidianidad de la comunidad.
"No me arrepiento de haber sido militante porque mire hasta donde pude llegar", asegura. Es uno de los 1.500 delegados de las FARC que participaron en el congreso en el que formalizaron su tránsito a la política. "Ahora tenemos la posibilidad de hablar. Los 53 años de lucha que pasamos en el país sirvieron para que esto se hiciera realidad". De una mochila saca un cuaderno en donde ha escrito varias canciones sobre sus primeros pasos dentro del movimiento y lo que espera con su transformación a un partido político legal. Empezó a los quince años haciendo tareas de movilización de masas en los centros urbanos y aunque nunca fue combatiente dice que el trabajo político que hacía en beneficio de la guerrilla le permite estar en el nuevo escenario que se asoma en igualdad de condiciones con quienes vivieron las FARC de forma distinta, con armas. "El interés ahora es que mis hijos vivan un ambiente diferente al que se vivió por tantos años". Cuenta que siempre tuvo claro cuáles eran los ideales de las FARC y cree que, ahora que no son una guerrilla, seguirán trabajando bajo los mismos preceptos, pero sin armas ni camuflados.
Milena Ascanio tiene 35 años y una hija. La maternidad evitó que después de su trabajo con milicias urbanas de las FARC pasara toda su vida en el monte, aunque asegura que le hubiera gustado. "Me preparé para eso, para estar con todos los camaradas en la lucha, pero quedé embarazada y me tuve que quedar en la ciudad", cuenta. Todavía le cuesta hablar abiertamente sobre cómo era su vínculo con la guerrilla.
Dice que es no es fácil confiar en la gente. "Se supone que con este paso que estamos dando sí podemos ser visibles, legales". Es delegada de las FARC de un pequeño caserío, Aguadas, en el Catatumbo. Dice que las desigualdades del país y las condiciones en las que viven muchos de su pueblo la motivaron para unirse a la insurgencia.
Esteban Pérez tiene 28 años y representa de alguna manera la brecha generacional que también existe dentro de las FARC. Quiere vivir en Bogotá, donde ya se mudó hace meses, hacer política —"todo guerrillero tiene que ser del partido", mantiene—, y, a la vez, sueña con ser músico, con convertirse en rapero con el nombre artístico de Blackesteban. Ingresó en la guerrilla a los 14 años y estuvo en varios frentes. "Mitad de mi vida, aún más", rememora. Y espera, asegura, "que se acabe la guerra y tantos muertos".
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